domingo, 21 de septiembre de 2014

VUELTA AL SEMINARIO

Narración de José Mª Rivera Cívico


Un viejo camino forestal rociado de chinos a espuertas y luego aplastados con una apisonadora era la carretera que, pendiente, corría temeraria, entre monte y barranco, como con querencia, desde el campo de fútbol al flamante seminario. Eso era antes; ahora con cuarenta años encima nada parece lo que fue. La altiplanicie ondulada que antaño daba para cuatro campitos de fútbol, todos inclinados al gol sur, se ha transformado en un terreno extraño de lomas montaraces solo reconocible por un pozo ancho sin brocal que, ése sí, se mantiene tal cual. Allí, alrededor del pozo, los joviales viajeros son descargados de los Land-Rover en los que han sido traqueteados por carriles y arroyones desde el cortijo de más arriba. Jesús Cantarero, guía improvisado y accidental, había advertido que el resto del camino estaba imposible, ni siquiera para un todo terreno.
Antes de seguir a pie,  mientras estiran las piernas y se colocan huesos, músculos y otras abundancias en su sitio, estos viejos amigos se atropellan en sus relatos, ansiosos por soltar sus primeras y emocionadas impresiones. En aquel campo que ahora pisan han vivido muchas horas, han dejado su sudor juvenil en tantas tardes de gloria efímera. Jaime fija sus ojos húmedos y brillantes en lo que era la portería más cercana y recuerda aquella parada imposible que le hizo a “Rebollo”, estirándose en el aire hasta pegarse con el poste. “Desde entonces me duele esta costilla cuando va  a cambiar el tiempo”. Qué pena, ya como los viejos. José Pablo, el “cuatro mitras”, por su condición de antiguo centrocampista, mira todo en derredor como queriendo dominar en ese instante todo el espacio que veía  en el tiempo que fue. Luis Enrique y Jesús Cantarero corren la banda a su antigua usanza, regateando y todo. Ilusos, escasos diez metros y ya están muertos. El Fili y Pepe Montes se extrañan de cómo podrían entonces controlar la pelota con tanta maestría en aquel terreno.
Pero el campo daba para mucho más que fútbol. Agustín, el “añoro”, no quita ojo a aquel chaparro de ramas generosas en cuya sombra se entretenía tonteando con el pedazo de chorizo serrano que su madre, María Parra, le había mandado en la talega de la ropa. Así estaba, como un lechoncete. Los demás quemando maquinaria a punta pala, y él engrasándola. Juan Ortiz, con su discurso ameno y tranquilo, explica a unos pocos los sitios por donde se reunían secretamente “los beatos” para sus prácticas de penitencia. Las mujeres encantadas con Juan, oye. Y Antonio Luna, como de costumbre, no deja hablar a nadie, queriendo ser muerto y enterrador en todos los grupos a la vez. De Fernán Núñez tenía que ser.
Y las mujeres de todos ellos, las Paqui, la Toñi, las Pili, Gloria, Adela, Carmen, Pepi, Blanquita, Araceli, María Jesús, Lola, Begoña, Elvira, Benilde, Trini...embobadas escuchando y contemplando, preparándose para seguir viendo y sorprendiéndose de dónde y cómo vivieron sus maridos cuando fueron púberes.
Desahogado ya el primer encuentro con “tierra santa”, el grupo, en estirado pelotón y mochilas llenas al hombro, se adentra en el bosque. La carretera, como decía, cuarenta años sin cuido alguno, ofrecería un semblante deplorable y lastimoso si no fuera por las ganas que tiene esta gente de verlo todo extrañamente bonito. Apenas es una estrecha vereda entregada a la maleza, perdida a tramos y solo adivinada por la memoria de viejos o por las limitaciones del terreno, –por ahí, o por ahí, no hay más remedio -y con profundas úlceras y tumores en su tegumento a cada poco. Observando el estado del sendero cuarentón, Fili, con su habitual deformación profesional, se pregunta si así o algo parecido estarían las cañerías  de todos ellos, las arterias y las venas, por dentro, ya que son de similar edad que la carretera, -“aunque nosotros, creo, nos hemos cuidado” –piensa enseguida aliviado.
-Mira Paqui, ¿ves la carretera? Pues así se ponen las arterias de los fumadores, pa que veas.
-Ya está el pesao este con el tabaco, ¡te quieres ir por ahí!
Caminan ahora paseando en grupos irregulares que se descomponen aquí y se vuelven a formar allí, con tanta arbitrariedad como naturalidad. Disfrutan del vientecillo fresco en la cara, recreándose en la contemplación de lentiscos, madroños y acebuches, seguramente nietos de aquellos otros que ellos conocieron. Los alcornoques centenarios y formidables son los mismos por muchas mudas que hayan sufrido en los leotardos de corcho que abrigan sus recios troncos. El sol de media mañana penetra a duras penas la espesura del monte, obsequiándolos con unos claroscuros inverosímiles. “Mirad, allí en aquella ladera hacían sus chozas los pigmeos” –refiere alguien. Comentan con cierta admiración cómo podrían entonces transitar las furgonetas, la DKV de Bartolo, ni siquiera los seillas y los Citroen dos caballos por entre aquellos riscos.
La última curva mostrará, al fin, el Bembézar, aquel río de aguas oscuras, callado y caudaloso, al que veían como de cristal ahumado, con perenne quietud, desde las ventanas de los dormitorios y de las clases. Cuarenta años y el río sigue igual, serio y taciturno, con sus mismas suaves curvas, inmóvil. Estos curillas, ahora, no pueden evitar un cierto escalofrío que sube por las piernas hasta el gaznate. Al doblar esa curva avistarían ya el seminario.
La impresión primera, no obstante, es penosa. Allí delante, donde se levantaba una fachada deslumbrante, tan alta que desafiaba a la montaña de enfrente, con una cruz de bronce gigante y un título orgulloso que rezaba: Seminario Diocesano de Santa María de los Ángeles, ven ahora una pared vulgar, menos aún, un muro desconchado y húmedo, sin cruz ni escribanía alguna. Las hierbas de correvuela, la grama y los jaramagos corren por la acera, reptan casi hasta arriba y se cuelan a su antojo por una amplia entrada sin puertas.
Con ojos incrédulos se van acercando todos, despacio, con un cierto respeto, con sentimientos mezclados entre la ilusión por haber llegado y poder mostrar a sus mujeres lo que fue su hogar juvenil, y la frustración por el estado de total abandono en el que se encuentra. El gesto papal de Marín Palomares de arrodillarse y besar el suelo rompe algo el hielo y provoca la distensión anímica del grupo. De la antigua portería sólo quedan el suelo y una escalinata lateral. El gran patio central parece más una escombrera, el pavimento  levantado y roto, la pared lateral que daba al campo, (allí todo da al campo, hombre), en la que veían las películas de Santos, está abombada, agujereada, no sería necesario ser fantasma para atravesarla. Los que en su día fueron wateres con historia y solera, como más adelante tendremos ocasión de comprobar, son ahora ripios amontonados. Un tronco de sicomoro con enclenques ramitas había brotado por generación espontánea en el rincón de abajo, enfrente de la clase de Latín de don Eduardo Mármol. Las clases, en la pared que daba al río, hay que imaginárselas. Ni una sola ventana tiene puertas ni cristales, claro. Tal se percibe el desánimo que hasta la Nikon de Fernando Prior y la videocámara de Pablo Bosch decidieron averiarse a un tiempo.
Muchos de ellos, en este momento, se preguntan calladamente si ha valido la pena el esfuerzo para conseguir llegar hasta allí, sobre todo Luis Enrique y Jesús Cantarero, los promotores. La finca en la que se ubica el seminario, en pleno corazón de la Sierra de Hornachuelos, pertenece a la Iglesia de Córdoba, por donación expresa de la condesa de Peñaflor. El Obispado la tiene arrendada a un empresario local, un tal Rafael Doblas, quien la utiliza para la crianza de reses bravas. La mayor parte de ella está vallada, siendo peligroso el tránsito furtivo por la misma. Pedro Soldado (el único cura de la promoción, muchos son los llamados pero muy pocos los escogidos), Cantarero, veterinario de la finca, José Bermúdez, banquero de Doblas, y Luis Enrique, amigo personal del Obispo, habían conseguido un permiso muy especial para que un grupo de 37 personas (17 antiguos seminaristas, sus santas respectivas, Lola y María Jesús, viudas de Antonio Lara y de Manolo Estepa, y el cura Pedro sin santa conocida) tuviese acceso al seminario desde un cortijo cercano, propiedad del empresario.
Desde hace unos ocho años  ese gran grupo se reúne con sus respectivas familias una vez al año en determinados lugares estratégicos para comer y pasar una jornada juntos. Cada vez se añaden caras nuevas que compensan a los que no han podido acudir por fuerza mayor. Algunos pueden llevar treinta años sin verse, otros se ven con cierta frecuencia, otros, en fin, son amigos de todos los días. Reuniones de renombre han sido ya en Benamejí ( en el Falcon Crest de Pepín López Pedrosa), en Palenciana, en Doña Mencia, en Luque (qué preciosidad de pueblo, y qué buenos anfitriones el Juan Ortiz y el Antonio Molina), en Córdoba, en Hornachuelos,  en el chalet de Fernando Prior, y en las cercanías de Medina Azahara donde tiene su casa Manolo Ruiz Nieto. La primera de estas concentraciones de curas fallidos y sus afortunadas familias se hizo en Sevilla, en la casa-mansión del Fili, sirviendo de despedida cariñosa y multitudinaria para su malogrado amigo Antonio Lara Castro, quien pudo disfrutar de lo lindo agasajado por todos.
A este tipo de reuniones se las conoce en Córdoba por “ir de perol”, debido a que al final de los atracones campestres se remata con una paella de campeonato. Esta gente, sin embargo, prefiere otro sistema de aporte nutricio que en nada envidia a la paella. Cada familia carga su mochila con exquisiteces culinarias, unas de diseño y otras ancestrales. Todo cabe, desde los rollitos de primavera y los bocaditos de roquefort al curry, hasta los garbanzos con bacalao, la empanada de atún o la tortilla de papas de toda la vida. Llegada la hora crítica se hace una puesta en común, una verdadera comunión en el más puro sentido cristiano de la palabra, con buen vino y todo, como en misa, solo que en lugar del cuerpo de Cristo se comen a Dios por los pies.
Hubo paella solamente el día de la reunión en Sevilla. Frasqui el de Blas, maestro paellero consumado, con título y todo, preparó un arroz caldoso de esos de cagarse las patas abajo. Frasqui es un paellero cordobés  con cierto abolengo, asiste a concursos de barrios donde se preparan paellas para cientos de gentes, de ésas que se hacen en peroles de a kilómetro, que tienen que remover el sofrito con palas y bieldos de la era, y que luego necesitan tres botes enteros de Fairly para limpiarlos. El mayordomo general que organiza todos estos eventos, el alma, es Antonio Luna. Desde Bubión, donde vive y ejerce de sultán de todas las Alpujarras, telefonea, escribe o chatea, si supiera, a todo el mundo.
Tenían  ilusión de juntarse un año en aquel lugar origen de su unión y de su amistad, donde vivieron cuatro intensos años de adolescencia, entre 1964 y 1968, donde amontonaron tal caudal de sentimientos y vivencias que ahora, cuarenta años más tarde, aún perviven. Y ya están allí, en su antigua casa, en su “residencia” de invierno...y de otoño, y de primavera. Pese al desengaño inicial, recobran el temple. Aquella casa ruinosa les pertenece, un cachito a cada uno. “Estos ripios que ahora ves, oh Flavio amigo, fueron en su día esplendor refulgente”, o algo parecido decía un poeta árabe-sevillano hablando de las ruinas de Itálica. Pues lo mismo.
-Vamos pa dentro –arenga Antonio Luna. –Id con cuidado porque no sabemos cómo estará de peligroso. Si os parece vamos todos a la capilla, vemos a la Virgen, y luego que cada uno visite por su cuenta lo que quiera.
En sus tiempos mozos la capilla albergaba bien a doscientas personas, así que ahora, para treinta y siete, parecía una catedral. Nueva desilusión. Allí no quedaba nada, ni bancos, ni lámparas, ni siquiera el retablo; parecía que hubiera sido saqueada. Pero, ¿y la Virgen?, ¿y nuestra señora de los Ángeles a quien cada uno de los presentes tanto le había rezado, le había pedido una buena nota en Junio, o perdón por tantas picardías de pensamiento o de obra? La hornacina mariana estaba tan vacía como el resto. Desean cantarle un Salve Regina a su Virgen. Entonces surge con presencia y prestancia Gregorio Ramírez, su pedazo de bigote, gesto serio, brazo litúrgico,  privilegiada garganta gregoriana. Tantea a media voz varios tonos...En el último amago, el coro salta: ¡Salve Regina, mater misericordiae, vita dulcedo espes nostra salve, a te clamamus exsules filii Evae, a te suspiramus, clementes et flentes in hac lacrimarum vallae...! La iglesia expoliada hizo de caja de resonancia perfecta, y, así, los ecos cálidos y emocionados de un cántico olvidado de cuarenta años se fueron esparciendo como pavesas por aquellas sierras infieles.
Visitan luego la sala de reuniones de los curas, allí donde don Gaspar Bustos Alvarez y don Antonio Jiménez Carrillo dictaminaban secretas sentencias, aprobaban o condenaban normas, aceptaban o rechazaban  a futuros seminaristas. Ni rastro de nada. En lugar de dos grandes mesas alargadas y dos ventanales con vistas al río, escombros y vigas con los que tropezar y caer, sin pared, al vacío. La cocina y el comedor forman ahora un todo, o mejor un nada. Cada uno imagina dónde estaba la mesa en la que comía.
-¿Te acuerdas Fili?, ahí te ponías  a leer algún pasaje sagrado mientras comíamos, y cuando volvías a la mesa te encontrabas grumos asquerosos de aquel infame queso de cerdo con pelos dentro de tu vaso de agua. Y tú, como si nada, metías los dedos  y lo espurreabas al resto de la mesa.
-Y a ti, José Pablo, y a ti, Tomás, se os iban los ojillos detrás de las corvas carnosas de Isabelita, aquella muchacha de Encinas Reales que trabajaba en la cocina y que tan güena estaba.
-Es verdad, -se sonroja un poco el “cuatro mitras” –incluso teníamos celos de don Pedro Antonio, porque imaginábamos que se la cepillaba.
¡Qué lástima, qué ruinoso todo! El refectorio da a un jardín asilvestrado donde encuentran la piscina rebosante de un agua contínua alimentada por veneros naturales. Permanecen los viejos naranjos salpicados de azahar y con sus frutos de varias cosechas, algunos en los árboles, los más en las camadas. Aquello era lo más parecido a lo que ellos conocieron. Allí se recrean largamente inventando anécdotas y proezas increíbles en los antiguos campeonatos de natación. En el terreno del agua el cura protagonista era don Manuel Cuenca López, enjuto y huesudo, que enseñó a nadar a muchos de ellos. De la piscina pasan al campo, si es que ya no estaban en él.
Un caminito de cabras zigzaguea primero por el huerto de naranjos en una caída casi vertical. Por ahí bajaban en tiempos a toda prisa (y subían) a buscar la pelota de fútbol cuando caía al río desde los patios de abajo. Luego, el camino sigue más estrecho aún, a veces perdido, por entre matorral y peñascos hasta un lugar singular: el salto del fraile. Es este un peñón gigante asomado al río con algo más que temeridad sobre un precipicio cortado en pared, y de unos cien metros de altura. En la cumbre, sobre una ancha plataforma había una antigua casita, también ahora ruinosa, que hace un siglo sirvió de ermita a un fraile asceta. Según parece, este sitio recóndito, perdido de la mano de Dios, ninguno otro tan apropiado para el romanticismo dieciochesco, sirvió de inspiración al duque de Rivas para situar el suicidio por precipitación del protagonista del libro: don Alvaro o la fuerza del sino. Paqui, la de Agustín, ha podido correr ese día la misma suerte, pero, gracias a Dios, no llega a despeñarse, solo se descoña un poco al pisar en un terreno falso y resbalar.
Aquellos que no se han atrevido a bajar al salto del fraile y permanecen en el seminario suben a ver los dormitorios. Más les hubiera valido no hacerlo. San Tarsicio, santo Domingo, santa María de los Ángeles, Beato Juan de Ávila...son ahora grandes explanadas con montones de escayolas, pegotes de yeso y ladrillos caducos. Algunos pretenden bajar a los sótanos y a los patios inferiores para visitar la sala de juegos, las mesas del pichoncho y las del ping-pong. Imposible. Las escaleras se encontraban atascadas por un tropel de somieres, mesas cojas, muebles desencajados, sillas amputadas...y todo ello camuflado con películas de polvo de varios estratos y protegido por una tenue y fina sábana de pegajosa telaraña. Parecía mismamente que todo el mobiliario que echan en falta se hubiera refugiado allí, aliviándose juntos todos los enseres de tanta soledad y abandono.
-Vámonos a la fuente de los tres caños –dice Pablo Bosch con determinación.
Los que vienen del salto del fraile enlazan, ya lanzados, con los demás, mientras algunas de las mujeres se van a quedar en la portería haciendo de vigías de las mochilas, si es que allí fuese necesario vigilar nada, porque no husmearían ni los grajos. El camino que baja a la fuente de los tres caños es agradable y de suave pendiente, incluso para los tacones de Blanquita. Se le nota falto de aseo, natural, sobre todo en la greñura de los bordes. Acompañan al caminante, sin dejarlo, madroños y algarrobos por doquier que, en su día, tanto agradecieran aquellos  famélicos estómagos que hoy, cuarenta años han de ser de provecho, pasean más que sobrados. Y no será por ahora, que sólo han catado un cafelito cortado y unas galletas María en el cortijo de Doblas. Pero al tiempo.
-Ojo a las víboras y a los alacranes, –alerta Bermúdez, un entendido del campo gracias a su afición a la cacería –no levantéis ninguna piedra.
Recuerdan que un día una víbora mordió a José Guisado Rosas, un compañero de Aguilar de la frontera, y que otro seminarista del grupo de los pigmeos, José Nieto Vallín, de Palma del río, sacó una navaja de su bolsillo y le dio un tajo terrible a la herida de Guisado, saneándola, chupando y escupiendo luego la sangre. Y todo ello siguiendo las recomendaciones de su propio instinto natural, que todavía no se habían inventado los Boys-Scouts. Aquella medida casi heroica que pudo salvar la vida de un compañero le costó a Nieto Vallín la expulsión temporal del seminario. Cosas de los curas.
La fuente de los tres caños se ha convertido en un paraje impracticable ocupado por zarzas espinosas, eucaliptos y espeso cañaveral, y recorrido por aguas superficiales, sin rumbo fijo, que sólo producen barro bajo los pies. Las tres fuentes están ciegas, sírvales de consuelo lo muy poco que hay que ver allí. El maestro retratista Fernando Prior intenta distintas pruebas y  musarañas corporales para conseguir algunas postales, pero desiste. Vuelta al cole.
Las dos y media de la tarde de un soleado día de mayo, después de tanto trajín, debe ser buena hora para comer. Unos grandes tablones robados a los escombros van a servir de mesas. Toñi ha traído un rollo kilométrico de papel de servilleta que hace de mantel. Solo faltan las viandas, que suponen exquisitas y variadas. Y no se hicieron esperar más. Nada se toca, solo se mira, se admira, o se relame, hasta que todos los platos estén dispuestos. A medida que el mantel se va ocupando con las distintas fuentes, ollas y cacerolas hasta  no dejar ni un mínimo hueco blanco, los inminentes comensales templan gaitas para el concierto que se avecina de ruidos masticatorios y deglutorios. Cada cual se va situando por donde mayor es la querencia. Allí puede  haber, a ojo, ocho variedades de tortilla, cuatro platos de picadillo, dos fuentes de flamenquines troceados, tres empanadas como campos de fútbol, cinco platos de gambas, dos fuentes surtidas de chacinas extremeñas, mismamente jamón del bueno, dos horteras llenas de croquetas caseras, de las que hace el padre de Lola, dos tartas, dos roscos de bizcocho, de ésos que parecen ruedas de vespa, varias bandejas de pastelitos...Un palé de cervezas, vino tinto y refrescos completan el menú. Sabido es que muchas mujeres y el Fili no gastan vino y tienen que beber CocaCola para la buena digestión de tanto condumio. Aunque de un tiempo acá, el Fili va entendiendo algo de tintos. Me lo han estropeado el Jaime y compañía.
Pero, escuchad un momento, ahora nadie habla, es de mala educación hacerlo con la boca llena. Es tal el silencio que si algún lugareño pasase por casualidad cerca de allí, cosa que no va a suceder, se extrañaría de los ruidos ásperos de un yantar anárquico y caprichoso, hasta el punto de creerse ante una manada de lobos que compartiera los despojos de un jabalí despeñado.
En este nuevo escenario, en el del empacho, hay protagonistas de postín. Con nada que se traga del tirón dos cervezas, Paco Gálvez pierde del todo la escasa vergüenza que le queda, besuqueando y cogiéndole el culo o las partes innobles a cualquiera, da igual varón, fémina que maricón. Se le ponen unos ojos saltones y vivarachos y una cara de colocao que embauca a todo el mundo. Es un tío gracioso de verdad, y de un verde picante sin parangón posible. Mira a las tías de arriba abajo, fijamente, sin reparar en que ellas o sus novios se den cuenta. Da igual. Las desnuda el  muy mariconaso. Para mí quisiera yo ese descaro. Agustín es otra cosa, lo suyo es comer y no parar, eso es lo que le gusta. Hombre, lo otro también, pero ahora estamos comiendo. Si dos horas dura el almuerzo, dos horas  de meneo continuo de su barba canosa. No conoce hartura. El Fili, que es médico, tiene la teoría que Agustín carece del centro hipotalámico de la saciedad, o lo tiene atrofiado. Eso puede pasar, eh, hay gente así, que nunca tienen la sensación de estar repletos. Agustín. Con todo, quien lo ha visto, y quien lo ve. En estos años ha debido de perder más de veinte kilos. Ahora no es que sea un figurín, pero tiene su tipito y todo. “Mi mujer, que me tiene esmayao con tanto régimen” –dice el pobre. Cuando Rafa Marín Palomares vio a Agustín esta mañana en el campo de fútbol, después de treinta y muchos años, tan cambiado para bien, va y le dice: “Agustín, viéndote ahora es como mejor comprendo el cambio tan grande que ha dado España ”. José Luis Roldán, en este mundo tiene que haber de todo, es un tipo escuálido que parece estar en huelga de hambre permanente. Nadie que lo viera de esta guisa diría que es un gourmet refinado y exigente, y entendido en vinos y otros caldos espirituosos.
Mientras algunas mujeres empiezan a repartir café con esos termos que parecen calentadores eléctricos de agua, Manolo Gutiérrez va escanciando en cada vaso vacío un licor de dioses que ha traído de Lucena. Es una especie de vino dulce que, más que resucitar a los muertos, mete a los vivos en un sopor de muerte. Encima el Fili se acuerda a última hora y saca una botella de cristal oscuro llena de un vino a granel, artesanal, hecho con pasas de moscatel, que le ha regalado un paciente de Morón. Ese vino, enteramente de misa, fue el remate.
Con los intestinos satisfechos, el hígado desintoxicando a revienta calderas, y el cerebro medio anestesiado que no sabe si dormir o charlar locuazmente, esta gente va buscando acomodo, si ello fuera posible, en los rincones y en las escalinatas desnudas de la portería. El Fili descarga su infinito repertorio de chistes verdes y asquerosos para hacer chillar a las mujeres, y Jesús Martínez compensa con otros de cariz más suave. Los banqueros y hombres de negocios, Paco Gálvez, Manolo Gutiérrez, Luis Enrique y José Bermúdez sacan a debate la idea que todo el grupo formase una sociedad o una fundación que pudiera comprar el seminario y hacer un hotelito rural o algo parecido. Jesús Martínez discrepa: “todo esto es pasado, es historia. No me gusta vivir del pasado ni ilusionarme en una quimera”. Pablo Bosch, atento, apostilla que, en ocasiones, de un montón de ideas y opiniones aparentemente descabelladas puede surgir una muy buena.
En ésas están cuando, casi de pronto, debió de alcanzarse en muchos de ellos el punto crítico de alcoholemia, que se van quedando tiesos, recostados contra la pared, testa volcada al lado, ojos extasiados, fauces entreabiertas con su mijita de baba y todo. Muchas de las mujeres, solidarias, acompañan a sus maridos en esta necesaria cabezada. Otras salen fuera a componer ramitos de amapolas, margaritas, azahar y pensamientos. Yo no lo veo mal. Agustín, sin embargo, sigue rebañando en el último plato de picadillo. En los pellizcos mollares que él mismo se coge en la cintura por encima del pantalón debía de haber al menos media arroba más que por la mañana. El Fili, el más goloso de todos, escoge con delectación los trozos de tarta y de bizcocho de Lebrija que han sobrado, para llevárselos a su casa y congelarlos.
En uno de los rincones de la entresala Jaime y Paqui se encuentran despatarrados. Ella ya ronca, pero Jaime se resiste, no consigue coger el sueño, cosa rara  en él, que se duerme de pie. Algo extraño le está pasando, intenta refregarse los ojos con sus manos, sin conseguirlo, para aclarar una visión increíble, una ilusión óptica. Poco a poco, como a cámara lenta, se le va transformando aquella estancia. Las paredes recobraron su blancura, recién encaladas, en las escaleras había lozas de barro antiguo, sin imitación, la entrada recuperó sus antiguas puertas, se conformó de nuevo, como por encanto, el cuarto  de las talegas de la ropa, apareció de la nada una antigua escalera  que subía a una terraza. Aquello era la portería que él conoció con todos sus pertrechos.
-¡Esto no puede ser, que no hombre! ¿Qué pasa aquí, coño?
Asombrado, mira enseguida hacia Paqui, pero está amodorrada, ni se cosca. Se dirige a los demás pidiendo ayuda con su mirada incrédula, pero duermen. El Chiqui y Gregorio pasan por delante hacia afuera, totalmente ajenos a lo que Jaime veía, como si tal cosa. Quiere llamarlos con angustia, pero una nueva visión lo enajena. En un instante la portería se inunda de una chiquillería escandalosa que, sin embargo, no es lo suficiente para despertar del letargo a los durmientes. Jaime está fuera de sí, no encuentra explicación posible, ¿cómo no se despiertan con este alboroto, cómo no se dan cuenta de lo que está pasando? –intenta pensar-, pero aquella  realidad tan extraordinaria va por delante de sus pensamientos. ¿Quiénes son estos chiquillos, de dónde han salido? Un escalofrío helado le recorre las tripas. Arrugando los ojos para atisbar mejor va reconociendo uno a uno a aquellos niños. Van ataviados con el equipo de fútbol reglamentario, la campiña camiseta roja, la Sierra camiseta verde. “No es posible, no es posible, que no, que no, por favor que alguien me diga algo” –intenta susurrar el pobre lloriqueando.
Delante de sus narices corren con los balones hacia la calle aquellos chavales de doce años. Ve al “cuatro mitras” vestido de campiña, desastrado, con la camiseta por fuera y los calcetines del revés, a Jesús Cantarero, capitán de la Sierra, tan rubito y estirado como era, a Luis Enrique, a  su amigo Fili, con aquellas patillas de alambre, “ésto no puede ser, hombre” –se desespera-, a  Pepe Montes, a Joaquinillo Baena, a Rebollo, a Ramón Moreno, a Barbero...El último en pasar es Tomás Madueño, con su andar saltarín, que ese día hace de linier.
Entregado ya a su delirio, Jaime es capaz de recrearse ahora en sus recuerdos de aquellos partidos. Aquel año, como siempre, ganó la Sierra, 3-2, claro, es que los de Córdoba capital juegan con la Sierra, y no debería ser así. Si es que el Guadalquivir divide Sierra y Campiña, la gente del Sector Sur y la del Campo de la Verdad deberían jugar con la Campiña. El árbitro solía ser don Lorenzo, suponiéndosele neutralidad absoluta al ser malagueño de Villanueva de Tapias. Fue ese día cuando Jaime le hizo aquel paradón increíble a Rebollo, y cuando Joaquín Baena marcó aquel gol soñado, regateando a cuantas botas le salían al cruce, al portero y hasta sí mismo. Con todo el nervio que tenía, y con dos cojones, como dicen que los tenía san Arcadio, duros y pegados al culo. Joaquín era lo más parecido a un clon de Amancio, si ello hubiera sido posible en tiempos tan pretéritos.
Devuelto a la realidad de la portería nueva donde todos duermen menos él, que se dedica a ver cosas raras, suspira aliviado al creer haber encontrado la respuesta: “Ah, ya está, esto es cosa de parasicología, seguramente un montaje de Juan Ortiz, que le gustan mucho los fenómenos anormales y escatológicos. Sí, si ya de chico se le notaba”.
Algo más relajado ya, quiere echarse a roncar como los demás, y que pase la mala hora. No le es posible. Desde su asiento en el pasillo de la portería, el que daba  a las clases, puede ver una parte del patio. Bueno, pues lo ve todo, como si tuviese un gran angular en sus ojos, o la capacidad de atravesar con ellos los tabiques y los pilares, todo. De nuevo cunde la alarma en su ánimo desanimado, pero puede más la maravilla de lo que contempla atónito. El patio está de gala, las paredes en su sitio, rectas y tiesas, inmaculada la pantalla del cine, robustos los pilares y los soportales. En el testero de levante emerge altivo el campanario, debajo la fachada de la capilla, y a la izquierda una salita de juegos. La pared que da al norte principia con los wáteres y sus puertas de piernas al descubierto, y sigue con la sala donde el “cuartillas” custodiaba los trastes del deporte. En la cara sur puede admirar las ventanas de los dormitorios y del estudio principal con sus cristales relucientes, y el corredor sin fin por donde accedían a las clases. ¡Qué maravilla!, ¡qué pasada!, como se dice ahora. Jaime no sabe si echarse a llorar o dejarse llevar y disfrutar de lo que el resto de los mortales durmientes no alcanzan a ver.
En esos eternos segundos de duda se le viene a la mente la historia particular de aquellos wáteres de orgásmico recuerdo. Fueron aquéllos, sitios de carnal perdición, sórdidos altares  de pecaminosas celebraciones, pero también lugares de consulta con el cuerpo propio, y remedio muy apropiado para liberar concupiscencias en una edad en  que  las hormonas calientan que achicharran. Ahora será inevitable que Jaime se acuerde, y si no aquí estoy yo para recordárselo, de Juan Barahona, aquel seminarista de Luque que les enseñó a muchos de ellos los finos secretos de la masturbación. Maestro consumado, componían su ración diaria dos gallardas de gustasos reprimidos, entrecortados y contenidos en la garganta. De lunes a viernes, sábado y domingo tocaba ayuno carnal con pesar arrepentido, pero deseando que clarease el próximo lunes. Así tenía la cara, llena de granos y de barrillos, natural. Las acumulaba de diez en diez para confesarse, una vez por semana, con don Moisés, el más benévolo en las penitencias.
Es lo que yo digo, meneársela en aquellos wáteres, casi en cuclillas, con el culo apuntalando la puerta para que nadie te estorbara, y sabiendo mantener el equilibrio a la hora del temblaero, más que pecado mortal era un virtuosismo, una virtud capital. Unos tanto y otros tan poco, se le escapa a Jaime el pensamiento sin querer, pensando en José Luis Roldán. Era conocido por boca del propio interesado que José Luis se había iniciado muy tarde en el tonteo de las guarrerías eróticas amanuenses, vaya, que su vocación pajillera había sido tardía, muy tardía. Ahora se desquitaba, sí, nunca es tarde.
-¿Cómo puedo estar aquí tan pancho viendo lo que veo y recreándome  en recuerdos, encima? Yo no estoy bien, debería estar muy preocupado, ¿no? A mí me tiene que estar pasando algo, y a lo mejor algo serio. ¿Dónde se habrá metido el Fili? Es nuestro médico, y seguro  que me saca de este atolladero.
El Fili es, en efecto, el médico del grupo, y el paño de lágrimas, y el consejero espiritual, y el más salío en el terreno de la cintura pabajo, con permiso de Paco Gálvez. Pero mismamente ahora, cuando su amigo Jaime lo necesita, resopla como un angelito, recostado contra la teta izquierda de su Peque. No sé, tiene querencia por la izquierda. Frente por frente, pero Jaime ni lo ve. 
Realmente es increíble lo que está ocurriendo. Mira hacia arriba, al techo, y es capaz de ver a su través lo que fue el estudio principal. Completamente absorto y embobado, sin capacidad de reacción, se dispone, de nuevo, a contemplar lo inenarrable. El estudio se le ofrece atestado de seminaristas, cada uno en su pupitre, esperando con cierto recelo recibir las notas del segundo trimestre. En la tarima y sentados detrás  de una larga mesa aparecen los curas  como jurado implacable. Allí reconoce a don Gaspar, a don Eduardo, a don José Delgado, don Francisco de Paula, don Francisco Varo, don Moisés, don Manuel Cuenca, don Lorenzo, don Pedro Antonio. De pie, alto, fuerte, imponente, se mantiene sin titubeos, dos horas, lo que fuera preciso, don Antonio Jiménez Carrillo, más que  jefe de estudios, fiscal general del término. Desde su alta tribuna va leyendo las notas, asignatura por asignatura, a cada uno de los presentes, desde Adarve González hasta Zurita Sánchez. Doscientos nombres por siete asignaturas, mil cuatrocientas notas, así, del tirón, y sin menearse ni descansar un poquito esta pierna, que se le está quedando dormida.
Jaime se ríe sin querer al ver que en realidad don Antonio se ahorró unas pocas de notas cuando tocaba el turno de Agustín. La cosa era así: decía don Antonio: Agustín Madrid Parra, y se levantaba el “añoro” con sus mofletes encendidos y su babi caqui por los tobillos. “Un diez en todo” –sonreía por una vez don Antonio. Ea, y ahí se había ahorrado siete notas. Esa costumbre de leer las notas en público era muy del agrado de los curas, porque entendían que estimulaban el estudio de los  seminaristas picándolos entre ellos. De todas formas, a Barahona que lo dejaran tranquilo, que él bastante tenía con lo suyo. Suspenso en todo, siete notas más de ahorro. Los demás ya estaban advertidos de los perjuicios irreversibles que las masturbaciones repetidas producían en la mente: el temido reblandecimiento cerebral.
A nuestro amigo Jaime le gustaría ahora disponer de una memoria selectiva para recordar sólo lo bueno. Por eso, quiere pasar por alto, casi de refilón, una escena que se obstina en presentársele con diáfana claridad. El estudio principal era también el lugar ideal para propinar públicos castigos por parte de don Antonio. Jaime está viendo, muy a su pesar, cómo su amigo, aunque sea de Lussena, Manolo Gutiérrez tiene que repetir una y otra vez, avergonzado, aquella coplilla de Gabriel y Galán que decía: he dormido esta noche en el monte con el niño que cuida mis vacas, y en el suelo tendió para ambos el rapaz su raquítica manta...Con nada que se trastabillara lo más mínimo, don Antonio le obligaba a empezar desde el principio. Claro, y era una fatiga muy grande para todos ver que el pobre de Manolo cada vez se equivocaba antes, con lo que nunca podía terminar.
Mucho peor, sin embargo, es lo que Jaime tiene que ver a la fuerza momentos después. Don Antonio llama a la palestra a un seminarista de cuyo nombre ni Jaime ni yo queremos acordarnos, más que nada para no humillar su memoria. El jefe de estudios le pregunta algo susurrando, con susurros contesta el chaval. Hasta ahora todo normal, saben todos que los curas poseen la capacidad de sonsacar determinadas informaciones mediante flagrante acoso. Pero lo que nadie podía esperar era que en un abrir y cerrar de ojos, plasss, Jaime cierra los suyos para no ver el violento guantazo que don Antonio le ha  asestado ya a aquel compañero. Qué malaleche no llevaría el tortazo que el niño rueda al suelo desde la tarima y se rompe uno de sus tímpanos. En el estudio ahora, donde hay doscientas personas, nadie  mueve el culo, nadie respira, a ninguna silla le puede dar por chirriar, hasta las moscas se han quedado pegadas a la pared y no se atreven a revolotear. Cuando el mocoso se levanta del suelo y se dirige sollozando a su asiento, el estudio entero exhala un aliento único contenido durante segundos  que parecieron minutos. Y Jaime, por fin, consigue tragarse el nudo que le aprisiona en la garganta. Y va y se cree la gente que lo del acoso escolar y el maltrato físico son cosa de ahora.
-¿Dónde estará el personal?  No veo a nadie,  ¿porqué me habrán dejado aquí solo?  No, si es verdad, esta gente está maquinando algo, seguro. Si no ¿a qué vienen estas visiones extrañas? Pero, ¿cómo lo harán?  No me lo explico. ¡Oye!, me estoy acordando que después de comer el cura Pedro me pasó un cigarro liado a mano, enteramente parecía un canuto, y le di un par de caladas. Verás tú si me he fumado alucinógenos de esos extraños que Pedro trae de sus viajes exóticos. Seguro. Cuando en Navidad vamos a comer a su cortijillo nos ofrece fumar en una pipa cornuda y moruna sabe Dios qué tipo de tabaco o de yerbas. Pero todos fumamos, menos el Fili claro, y nunca nos ha pasado nada. A lo mejor estas yerbas de hoy están caducadas, o adulteradas, o tienen orina de preñada, no te jode, y yo qué se.
Todo es para Jaime simplemente increíble. Agobiado con la visión acaecida en el estudio principal, desvía la vista, de nuevo, hacia el patio. No da crédito a lo que ocurre, hay un partido de baloncesto. El balón se ha escapado botando por el pasillo de las clases y pasa por encima de sus piernas, intenta cogerlo, pero se le anticipan unas manos infantiles, menudas, que le son extrañamente familiares por unas manchitas como pecas en el dorso. ¡Como las mías!, piensa. Al levantar la cabeza, aquel niño de manos tiernas y manchadas lo está mirando y le guiña con picardía.
-¡¡Dios mío!! Es Jaime...Soy yo!!!! Por favor, qué es esto?
Intenta tocarlo, pero el niño corre hacia la cancha. Ahora al visionario no parece importarle mucho lo que pase, se gusta verse allí, debajo de la canasta  empujando y estorbando a niños de Hornachuelos que han venido a disputar un partido. El equipo del seminario lo componen él mismo, Luis Enrique, José Luis Roldán,, Pepe Montes y Manolo Gutiérrez. El entrenador es don Pedro Antonio Llamas, y el utillero, cómo no, Rafalín Roldán Molina, el “cuartillas”. No le preocupa ahora al Jaime de cincuenta y dos tacos otra cosa que no sea ver a aquel nene rollizo, bien criado, bonito de cara, frente despejada y muslos de Roberto Carlos cuando chico. Con ojos desencajados sigue las evoluciones del chiquillo, como esos padres que van a ver, histéricos, a sus hijos jugar al fútbol contra el pueblo de al lado. Cuando un chaval del otro equipo da un codazo a su Jaime y lo tira al suelo, quiere saltar a comérselo vivo, y grita fuera de sí: ¡Árbitro, coño, personal! El árbitro impasible señala personal en ataque, en contra del seminario. ¡La madre que te parió! Es don José Delgado, con su silbato atado a su cadenita , aquélla con la que no dejaba de incordiar a todas horas.
El partido continúa, la gente aplaude un tapón colosal de José Luis, ¿qué gente?  Hasta ahora, Jaime no se ha dado cuenta que hoy es trece de mayo, festividad de nuestra señora de los Ángeles, la mayor fiesta del seminario. Vienen las familias de los seminaristas y pasan allí todo el día. Se olvida ahora de sí mismo, de niño, e intenta localizar a sus padres. Ve a los padres de Salido, de Paco Gálvez, ve a María Castro, a los padres de Montes Santiago, a los del cuartillas, en fin, a todos los de Cabra, menos a los suyos. “¡No habrán venido?” –se pregunta un poco abochornado. Tiene que reírse pensando que, en realidad, cuando venían sus familias los seminaristas se fijaban mucho más  en las hermanas de sus compañeros que en los padres.
Acaba el partido, el patio se llena, se abarrota de gentío. Jaime se ve rodeado de una multitud anónima y presurosa que va buscando a su niño, si es que no lo ha encontrado ya. No sabe si irse a la ducha o refugiarse con  la gente de Cabra. En éstas,  alguien le toca por detrás, se  revuelve con la soltura del alero de baloncesto que acaba de ser, y se topa de cara con sus padres y su hermano Rodrigo. Se abrazan los cuatro en una piña, y Jaime chico no sabe ya cómo quitarse de encima tanto besuqueo, magreo y mimo. Y el Jaime cincuentón, agazapado en su rincón de la portería, llora, ahora sí, a lágrima viva, sintiendo en sus propias carnes los apretones de su padre, el beso cálido y tierno de su madre, y los empujones bastos y nerviosos de su hermano pequeño. Y se ve a sí mismo alegre y satisfecho, muy contento, porque sea lo que sea lo que estos mariconasos le hayan puesto en el cigarro, le ha permitido abrazar de nuevo, en carne y hueso, a sus padres y a su hermano Rodrigo.
Por raro que parezca nadie se percata de lo que sucede. Aparentemente, no pasa nada. Jaime vuelve a mirar con sus ojos de ahora, aún con lagrimones,, y todo sigue igual. Paqui duerme aún, otros ya se van desperezando. Pretende llamar a Paqui, psssh, psssh, y comprueba asustado que no le salen las palabras, apenas puede mover los labios. “Esto es más serio de lo que creía”. Intenta ahora incorporarse para pedir ayuda, y no puede moverse, está paralizado, sólo puede mirar y ver. Realmente acojonado, empieza a respirar con ansiedad, pero tiene que tranquilizarse porque sabe que así va a conseguir marearse de mala manera y que se le duerman las manos y la cara, como aquella vez que le dieron un balonazo en la barriga y se desmayó, no del dolor, sino de tanto respirar.
Un repicar de campanas lo atrae al patio. Es media tarde en el seminario antiguo. El patio parece dispuesto para un espectáculo. Seminaristas y familiares están sentados en sillas enfiladas que, esta vez, no miran a la pared-pantalla del cine, sino a la fachada principal. Delante de la puerta de la iglesia hay dos largas mesas y cinco seminaristas sentados detrás de cada una de ellas. “Es la final del concurso de Cesta y Puntos” –se acuerda Jaime. En una de las mesas se encuentra él mismo, y nada menos que de pivot. “Esto sí que no tiene explicación posible, yo nunca participé en ese concurso, eso era sólo para empollones. Que estén ahí el Fili, Beteta, Pepe Ruz, Agustín y Manolo Estepa es algo normal, pero ¿yo?, imposible”. Sea como fuere, allí se ve contestando preguntas que ni él mismo sabía que supiera, extrañándose  de su repentina sapiencia en himenópteros, coleópteros y lamelibranquios, y en las guerras púnicas. Y más raro aún, resolviendo con pericia inusual, me lo temía, ecuaciones de segundo grado. Y la madre que parió al profesor de matemáticas. Ganó, naturalmente, el equipo del Fili, y el premio fue una jornada de asueto en san Calixto.
Terminado el concurso, el patio se vacía de momento. Se hace tarde. Coches y furgonetas cargados de familias sollozantes se alinean carretera arriba, y Jaime vuelve a ser testigo de excepción, cuarenta años después, de aquellas tardes de mal disimulada tristeza, de gargantas apretadas por la emoción, de aquella rara y desagradable sensación de abandono, de desarraigo, de desamor, quizás, que vivían aquellos chavalillos cuando el último ronquido del coche más postrero se perdía en la umbría del monte tenebroso y anochecido.
Ya es de noche ese día de mayo de 1965. Jaime no oye un ruido. Bartolo, chófer de la DKV del seminario, Angelitas y Paco, los porteros, se aprestan a cerrar las puertas de la entrada. Acostumbrado ya a la realidad virtual, Jaime ni se extraña. Le gustaría levantarse y saludarles, pero sabe que no puede. Como si aún esperara nuevas sorpresas, se pone a pensar si en realidad él es un hombre maduro, hecho, inspector de magisterio, que ahora, por circunstancias extrañas ha vuelto al pasado, o si será, Dios bendito, que todavía es el Jaime niño, que vive en el seminario y que, por circunstancias aún más raras, ha tenido la oportunidad de conocer su futuro. “Si así fuera, me gusta mucho mi futuro y la mujer tan guapa y tan cachas que me va a tocar”, sonríe mientras mira a Paqui.
“Estoy chocheando, hay que ver las cosas que se me ocurren. ¡Qué tonterías!. Lo más seguro es que el vino de pasas de Morón me haya dejado traspuesto y”...Cuando Jaime estaba ya a punto de descubrir el pastel oye entre sueños la voz ronca, inconfundible, de Antonio Luna:
-Paqui, despabila de una vez al tío ese, que lleva frito más de una hora.
Al despertar y comprobar sus ojos lagrimosos, Jaime intenta disimular bostezando, pero a su mujer no la engaña así como así.
-¿Qué te ha pasado?
-Nada, nada –procura quitar importancia.
-¿Cómo que nada? Tienes mala cara y has llorado y todo.
-¡Dilo más alto, que se entere todo el mundo! Nada mujer, que he tenido un sueño muy raro.
-¡Ea!, los pimientos, ya está, como si no supieras lo malamente que te sientan, pero aquí con tus amigos se te olvida todo. Pues ahora te aguantas.
Mientras Jaime cuenta a la concurrencia sus visiones oníricas, se va arremolinando en la portería el grueso del grupo. Cada cual toma asiento donde mejor le pilla. Con la digestión ya medio encarrilada, es la hora de la tertulia, el tiempo más esperado en el que una vez al año estos hombres y mujeres, próceres de nuestra sociedad, tienen la solución para los grandes asuntos que afligen al mundo, desde  la hambruna guatemalteca y la matanza racial en África central hasta  la política del gobierno municipal de Sevilla en el tema del Metro y de las comunicaciones con el Aljarafe. A veces me pregunto qué sería del mundo en general y de Andalucía en particular si algún día, Dios no lo permita, acabaran estas reuniones de antiguos seminaristas.
Pese a una base educacional común, fundamentada en una sólida formación judeo-cristiana, esta gente despliega un espectro variado en cuanto a opinión política se refiere. Dominan las tendencias  a la izquierda, quizás, pero, en cualquier caso, el talante, como se dice ahora, es liberal en todos ellos. Si tuviéramos que destacar a  alguien, nombraríamos a José Antonio Naz como militante y con un cargo relevante en Izquierda Unida, y a Manolo Gutierrez, futuro candidato a la alcaldía de Lucena por el Partido Popular.
No es menos variopinto el abanico laboral y ocupacional del grupo. Maestros y maestras de escuela ganan por mayoría, pero tenemos también profesores de Instituto y de Universidad, catedráticos, un psicólogo, un veterinario, médicos y enfermeras, pedagogos, abogados, banqueros, empresarios, un pedazo de Inspector de Educación, y, el orgullo de todos, un Rector Magnífico de una  de las universidades de Sevilla. ¡Ah!, perdón por el olvido, tenemos un agricultor, si es que podemos llamar así al cura Pedro por los treinta olivos esmirriados que tiene en su parcela del Arrecife, en la aldea Quintana. Los olivos de Pedro no guardan ni de lejos la debida alineación cuartelera, en vez de rectos y firmes están en posición de descanso permanente, como dejados de caer. Pero que no se entere de esto, que le da mucho coraje.  Para que os hagáis una idea de lo mal puestos que los tiene, os diré que su padre fue un día a verlos y no volvió más.
La mayor parte de estos amigos viven en Córdoba o en Sevilla, salvo Antonio Luna que, como es habitual, tiene que sacar los pies del plato, e irse a vivir a Bubión, como un verdadero rajhá. Y salvo, también, Antonio Estepa Romero, que se alejó mucho más, a los madriles. A éste último le apodaban en el seminario "Bronco ley", por su basto parecido al protagonista de una serie televisiva del Oeste, que hoy arrasaría en el rankin de audiencias. Por mor de la distancia, Antonio Estepa, natural de Montalbán y vecino de Madrid, no puede acudir a estas jornadas todo lo que él quisiera. Es un tío bruto y bonachón, como lo era antes. Una Navidad les escribió un Chrystmas a todos y cada uno del grupo, y ponía el tío cachondo: "desde hace 15 años he entrado en Madrid, pero Madrid todavía no ha entrado en mí". En la reunión del 2001 que se celebró en la sacristía de la iglesia del cura Pedro, en Córdoba, bajo un aguacero inclemente, “el Bronco” estuvo en un tris de provocarles a todos un corte de digestión, de tanto reír, al leer en plena sobremesa un manuscrito de fabricación propia sobre las distintas fisonomías del peo. Un verdadero escándalo.
El debate ahora es rico y prometedor en un cónclave tan selecto. José Luis abre el fuego.
-Oye Fili, en hablando de médicos, vaya matasanos que tenemos que aguantar los funcionarios.
-Hay de todo, hombre; pero es verdad que ocurren algunas cosas...A veces yo mismo me desespero pensando en qué manos está la gente.  Dime qué te ha pasado.
-Pues que voy al médico de empresa porque me lagrimea mucho un ojo, y va el tío y me saca que tengo almorranas reventonas, cuando  yo ni le menté  nada de eso, que soy  mu reservao para esas cosas, como sabéis.
-Bueno hombre, eso no es nada, ¿de qué te quejas? Contigo acertó de pleno.
-Venga ya, estás de cachondeo conmigo, ¿qué tendrá que ver una cosa con la otra?
-Ay Dios mío con estos ignorantes...¿tú no sabes que tenemos un nervio que va directo desde el ojete del culo  a los ojos de la cara?
-¿En serio?
-Pues claro chalao, por eso cuando te tiras de los pelillos del culo se te saltan las lágrimas.
Bromas y risas aparte, discuten ahora seriamente sobre  los problemas de cobertura sanitaria universal con unos recursos finitos y posiblemente mal gestionados. Algunas de las mujeres opinan que falta educación sanitaria para no abusar de la  asistencia médica. Es verdad que existen abusos, pero en nuestro mundo la salud es un valor absolutamente prioritario, y muy poca gente tiene ese miramiento del uso adecuado de un servicio necesario, pero insostenible al paso que vamos.
-Yo cobraría una cantidad pequeña, simbólica si queréis, pongamos tres euros, a toda persona que fuera al médico.
Toñi es enfermera en el servicio de urgencias de un hospital, y está hasta el moño de comprobar  el mal uso que mucha gente hace de la  asistencia sanitaria, por eso habla  así, no es que sea mala gente. Y ya envalentonada añade:
-La gente no valora las cosas si no les cuesta el dinero. Pagando algo, todas las consultas estarían más desahogadas, porque se evitarían muchas banalidades. Así se podría atender mejor a los pacientes que realmente lo necesitan. Y por otra parte ayudaría en algo a la financiación del sistema.
-Yo estoy de acuerdo –salta la Paqui  de Lebrija –en muchas ocasiones vamos al médico, metámonos todos, por chorradas. Si sabes que te va  a costar tres euros, a lo mejor te lo piensas, te tomas un gelocatil, y a otra cosa.
-¿Y qué hacemos con los viejos? –se preocupa el Fili. –Son los que más necesitan de asistencia, los que más van al médico, y los que menos tienen. Yo los excluiría de esta medida.
-Tres euros no es nada, hombre, así no se los gastan en tabaco – se pone la Pili de Bubión.
-No sé, tres euros hoy, otros tantos pasado mañana, y al otro...Muchos viejos tienen que manejarse con trescientos euros al mes, y eso lo gasta mi mujer cada vez que va al Mercadona. No lo tengo claro.
José Luis sigue la charla desde la entrada sin puertas. Mientras menea el café que pela de hirviendo con un palito de plástico blanco ex profeso y alterna los dedos que sujetan el vaso de papel, que es que se quema, esboza un gesto de desdén muy característico en él.
-No digáis pamplinas. El sistema sanitario público es gratuito, que no lo es, pero bueno, dejémoslo así. Y ninguno de nuestros politiquillos se va atrever a hurgar en los bolsillos de sus votantes. Lo que hay que hacer es gestionar mejor y trabajar más, que nos estamos cargando lo público.
José Luis es un tío raro, para qué vamos a decir otra cosa, exigente y minucioso en el cumplimiento de las normas. Su pensamiento político gira en torno a estas cuestiones: ordenamiento jurídico de la sociedad, honestidad y solidaridad internacional. Si no fuera por Ana, su pareja, sería capaz de tirarse todo el día charlando, sin comer ni mear ni nada, oye, y sin cansarse. Lo mismito que Agustín, pero en labia. A mi entender, algunos de sus planteamientos son utópicos, y le falta cintura y regate para sobrevivir mal que bien en un mundo de pillos. Después de todo, es un inocente. Con lo delgaducho que está, su tipo destartalado, y los pantalones muy subidos en la cintura marcando hierro en la entrepierna, bien pudiera considerarse el quijote del grupo.
Hace ya unos años, en tiempos de Manolo Estepa, estas discusiones adquirían, en ocasiones, un tono más polémico, por usar un término suave. Manolo era un maestro de escuela antiguo, vocacional, de tiza y pizarra, pero sin palmetazo. Vivía su oficio intensamente, y los críos lo adoraban, ascuas en la calle y tizones en la casa, se quejaba María Jesús. En estos encuentros se podía beber él solo medio barril de cerveza. Se calentaba y siempre terminaba encarándose con su amigo Jaime, inspector de magisterio, por culpa de la LOGSE y su puta madre. Era tal la vehemencia con la que peleaba sus ideas, que en más de una ocasión tuvo que intervenir el Fili para que la cosa no fuera a mayores. Y eso que Jaime tiene correa.
Una noche en casa de Antonio Luna, en Bubión, donde estaban pasando el fin de semana, Manolo y Jaime se enzarzaron tanto en una discusión que, cabreado y fuera de sí, Manolo se salió de la casa, a pesar de una ventisca helada, y durmió toda la noche fuera, en su caravana. Era así, tenía esos prontos. Tan cabezota, que un día, harto de tanta regañuza por el tabaco, se fue al cielo a seguir fumando al aire libre, con su padre, los dos juntos, sin pejigueras.
-Desde entonces, ¡qué vacío, no María Jesús? –se compadece Jesús Martínez.
La mirada brillante, verde fosforescente, de María Jesús se apaga por un momento dejando el recinto en penumbra.
-No lo sabes tú bien. ¡Qué no daría yo por ver a Manolo otra vez aquí, aunque fuera un minuto, lo suficiente para cagarse en el Sursum Corda, pelearse con Jaime y luego mirarme de esa manera lánguida con la que me miraba!
Una gruesa lágrima quiere salir por el rabillo del ojo derecho, pero ella la sostiene en su sitio respirando hondo y abriendo aún más , si cabe, esos ojos vivarachos que, de nuevo, dan luz a la portería.
La gente ahora quiere dejar los temas serios para mejor ocasión. Sabe Dios cuándo volverán otra vez allí, y desean, sobre todo las mujeres, conocer más cosas del seminario.
-Oye Tomás, -dice Elvira -¿por qué le pusieron a mi marido "cuatro mitras"?
-Alárgame un cafelito y te lo cuento.
Se lo alarga.
-Tu marido entonces, para niño, era un chulito ¿sabes?
-¡Anda ya!
-Que te lo digan éstos. ¿Tú qué dices, Fili?
-Que sí, que sí.
-Mira, -sigue Tomás -andaba tieso, sacando pecho, tenía que llevar la voz cantante en todo, en el patio, en el fútbol, en las excursiones...Y si alguien le ponía la contra, enseguía le sacaba el estribillo: "A que te pego cuatro mitras..."  Y claro, como andaba todo el día repartiendo obleas, pues se le quedó el mote.
-O sea, igualito que ahora  -se queja Irene.
-Pues eso.
José Pablo, socarrón, dejado de caer contra la pared de las clases, saca esa media sonrisa que nunca es completa por mor de su barba.
-Erais todos unos cagaos. Alguien tenía que dar imagen de autoridad, hacer de líder. Más de cuatro de aquí despabilasteis gracias a mis amenazas y a mi carácter. Y a quien diga que no, le arrimo cuatro mitras que se mea.
La carcajada estentórea de Agustín aunó las risas de todos y se fue río abajo hasta el bar de Angelita, en Hornachuelos, a donde llegó ya apaciguada, como aullido lejano.
-Pues sí que se ha  adelantado este año la berrea, ¿no? -se extraña un parroquiano.
-Eso son lobos, hombre.
-Ni lobos, ni venaos, nuestros seminaristas han vuelto, ya cincuentones, y no veas la que  están alborotando - se hincha de orgullo Angelita.
-¡Coño con el clero!
Araceli, aunque es de Lucena, como su propio nombre indica, se ha criado desde chica en Córdoba, y no está muy puesta en temas agropecuarios. Tiene una voz curiosa, lenta y entrecortada, en términos médicos se llama voz escándida. Bueno pues con esa vocecilla pregunta:
-Y a Tomás por qué le decíais el "pollo".
A Paco Gálvez y al Fili se le vienen enseguida varias respuestas rápidas, reflejas, de bote pronto, naturalmente relacionadas con el femenino de pollo. Pero, por una vez, reprimen sus lenguas erotizadas, y se conforman con darse sendos codazos de complicidad.
-Porque es de la Granjuela, -le aclara el Luna, antes de que aquellos dos metieran la gamba -allí a todos los hombres les dicen pollos.
El Gálvez ya no aguanta más.
-¿Y a las mujeres, cómo las llaman?
Otra vez se oyen los aullidos en el bar de Angelita.
-¡Caramba, caramba con los curillas!
Tomás se ha hecho un hombre de lo más formal. Es la vez primera que acude a este concilio seglar. Muchos de ellos no lo han reconocido a primera vista. Lógico. Era un chaval enclenque y medio lisiado por culpa de una polio. Caminaba a saltitos para disimular su cojera, pero tuvo empaque para no acomplejarse, jugaba al fútbol muy malamente, pero se apuntaba, peor todavía lo hacía el Luna con su pata torcida. Se integró perfectamente en su grupo de amigos y no fue puteado más que cualquier otro. Ni menos. Ahora se presenta con cincuenta y dos años, casado y con dos hijos, ingeniero agrónomo, el mandamás de la CruzCampo de Sevilla, y caminando más tieso que un ocho. Ahí lo tenéis.
En el seminario pasaba como en los colegios, si te caía un mote, ya toda la vida. Quizás el caso más elocuente sea el del Fili. Empezó por Filiberto Gamboa, apodo con el que fue bautizado por Jaime por un lejano parecido que aquél le encontró con un hortelano de Cabra. A don Eduardo le cayó bien, pero le pareció un mote muy largo. No se podía estar en el patio llamando a un mocoso y diciéndole a voces: eh, Filiberto Gamboa...No. Entonces, lo redujo a Fili, mucho más coloquial, y lo explicó en clase de Latín diciendo que lo llamarían Fili porque "mejores no hay", emulando el antiguo anuncio de la marca de televisores. Y, claro, porque José María Rivera era un chaval muy bueno, el que más rápido se había quedado con las declinaciones. El Fili ha sido Fili ya toda su vida, hasta en su casa y entre sus amigos de Palenciana, casi se olvida de su verdadero nombre; en la facultad de medicina de Córdoba muchos profesores ya lo conocían así porque en los folios de los exámenes encabezaba y firmaba con "Fili". Un caso.
-Creo que a mi José Luis le decíais el “chivo”, ¿no? –se interesa Ana.
-Claro, -se precipitan casi todos –¡hijo de Cabra!
-¿Y qué diremos del Pepe "huesos" - se pregunta Joaquín Baena.
Pepe Montes Cubero estaba casi igual, bueno un poquito mejor, como algo más entrado en carnes. Físicamente, un palo. Animoso y dicharachero como de costumbre. Optimista, pese a recientes avatares de índole personal y doméstica.
-Yo creo que lo del "huesos" se lo pusimos a Pepe estando ya en Córdoba -rectifica Antonio Luna   -¿no?
-Sí, -confirma el interesado -fue un mote tardío, con mucho vigor en mi etapa de magisterio. Ahí es que verdaderamente estaba en los huesos.
-Como siempre, coño -apostilla Gregorio - o es que ahora te sobra algo de tocino.
-Pablo, estás muy callado. Dinos algo curioso de tu estancia aquí. Tú eras algo mayor que nosotros, y quizás vieras las cosas de otra manera -se interesa el cura Pedro.
-Qué va, yo soy de la misma edad, -se anima Pablo Bosch -lo que pasaba es que era más corpulento y aparentaba más. Pero igual de inocente que todos, o incluso más.
-¿y eso?
-Escuchando el sueño de Jaime he apreciado que muchos de nosotros nos masturbábamos con frecuencia.
-Unos más que otros, eh - se apresura Pedro.
-Bien. Yo creía entonces que era una especie de monstruo, algo único y abominable a los ojos de cualquiera y, por supuesto, a los ojos de Dios. Pensaba que nadie más  se masturbaba. Mi autoestima, como se dice ahora, en el plano personal y espiritual estaba por los  suelos, viví mucho tiempo con un terrible sentimiento de culpa en mi conciencia.
-Lo mismo que todos, Pablo
-Sí, pero si yo hubiera sabido que los demás también se masturbaban me hubiera sentido uno más, no el único, el pecador, el condenado a las calderas. La cantidad de problemas que me hubiera evitado...
-¿Y por qué no os lo contabais unos a otros? -inquiere tímidamente Gloria.
-Porque los curas nos amenazaban en el confesionario con la perdición eterna, si propagábamos esas cosas.
- Claro, los pobres para que el mal no se extendiera -intenta suavizar Pedro.
-¿Los pobres? Un sipote. Los cabronasos, dirás, -se le salen los ojillos al Baena -tenernos acobardados y acomplejados por hacer algo tan natural en esa edad.
-Eran otros tiempos, hombre, no seamos injustos. Todos conocemos otros seminarios e internados donde la represión fue mucho más dura -intenta cerrar ya el Prior.
- Mi estancia aquí la marcó el fútbol, -tercia de nuevo el Baena -vivía sólo para jugar. Me acuerdo lo orgulloso que me puse cuando me fichó el equipo del Hornachuelos...Las notas me daban igual, iba sacando los cursos racaneando, bien.
-Qué pasó aquella noche del Real Madrid-Manchester de la copa de Europa del 67. Cuéntanos, Joaquín.
-Joer, qué noche -se relame y se frota las manos. -Estábamos viendo el partido en la tele del salón de juegos allí abajo, te acuerdas Fili? Acaba el primer tiempo con 3-0 a favor del Madrid, habían marcado Amancio, Pirri y Gento. En esto que llega don José Delgado con su pito en la boca, me refiero al silbato, ea, todos a dormir.
-¡Qué putada! -comentan.
-Pa que veáis si eran o no unos hijos de sus madres.
-Sigue, sigue
- Pues eso: don José por favor, que vamos ganando, media horita más, que don Gaspar no se va a enterar, de verdad. Y don José impertérrito: "a la cama". Y yo: mire, nos quedamos sólo los más aferraos, y así no se nota ruido ni nada, váyase usted tranquilo. "A la cama". La madre que lo parió.
-¿Y qué hiciste?
- Pues me fui a la cama, qué remedio. Me reuní en el dormitorio con Barbero y con el Fili para ver qué podíamos hacer. Yo no me iba a perder el segundo tiempo. Estos dos eran unos timoratos, se acostaron enseguía.
-Callarse coño, que no me entero -grita Luis Enrique desde un rincón.
-Bueno, pues cogí y, en pijama, bajé yo solito hasta la misma puerta de la sala de profesores. Me senté en el suelo, pegadito a la puerta y escuché todo el segundo tiempo a su través.
-¡Qué valor, -exclama Pili la de Córdoba  -a pique de que hubiera salido algún cura a mear mismo, y te hubiera cogido allí.
-Vaya, -se ufana Joaquín -y todo para nada, porque al final empatamos a 3, y perdimos la eliminatoria. Mira, cuando oí por la puerta que Zoco había marcado en la portería propia el tercer gol de los ingleses, no sé cómo me contuve y no entré a decirle cacho cabrón al televisor.
Entran ahora en la portería muy rezagados Manolo Ruiz Nieto y Bermúdez, que vienen de buscar espárragos, apenas un manojillo de nada. Jóse está acostumbrado a los cerros por su condición de aprendiz de cazador, pero Manolo no, así que llega deslomao y caldeando. En viéndolo entrar, el Luna le pregunta:
-Manolo, tú que eres de Palma del Río, ¿qué ha sido de Nieto Vallín?.
-Espera que coja resuello -dice ahogado vivo.
Tras dos o tres respiraciones profundas y otros tantos estiramientos allí en público, puede responder. Antes ha chupado un buche de agua de una botella de Lanjarón, se ha enjuagado, ha hecho gárgaras y ha salido afuera para escupirla. Manolo es muy mirado y pulcro.
-Al poco tiempo de salir del seminario se fue a Cataluña, creo que a Tarrasa, trabajando en un Banco, pero no he vuelto a saber nada más de él.
-Yo he estado trabajando en el Banco de Santander, en Sabadell y en Tarrasa, durante diez años -interrumpe Bermúdez -y no lo he visto nunca por allí.
-¿lo preguntas por algo en especial? - se interesa Manolo.
-No, no, qué va, -dice el Luna -es que como yo llegué a formar parte de los "pigmeos" guardo un recuerdo especial de Nieto Vallín. Era un tío valiente, no le temía a nada, ni a don Antonio siquiera.
Negrusillo y paticorto, pero con dos cojones.
-¿Se los viste? - se ríe Pili.
-¡Vaya por Dios!
-La pregunta tiene su aquél, no os creáis, -dice el cura Pedro - que Antonio, como tiene que estar metido en todo, también perteneció un tiempo al grupo de los "beatos, en fin, yo no digo nada, pero con amiguitos dudosos como César, Mariano, Zamorano...
De pronto se da cuenta, muy tarde, que había metido la pata bien jonda. Cruza la vista con Juan Ortiz, y se queda cortado. Pero Juan, que ha tenido que salir de muchas como ésta, se muestra sobrado.
-¡Quieto parao! Éramos beatos, sí señor, alguno del grupo parecía afeminado, o dos o tres, vale, pero os puedo decir ahora que jamás hicimos cochinadas juntos. Sé, desde luego, que alguna vez comentáis con cierta mofa nuestras prácticas, pero, como comprenderéis, a mí eso ya me la repanfinfla.
-Pero ¿es verdad, Juan, que hacíais prácticas de penitencia? -pregunta incrédula Adela.
-Serían exageraciones propias de los chiquillos -intenta mediar Carmen.
-Nada de eso, -replica Juan -nos dábamos latigazos en las espaldas con ramas finas de lentiscos y de retamas, y en alguno de los ejercicios espirituales que hacíamos por Semana Santa llegamos a ponernos cilicios y todo. Pero insisto, de mariconadas, nada.
La cosa quedó bien zanjada, menos mal.
Aunque lleve muchos años de banquero, el Bermúdez ha sido siempre muy de campo. En el tiempo del fútbol él se dedicaba a buscar setas y espárragos, pero ya tenía los alrededores  más que trillados. Por eso disfrutaba más que nadie cuando iban de excursión de todo el día al arroyo Güazulema. Mientras los demás se bañaban o jugaban al escondite, él escudriñaba el monte para encontrar tubérculos comestibles, flores rarísimas, champiñones como paraguas y espárragos de a metro.
El entorno del Güazulema lo recuerdan como idílico. Era trabajoso llegar, había que remontar varias lomas y resbalarse por otras sendas vaguadas, al menos habría unos tres kilómetros desde el pozo. Pero valía la pena. Aquel era un paraje salvaje, desconocido para el mundo, pero de un sosiego sin igual. Cuando después de toda la mañana saltando y chapoteando en el agua, se comían los bocadillos de tortilla con atún y un puñado de higos secos, y se tumbaban para la digestión debajo de aquellos tarajes, los seminaristas se quedaban amodorrados con el ronroneo suave de las chorreras. Así debía ser el cielo, pensaban.
Un día en el arroyo, Bermúdez se llevó de compañeros de aventuras al Luna y a Jesús Cantarero. No encontraron gran cosa, si acaso una piedra con forma de concha marina, de ésas que te la pones en la oreja y oyes el mar. Cansados de gatear monte arriba, se sentaron un rato mientras se comían unos madroños rojos reventones. Al cabo de poco tiempo escucharon  ruidos extraños como de animales que estuvieran muriéndose, quejumbrosos, que parecían venir de detrás de aquellos matorrales. A gatas, se fueron acercando hacia los ruidos y descubrieron algo inimaginable para ellos: un macho cabrío estaba montando a una cabra montesa, pero vaya, bien montada, culeándola con un ritmo envidiable.
La visión tan pornográfica como inesperada junto a los efectos afrodisíacos de los madroños provocaron un empalme instantáneo en los tres. Y, aunque era sábado, aquello no podía esperar. Se dan la vuelta echándose el culo uno a otro, más que nada por pudor, y cada uno por su cuenta, claro, se alivió como pudo. Con el apremio de la situación que urgía una solución rápida, no se percataron de que tenían las manos manchadas de savia lechosa de unas ramas de adelfa a las que se habían agarrado para escalar monte arriba. Con lo irritante que es esa savia, estuvieron luego cuatro días con el pitillo inservible, colorao como un tomate de pera, y sin poder decírselo a nadie, claro.
Aquella escena de cópula carnal entre bestias debió impactar tanto en su mente, que luego Antonio se ha hecho un experto en las distintas formas y posturas del apareamiento animal. En serio, en más de una ocasión les explicará, sobre todo a las mujeres, con pelos y señales, si se presentara el caso, cómo follan, por no andar con rodeos, las moscas, los conejos o los murciélagos. La verdad es que vivir donde vive le permite la observación directa de fenómenos naturales. Allí no hay más que campo... y nieve.
-Desde que nos contaste tu sueño te has quedado mudo -le regaña Paqui a su marido.
-Bueno, estoy escuchando un poco metido en mí mismo -se entona Jaime. -Siempre me ha gustado mucho la música,  pertenecía al coro y a la rondalla, como sabéis. Se me están viniendo a la cabeza aquellas canciones que cantábamos cuando íbamos de excursión a san Calixto o a Córdoba, para ser conductor de primera acelera, acelera...
-Anda hombre, -le replica Jesús Martínez -te acordarás mejor cuando hacías de solista en el coro, en las misas de los domingos.
-Pues pa que veas, me hace más ilusión el recuerdo de aquellas excursiones.
-A que no acertáis el nombre del chófer que nos guiaba -pregunta  Agustín para nota.
Después de algunos segundos de margen, nadie se acuerda, natural.
-Se llamaba el "Tropa", un tío de lo más zalamero, era de Benamejí, y conducía los viejos autobuses de Sánchez Navas como para que la benemérita le quitara todos los puntos a diez años vista. ¡Qué temeridad! Estamos vivos de milagro.
El Agustín no tiene comparación si hablamos de comida, eso ya lo sabíamos. Lo que vamos a saber ahora es que tampoco tiene rival en cuanto a memoria. ¡Se sabe todo el callejero de Sevilla!, es capaz de rectificar a los mapas. Increíble. Si se lo propusiera, sería como estos bichos raros que salen en la tele resolviendo en segundos la raíz cuadrada del número premiado de la lotería de Navidad del 2014, un poner.
-Lo que os decía, -prosigue Jaime -cuando por las mañanas voy al trabajo en mi coche, y mi hija no pone la radio con Kis FM, o con Anda Ya, me sorprendo tarareando aquella de: las doce en punto el sereno cuando empieza a amanecer, la vieja llora y suspira porque no sabe coser, con aquella boca, con aquella boca, tan fenomenal, tan fenomenal, parece un palacio, parece un palacio, con arco triunfal, con arco triunfal; tiene un solo diente, tiene un solo diente, bien lo sabe Dios, bien lo sabe Dios, hoy está la vieja de muy mal humor...Bombón, bombón de Navarra, dónde van los licores que yo no vaya...
-Vaya carrosas que estamos hechos.
-A mí me llamaba mucho la atención, -sonríe Marín Palomares -cuando don Gaspar nos reunía a todos en el salón del estudio el día previo a las vacaciones del verano para darnos los últimos consejos. Terminaba advirtiéndonos de los peligros de las visitas de las amigas de nuestras hermanas, incluso de nuestras propias primas, que con el pretexto de venir a nuestras casas a saludarnos, lo que en realidad buscaban era palique.
-¡Ay quiesús, qué grasioso el don Gaspar! - se delata enseguida Carmen.
Don Gaspar, el rector, tenía esas cosas, era muy estricto, pero también un guasón de cuidado. Cuando mejor se lo pasaban con él era en clase de urbanidad, pero ninguno de ellos aprendió a pelar y comerse las naranjas con cuchillo y tenedor.
-Yo creo que la recogida de las talegas de la ropa limpia merece un comentario -sentencia Frasqui, también de Palenciana, como Carmen.
-Yo me apunto a eso -dice Agustín.
Los jueves por la tarde los seminaristas no quitaban ojo a la portería. Bartolo traía la furgoneta atestada de cientos de talegas con la ropa limpia. Cada talega tenía bordado un número que identificaba a cada fulanito. Nadie se acuerda ya del suyo, pero no me atrevería a preguntarle a Agustín por si las moscas. Los distintos cosarios de los pueblos las llevaban al seminario de Córdoba, y desde allí, Bartolo las recogía. Con la ropa sucia el camino era el inverso.
La ilusión nocturna de los jueves no era, ni mucho menos, por ponerse los calzoncillos limpios, o los calcetines sin tomates, ni siquiera por leer con emoción la carta apresurada y mal escrita de sus padres, sino por saborear con deleite los sabrosos recados dulces o salados que aquellas talegas transportaban. Claro que, a veces, ocurría como ahora con las maletas en los aviones, que venían los mantecados despachurrados, o el chocolate derretido, pero ¡qué gozada!
A Frasqui le lavaba la ropa una tía civilera que vivía en Córdoba, su chacha Josefa, que no faltó ni un solo jueves a la cita con la pastelería. Y la suerte que tuvo, que en Córdoba había más y mejores dulces que en Palenciana.
Desde su último chiste allá por la sobremesa, Jesús Martínez no ha dicho ni mu.
-Es verdad, estoy emocionado oyéndoos, porque habláis con mucho sentimiento, con alegre nostalgia.
-Pues claro -se apresura Antonio Luna
-Sin embargo, yo... -titubea un poco Jesús -no fui feliz aquí. Nunca llegué a sentirme integrado. De Priego éramos la tira, y me fue muy complicado hacerme un hueco. Hubo momentos en los que mi comportamiento era de autista.
- ¡Ay qué pena de hijo! -bromea su mujer.
-No, en serio, empecé a encontrarme bien, sabiendo a qué jugaba, ya en san Pelagio; y, por supuesto, en san Telmo. Los años de Córdoba y de Sevilla fueron muy importantes para mi, yo creo que decisivos en mi maduración como persona. Pero me queda la espinita  de este seminario.
Parecía haber terminado un poco triste, cuando se agarra de nuevo a la conversación.
-Al hilo de lo que comentabais de la represión sexual, os diré algo curioso: le tenía una manía particular a san Estanislao de Koska.
-Pero ¿por qué?, pobrecillo -se preocupa Blanquita que es un poco capillita.
-Porque los curas nos ponían siempre el mismo ejemplo. San Estanislao consintió morir martirizado antes que sucumbir a las tentaciones de la carne. ¡Antes morir que pecar!, era el lema de aquel santo.
-Tonto que era, -sentencia el Gálvez -yo en su lugar hubiera rechazado la carne, bien, pero me hubiera ido en busca del jigo, que es fruta.
Es que no tiene arreglo este hombre. Hasta Remedios, su madre, lo tiene ya  por condenao.
-Oye, y del cura Pedro no contáis nada -curiosea Trini
-Que lo cuente él, que tiene de sobra -provoca Luis Enrique.
-Yo era, -relata Pedro -pues...como todos ellos, un niño y luego un adolescente, con los problemas propios que acarrea un desarrollo sexual e intelectual vivido en solitario, lejos de tu familia, sin poder compartirlo, y, encima, coartado por los curas. Fue una etapa muy difícil para todos nosotros.
-Al grano, mójate -insistía Luis Enrique.
-Mirad, -prosigue el cura -la mayoría de vosotros sois padres y tenéis hijos de 15 años. Sabéis por experiencia lo difícil que es la adolescencia, para vosotros, pero también para ellos. Y sin faltarles de nada, hasta apoyo psicológico si fuera necesario. Pues eso, imaginad lo que pasamos nosotros casi desamparados.
-Pero ¿te la cascabas o no? - seguía el pesado de Luis Enrique.
Luis Enrique y Pedro son íntimos amigos, de éstos de no poder pasar el uno sin el otro, pero son tan contrarios...A Pedro, a veces, le pierde una mal disimulada soberbia que manifiesta con desplantes al más pintado. Pero Luis Enrique se comporta en ocasiones como una auténtica mosca cojonera, provocándolo continuamente. Y cuanto más sabe que le molesta, más lo provoca. Y Pedro, nadie es perfecto, explota.
-Luis Enrique, yo como todos, ¡coño ya!
Ahí ya no hubo más remedio que el Fili interviniera para poner paz.
-Haya paz muchachos.
-Pero ¿no veis al pesao éste?
-Y tú con lo grande que eres  y lo conocido que lo tienes ¿por qué caes en sus provocaciones?
-¡Me saca de quicio...!
-Venga ya –prosigue el Fili. -Os voy a contar una de las cosas que para mí resultaron curiosas aquí en el seminario. Fue cuando los curas organizaron una visita a Córdoba para todos nosotros ¿os acordáis? Teníamos que pasar unos días de convivencia en las casas de seminaristas de Córdoba. A mí me tocó la de Ricardo Goñi. Os podéis imaginar: yo un cateto de pueblo que todavía no sabía ni comer con el tenedor, limpiándome los mocos en las mangas, y de un día para otro viviendo en un piso de lujo, rodeado de agasajos y detalles...Lo recuerdo como agradable, pero muy extraño. Es que Ricardo y yo éramos la noche y el día. Con lo fino que era el Goñi.
Paco Gálvez posee el don de la animación permanente, al menos con sus amigos. Mari Sierra, de qué pueblo será la joía, dirá ahora, y no le faltará razón, que de puertas adentro tendríais que verlo. Eso le pasa a mucha gente, uno no puede estar continuamente de chistes, y además que los antiguos seminaristas son muy meticulosos y exigentes con todo, y pueden llegar a resultar cansinos y exasperantes para sus cercanos, es verdad. Con todo, lo del Gálvez es una gracia con la que ha sido tocado desde arriba para hacer disfrutar a los demás. Como el ambiente está un pelín tenso todavía, va y se pone:
-Escuchadme muchachos.
Cuando habla Paco, la gente se arremolina, nadie quiere perdérselo.
-De verdad que nunca he llegado a entender el miedo que nos metían los curas por el tema de la masturbación.
El tono serio del inicio del oráculo desconcierta a algunos. Otros ya saben por dónde va a salir.
-Chhsss, Chsss, los del rincón, ¡que se callen! -protesta Gregorio, un poco teniente.
-Si hubierais leído con atención  el nuevo testamento -continúa Paco  -veríais que hay un versículo (y cita el tío: Hechos de los Apóstoles, 32, 8-13) que exculpa por completo a la masturbación, contemplándola como algo no solamente normal, sino recomendada por Cristo.
La gente ya prepara sus músculos faciales para la carcajada, porque barrunta que de ahí no puede salir más que una burrada.
-Me lo sé de memoria de tanto leerlo: in illo tempore dixit Iesus discipulis suis: Si potere follare, follare; si non potere, entonces, cascábitus sum.
Esta vez los chillidos y alaridos histéricos de las mujeres pudieron con la potente carcajada de Agustín, haciendo temblar de contento los cimientos endebles del seminario ruinoso, y alcanzando a llegar en sucesivas oleadas al bar de Angelita, a san Calixto y al Cabril.
-Vaya orgía que se están pegando los curas -dicen los paisanos.
-Déjalos que se desquiten, que bastante habrán sufrido los pobres. 
Menos mal que hay gente buena en todas partes.
A las mujeres les duele la cara de tanto reír, algunas ni siquiera pueden levantarse solas del suelo con la risa floja y sus sobrantes traseros. Con ayuda masculina consiguen enderezarse. La resaca de tanta bebida, comida, charla y risotada pide agua, y apenas quedan unos culillos en algunas de las botellas de plástico. Se va haciendo tarde. Desde la puerta del seminario, el sol parece empeñarse en coronar el cerro de poniente.
- Hay que salir ya, -urge Cantarero -hemos quedado a las 7,30 en el campo de fútbol.
Cansados y con crujidos delatores en todas sus articulaciones, mochilas vacías atadas a la cintura y la mitad del hato fuera, enfilan carretera arriba en formación anárquica hasta el apeadero del pozo. Las ganas de charlar se han trocado por la necesidad de llegar a casa, desabrocharse y tirarse en el sofá.
-El último que cierre –previene con mucha guasa el Prior.
-¿Y qué hago con la llave? –le sigue José Luis.
-Tírala al río, a ver si llegas, como si fuera la morcilla holandesa – le dice el Jaime.
En un vano intento de hacer comestible una morcilla inmunda, don Eduardo les explicaba tiempo ha con toda la seriedad que podía que aquella exquisitez era de lo más nutritiva, importada nada menos que de Holanda, vaya, como una delicatessen actual. Ni caso. Muchas tardes, después del almuerzo, una retahíla de seminaristas se apostaba con cierto disimulo detrás del muro quitamiedos de la carretera. Llevaban en sus bolsillos trozos alargados de morcilla envueltos en servilletas de papel. Y, con maestría de pastores, tiraban aquellos polvorones monte abajo, a ver si alcanzaban el río. Ni las cabras los aprovecharían. El espectáculo de las morcillas voladoras era digno de verse. En  ocasiones, Bartolo, que era como un niño grande,  les cogía  trozos a unos y a otros, y los lanzaba con una honda, trasponiendo la chacina hasta la otra orilla del Bembézar.
En el corrillo de mujeres que se junta en un descanso después del primer repecho, va y dice la Toñi con cierto tono de lamento:
-Y pensar que todavía me quedan dos obligaciones.
-¿De qué hablas, qué obligaciones? - le pregunta, inocente, la Pili.
-¿Qué va a ser?, la primera preparar la cena, y la segunda contentar al berraco éste -señalando a su marido.
De nuevo, los todo terreno los devuelven al cortijo de Doblas, cuya explanada a la entrada ha servido de aparcamiento para los coches. Allí les ofrecerán unas copitas de vino de Moriles. Por si acaso, Jaime no beberá. Ni probarlo. Agua, sí, como todos, ni que vinieran del desierto.
Desde la hacienda admiran cómo por occidente se va apagando el tenue fuego de un crepúsculo rosa y lila. Es la hora. Una profusión confusa de besos apresurados y abrazos palmeados tiene que ser suficiente para una rápida despedida.
-¡Hasta pronto! ¡Adiós! ¡Cuidado con la carretera! ¡Llamad cuando lleguéis, o por lo menos escribid!..
Cosas de ésas que se dicen en las despedidas. Enseguida, una ristra de coches que parecen beodos por culpa de un carril surcado con las profundas huellas de mil tractores va dando camballadas en busca de la carretera buena.
Al cabo de muy poco, un grandioso telón negro con dibujitos de estrellas y una luna menguante cubre la dehesa infinita. La callada  negrura de la noche sólo se altera por el gorjeo intermitente de los grillos. Entonces, en todo lo hondo de la sierra, en el colegio derruido los espíritus de los niños seminaristas salen al patio, abren sus sillas, y se sientan a ver el cine. Hoy ponen: la ciudad no es para mí.

Vaya que sí, para eso es sábado.

EPILOGO

Amigo lector: el relato que acabas de leer es pura ficción, invento del autor. Los personajes son ideales, los hechos imaginarios –no fue así la puñalada de Nieto Vallín, ni siempre ganaba la Sierra-, el tiempo virtual, y el espacio tan remoto y cambiado como si no fuera real. Quizás exagere. Podemos admitir que algo hubo.
La sierra de Hornachuelos es real, está allí, podéis verla, abrupta, preciosa, desconocida, inhóspita en algunos de sus parajes. Difíciles de encontrar, pero allí están el ruinoso seminario, las fuentes secas y el Salto, sin el fraile y sin don Álvaro. Y están también el río, el gran Bembézar, y el formidable peñasco de por encima del seminario, siempre amenazador, que nunca supo si precipitarse y adelantar la ruina futura. Y corren todavía por allí las aguas limpias, idílicas y saltarinas del arroyo Guazulema.
Las personas parecen de carne y hueso, ¿verdad? Ni siquiera le cuesta a uno trabajo identificarlas. Tienen sus nombres, pero podrían tener otros. Están sacadas de la vida, casi, casi reales. Pero no te engañes, no son prototipos o estándares de nuestro mundo actual. No vas a encontrar fácilmente a un tipo como éstos en la cola del cine, ni en el mostrador de un bar, ni como compañero de trabajo. Y si lo encuentras, enhorabuena. Si no son ficticios ni reales del todo, ni estampas de la sociedad actual ¿qué son? No estoy seguro. Mi opinión es que se trata de una gente de casta especial, rara, inusual, esclavos de una educación jesuítica, casi monacal, en tiempos de cambio a una modernidad arcaica, mucho más antigua que la primera de Chaves. Sus mujeres y sus hijos –otro día hablaremos de sus santas- les han ayudado a insertarse en un mundo donde ya se han acostumbrado a ejercer de “puretas”. ¿Y los curas? Hijos de su tiempo y de su formación. Realizaron una labor fantástica en la dirección personal, espiritual y académica de los seminaristas, con errores, claro, pero también, con muchos aciertos. Los momentos de ira de don Antonio se esfumaron después de aquella famosa bofetada. Luego siguió siendo un vigía contumaz de la disciplina, pero jugando limpio. Los líos imaginarios de don Pedro Antonio e Isabelita no eran sino ideas calenturientas propias de unos cerebros púberes impregnados en exceso de viriles hormonas.
He querido que todas estas personas representen aquí y ahora a aquellas hornadas de niños que, hace ya mucho, dejaron sus hogares, el calor familiar y a su amiguita de la escuela, y se enfrentaron, con dos pequeños y todavía lampiños cojoncillos,  a la soledad, al frío serrano, a la morcilla holandesa y al queso de cerdo con pelos, al Latín y al Griego... y a los curas. Y todo ello para labrarse un futuro mejor y, de paso, contentar a sus abuelas.
A todos ellos que se saben reales, a los que nombro y aparecen en esta historia, y a los que, anónimos, no he podido mentar por limitación de espacio y de memoria, a todos ellos, digo, dedico este relato fantástico como homenaje sincero y emocionado a su valentía. Y a sus santas.


Jose Mª Rivera Cívico