lunes, 29 de febrero de 2016

PEROL EN CASA DE CLARA Y MANUEL

CRÓNICA DE LA REUNIÓN DEL GRUPO DE CÓRDOBA CELEBRADA, EN LA CASA DE CLARA Y MANOLO,  EL DÍA 25 DE FEBRERO DE 2016

“Antes muertos, que haciendo siempre lo mismo”.
Como niños pequeños, no permanecemos por mucho tiempo con el mismo juguete. Por eso, la reunión del “jueves fin de mes” la trasladamos de lugar y de hora.  No cambiamos también el día de la semana para que nuestra cansada neurona, no sufriera en demasía con tanta modificación.
¡Magnifica decisión! ¡Clara y Manolo Ruiz Nieto nos acogieron en su casa, con los brazos abiertos! Preciosa y acogedora casa, donde nos encontramos muy a gusto. Los anfitriones me comentaron que se sentían muy contentos con nuestra presencia y por haber podido ofrecer aquella casa. La realidad es que éramos nosotros quienes estábamos tremendamente complacidos por estar allí.
Como siempre, Andrés Luna, esta vez acompañado de nuestro excelente chef Paco Nieto, fueron de los primeros. Y luego, todos los demás, incluso Elena y Rafael Raya, que nos honraron, con su presencia a pesar de vivir más lejos que todos nosotros. Es de tener en cuenta. Éramos multitud. (al final figuran los nombres). Por supuesto también es de resaltar la presencia de Alfonso, Paqui, Jesús y Mateo. ¡Vale… envidiosos… y la de todos¡
¡Que alegría, especial, encontrar allí a Pedro Antonio! (siempre será Pedro Antonio para nosotros, aunque su partida de nacimiento diga otra cosa: mas nombres que un rey)  Para muchos, casi toda una vida sin verlo. Sigue tan joven y risueño como siempre. (como ya no estamos en el Seminario, no se puede llamar, a esto, peloteo).
Con las herramientas de cocinar, Paco Nieto, Andrés, Paco Sánchez,  Pedro Antonio, más los que iban y venían, se acomodaron en el “cuarto de las herramientas de la casa”.  Lugar apropiado para cocinar,  para tomar la cervecita y entablar una buena conversación. En definitiva, el aposento se convirtió en una especie de “confesionario” donde uno tras otro fuimos pasando a contar nuestras cosillas.
En el salón, amplio y calentito salón, se concen-traron el resto de la gran variedad de vociferantes emociones.
Cerveza, vino y buenas tapitas,  animaban la efer-vescente tertulia.
Así seguimos, en ese entrañable intercambio de vivencias y recuerdos, hasta que desaparecieron todas las viandas, colocadas sobre la mesa, con una esmerada esquisitez. Mientras, en el cuartillo…  el chuf, chuf burbujeante del arroz y las “pequeñas confesiones” seguían su curso…
– ¡Esto está listo, todo el mundo a la mesa –proclamó a los cuatro vientos nuestro chef.
Antes de salir de ese cálido cuartito, nuestro Andrés, en plan Séneca, sentenció:

–“Si en cada pueblo o región, hubiera reuniones como las nuestras, no habría guerras… y sobrarían hasta los políticos
(Gracias por completármelo Paco Sánchez, no recordaba el final)

¡Ahí queda eso! Gran pensamiento que ha de quedar guardado para la posteridad y del que hemos de sentirnos orgullosos. Ojalá se cunda nuestra forma de entender la vida.
Enseguida, como pudimos, nos acoplamos en la larga mesa. Allí dimos cuenta del excelente arroz con costillas y demás delicias, que nos preparó Paco Nieto. También nos hicimos cargo, de una magnífica ensalada, pre-parada por Carmina y Clara, con naranjas, atún y aguacate (este último ingrediente, también, me lo acaba de chivar Paco Sánchez) Por cierto, las naranjas eran de la finca que Paqui tiene en Palma del Río y las cuales, muy gustosamente, Alfonso Belmonte, su consorte,  se las … apropió… ¿se puede decir… mangó?  Como no podía faltar, antes de comenzar a comer, brindamos por todos los ausentes-presentes.
Amena y agradable conversación tuvimos durante la comida. Importante y esclarecedora fue la explicación que Pedro Antonio nos hizo, sobre los últimos días del Seminario y los hechos que motivaron su abandono. ¡Al triste y penoso abandono!
Terminados los postres, empezamos con las canciones. Por cierto, entre Paco Moreno, Rafael Raya y Manolo Vida, nos llevaron por todas las que aprendimos en nuestra niñez. Sin lugar a equi-vocarme quedó, en el tintero, canción alguna. Bueno… hubo un intento de cantar la de nuestro querido compositor o arreglista “Moli”, pero nos faltó la letra. La dejamos para Baena, allí sonará mejor, cuando tengamos la letra delante.
Todo esto viene a demostrar la entrañable reunión vivida, donde nunca faltó la alegría.
Poco a poco, ya bien entrada la tarde, empezó a resonar el “hasta otro día”.
Los de siempre, saborearon de los últimos instantes y con tristeza pero con ilusión se dio por finalizada esa reunión del jueves. Para demostrar la afirmación establecida al principio de esta redacción… quedó en el aire “el cambio de lugar para la próxima reunión”. ¡Es que no tenemos arreglo!
Nuestro agradecimiento a Clara y Manolo por la amabilidad al cedernos su casa para ese encuentro. Seguro que repetiremos. ¡Un sitio excelente!

Andrés Osado









Asistentes:
Manuel Ruiz Nieto, Clara Molina, Andrés Luna Prieto, Paco Nieto Molina, Pepe López Pedrosa, Ildefonso Belmonte, Antonio Martínez Rangel, Rafael Raya de la Mora, Elena Siberko, Paco Solano Raya, Paco Sánchez, Paco Moreno Osuna, Carlos Samaniego, Antonio Ruiz Martón, Antonio Hidalgo, Manolo Vida, Pedro Antonio Llamas Trujillo, Carmina Moreno, Manolo Muñoz Medrán, Paqui López, Jesús Yamuza, Paco Contreras, Mateo Calero Ruano y Andrés Osado.

sábado, 27 de febrero de 2016

APUNTARSE AL CORO (Capítulo II)

Don Manuel Cuenca, profesor de música y de educación física, está realizando un “casting” entre los nuevos, los recién llegados, para completar el coro y la rondalla que ya se iniciara en el curso anterior.  Tiene medio armada la rondalla, unos quince chaveas que, casi de un día para otro, puntean las bandurrias como si no hubieran hecho otra cosa en sus vidas. Admirable. Entre ellos, Paco Carrillo, José Castro o Paco Contreras, unos prendas de cuidado. José María –aún no le ha llegado la hora del Filiberto- se ha apuntado. No al de la rondalla, sus manazas lo hacen incompatible con sostener algo tan delicado. Imposible del todo. Se ha apuntado al coro. Eso es otra cosa. Se gusta a sí mismo cantando, cree que lo hace bien y está animado. No va a tener problema alguno, piensa para sus adentros. Como a casi todos los niños que va conociendo, le resulta admirable la voz de ángel que adorna al solista, un tal Rafael Vilas, del curso anterior. De monaguillo, en la iglesia del pueblo cantaba divinamente el Tantum ergo y el Pange lingua. Hay que apuntarse a las cosas, alistarse en algo, si no, te aburres y nadie te conoce. En un sitio tan perdido donde conviven doscientas criaturitas tienes que hacerte notar, destacar en alguna cosa. Y más él, un niño acobardado y acomplejado por sentirse más cateto de pueblo que ninguno otro y por sus piernas enclenques, de alambre.  Su paisano Manuel Gámez Rivera, por ejemplo, ya es un as en el ping-pong. Y lo nombran y todo en los corrillos del recreo.

Hay cola.  Desde la capilla hasta el patio principal, casi hasta la sala de juegos. Por lo menos veinte chaveas, calcula. Hace frío y puede llover, los críos se pegan unos a otros con lo que la cola se acorta. Todos ellos igualados por el babi color canela si no fuera por el larguirucho de Pablo Márquez que les saca dos cuartas. Según avanza la cola, va escuchando la prueba en otros niños, parece fácil. Don Manuel, sentado al piano de la iglesia, da unas primeras notas del Salve Regina o del Tantum Ergo, y el aspirante las repite cantando. Y, sobre la marcha, lo aprueba o lo catea. A Tomás Madueño (el Pollo), al Bermúdez y al Luna, por ejemplo, ya se los ha cepillado sobre la marcha, quién ha visto presentarse a esto teniendo un oído enfrente del otro… Otros niños, Antonio Roldán, el Prieto (de Pedro Abad), Jaime o Mejías Valenzuela han pasado sin problemas. José Pablo va tres o cuatro por delante de él en la fila. No lo pierde de vista, no es que tenga muy buena voz, lo ha oído ya varias veces en las misas cantadas de los domingos. Y le sale algún que otro gallo. Pero le parece un niño bueno. Hasta ahora ha sido de los pocos que ha mostrado cercanía con él. Tendrán que pasar muchos años, muchos, y aún así no olvidará el calor humano de la primera noche. No hace tanto, tres semanas quizás. Se siente reconfortado cuando ve que su amigo se vuelve hacia él y aprieta el puño como dándole ánimo. Ya le va a tocar el turno a José Pablo. Lo hace regular. Ha carraspeado a lo primero, un poquito, los nervios. Y luego se ha liado con las notas. De vuelta, pasa a su vera.

-¿Cómo se ha escuchao?
-Bien -le contesta José María por cortesía, más que otra cosa.
-Pos yo creo que me ha suspendido -responde el otro-. Ánimo, te espero en el patio.

Pudo haber un algo de crueldad espartana en las primeras noches de estos muchachos en el seminario. Todavía colea en muchos de ellos la amarga sensación de abandono. La murria le llaman. No es para menos. Como la mayoría, niños de once años, José María no ha salido de su casa hasta ahora. De muy niño, recuerda un viaje a la casa de su chacha Josefa en Córdoba capital y luego, ya con seis añitos, claro, dos días de estancia en una posada de Cabra, cuando se operó de anginas. Y ahora, de pronto, de un momento a otro, la soledad más absoluta. Rodeado de críos por todas partes, sí, pero solo. Todos solos. Desde la gran explanada de la entrada van desapareciendo, la primera tarde, todos los coches y furgonetas, uno tras otro, detrás de la primera curva de la carretera, a escasos veinte metros. Mientras tus padres hablan y se despiden de don Gaspar estás ahí, asido con fuerza a la mano de tu padre, todavía no se van a ir –piensas-, es muy de día… Pero cuando pierdes de vista al último coche… Es una sensación rara, nunca antes experimentada, de frío interior, de desamparo, de miedo, de… ¿y ahora, qué?. Estás en medio de la nada. Todo lo que te rodea es monte, riscos y precipicios. Y los árboles, en vez de olivos acostumbrados, son algarrobos, acebuches y chaparros. Amargura desoladora. Muchos buscan amparo en sus propios paisanos -los de Priego son legión-, se forman corrillos en el patio, otros se pegan a don Gaspar, a don Eduardo o a don Moisés, curas estos dos últimos que, entraditos en carnes, parecen hacer mejor el papel de padres. Otros, sollozan en solitario. ¡Quién va a tener ganas de cenar esta noche? Nadie. Sin embargo, a José María la inseguridad le abre el estómago. Se trincó su plato de sopa amarilla y una tortilla francesa inflada artificialmente con maicena, le faltó pan y se lo distrajo a otro niño de al lado.

-Me da igual –le dice el otro-, no tengo hambre.
-¿Tú de dónde eres? –se decide José María.
-De Cabra –responde el niño.
-¡Anda, de Cabra! Ahí van los niños de mi pueblo a examinarse de Ingreso al instituto.
-Ya, claro, de muchos pueblos vienen. ¿Cuál es tu pueblo?
-Palennssiana.
-¿Y eso por dónde cae? No lo había escuchao nunca.
-¿Tú has ido a Málaga alguna vez?
-Sí, un par de veces, con mis padres. A Benalmádena.
-Pos cuando pasas por el Tejar…  ¿tú sabes dónde está el Tejar?
-Me parece que sí, un sitio que tiene un bar en la misma carretera que se come mu bien.
-Eso es, el bar de Reina. Pues de ahí mismo sale una carreterilla que lleva a mi pueblo.
-Tan cerca y no lo conocía, oyes.
-Ya, pero es que es mu chico mi pueblo.
-Yo me llamo Jaime –zanja ya el tema y muy educadamente le alarga la mano. José María entonces, notándose la suya pringosa de haber rebañado con los dedos el plato de la tortilla, se la seca rápido con su servilleta y le devuelve, cortés, el saludo.
-¡Ah, cucha, es verdad, y yo José María.

Él aún no lo sabe tiene la virtud de caerle bien a la gente, al primer contacto. Hay algo en sus gestos burdos, en su rusticidad, en su mirada franca, en su inocencia, que parece imantar la voluntad de los demás.

El compañero de mesa que está sentado enfrente, un niño serio y de facciones nobles, ha seguido la charla en silencio. Al fin, se arranca

-Yo me llamo José Pablo, y soy de Fuente Tójar, mu cerquita de Priego. Me parece que estamos juntos también en el dormitorio.

Y José María se extraña de la cantidad de pueblecitos y aldeas que hay por toda Córdoba de los que nunca había oído nombrar. ¡Fuente Tójar!

Luego, en el dormitorio de san Tarsicio, sus camas, en efecto, resultan ser vecinas. No es casualidad. O sí. Quizás los curas hayan distribuido a los chaveas en razón de la primera letra de sus primeros apellidos. Jaime es Pérez , José Pablo también es Pérez y José María es Rivera. Los de la P y los de la R caen juntos en el refectorio, en las clases, en el estudio y en los dormitorios. Su madre le ha dejado el armario y el baúl lo mejor ordenado que ha podido a sabiendas de su desdén por todo lo que significa decoro y limpieza, para que lo tenga todo a mano. Pero él ahora, al tener que acostarse, se siente raro debiéndose desnudar delante de tantos niños en ese dormitorio de camas corridas. Aunque parezca que cada uno va a lo suyo y que nadie se fija en nadie, él se siente observado. Jaime por abajo y José Pablo por arriba, sus vecinos que lo flanquean, tienen unos muslos la mar de robustos. A él le da vergüenza enseñar sus canillas de nada.

-Puedes abrir la puerta del armario si así te sientes más cómodo para desnudarte. Te tapa casi entero –le adelanta Jaime-. Si yo abro también la mía y el compañero de tu lado, la suya, nadie te verá.
Y así fue como José María se enfundó de pijama la primera vez en su vida.

-¿No te duermes? A lo mejor te da miedo la oscuridad… –le cuchichea José Pablo notándolo suspiroso.

Hace ya un buen rato que don Antonio Jiménez Carrillo, el prefecto, se ha paseado por el dormitorio, parece haber ido contando, uno a uno, cada mochuelo en su olivo, a los chaveas, les ha advertido con voz firme la necesidad de guardar silencio, les ha dado las buenas noches y ha dejado la habitación completamente a oscuras.

-No, ¡qué va! –miente sin convicción-, es que… me acuerdo mucho de mi casa.

Por probar a quedarse dormido ha ido repasando mentalmente las letanías nocturnas acostumbradas de su abuela Josefa, iba ya por la R cuando Jaime lo ha interrumpido, regina angelorum, refugium pecatorum, salus infirmorum… Pero la Virgen, esta primera noche, no se apiada de su miedo.

-Si queréis –se rodea Jaime en la cama hacia ellos- nos contamos cosas de nuestras familias. Hasta que nos durmamos.
-Vale.

De esta manera, José María se enteró de que Jaime tenía un porte de hermanos, más que él aún, siete, y que el más chico había nacido enfermo. Y pensó en qué suerte tenía él porque de los suyos, todos estaban buenos, hasta el Frasquito, el último, un renacuajo de sólo cinco meses. Y supo ya también dónde estaba Fuente Tójar, un pueblecito que debía ser muy parecido a Palenciana, por lo que contaba José Pablo.

Distraído con ese recuerdo agradecido de su primera noche en san Tarsicio, se le echa su turno de ensayo encima sin apenas darse cuenta. Cuando quiere acordar tiene ya a don Manuel tecleándole las notas.
Don Manuel es un cura muy apreciado por la chavalería. Parece un muchacho grande y alto, de cara chupada y ojos muy expresivos, algo saltones, que suele ocultar con sus gafas de sol casi perennes. Está muy delgado, tanto que pareciera que le guste la comida del seminario menos aún que a los alumnos, que ya es decir. Juega con ellos al fútbol en el patio de cemento arremangándose la sotana hasta por encima de las rodillas, cosa que les hace mucha gracia. Hace poco, en uno de los recreos, se trastabilló y se dio un cachiporrazo, qué cosa más extraña, un cura por los suelos. Pero no se hizo nada.

-Venga José María, tú eres José María ¡no?
-Sí.
-Pues venga.

Sin que él se diera cuenta, hace ya un rato que don Manuel ha cambiado las notas musicales. Ya no es  el Tantum Ergo, ahora le tatarea "Estrella de los mares".  Lo suficiente para que José María titubee, tosa un par de veces antes de arrancar, le salga un gallo en la primera nota alta… luego consigue entonarse pero con una voz quebrada por su propia inseguridad. Sabe ya que no pasa, seguro que no.

-Me ha dicho don Eduardo que lo tuyo es el Latín –intenta consolarlo el cura-. No te preocupes. Lo haces bien, pero en tu tono de voz ya me sobra gente.
Total, que lo cateó también.
 “Me apuntaré al fútbol”, se anima enseguida.  

Fuera ha empezado a llover. José Pablo se ha quedado en la salida al patio a esperarlo.

-¿Qué tal?
-Psss… Mal. Hasta me ha salido un gallo. Me ha cateao, ya está.
-No pasa ná, cantamos desde abajo, en la capilla. A nuestro aire. -Y luego, echándole el brazo por los hombros, en plan compadre, le espeta:
-No te preocupes, nos apuntamos al fútbol. Te he visto ya jugar, eres mu rápido y regateas mu bien. Pero me parece que eres un poco cagueta…
-Los dos somos de la Campiña ¿no?
-Ya lo creo. Y el Jaime también. Y Guisado, y Ruiz Roldán, y Montes Cubero, y Ramírez, y el Paco Gálvez...
-¿Y Estepa Romero, ese defensa grandote?
-Ese también. Creo que es de La Rambla... O de Montalbán, no estoy seguro. De por ahí. Vamos a formar un equipaso, verás.
-Estupendo.


El patio está desconocidamente vacío. Se ha acabado la cola para la música. De cuando en cuando, algún valiente, cubriéndose con los brazos la cabeza, lo cruza desde los soportales para alcanzar los wáteres en la pared de enfrente. Escasos seis o siete metros y llega pingando. Llueve a mares en la sierra y los chaveas se entretienen apelotonados en los soportales apostando quién será el siguiente en empaparse, empujándose unos a otros, haciendo el ganso, como es su obligación. Empieza a rugir el monte de por arriba, la enorme piedra siempre amenazante, y en el suelo hierven saltarinas y juguetonas las burbujas de los chuzos de agua. Es noviembre, el mes de las primeras lluvias.

José Mª Rivera Cívico
27 de febrero de 2016

jueves, 25 de febrero de 2016

SIERRA CONTRA CAMPIÑA (Capítulo Iº)

"La historia personal no es lo que pasó sino cómo uno lo recuerda."

"La amistad oportunista carece de cimientos, es como un castillo de arena preciosista de las playas de Benalmádena: falsa y efímera. Durará lo que tarden las primeras lluvias de noviembre. La amistad desinteresada y bien forjada durante años es como nuestra Mezquita de Córdoba: verdadera y eterna."
Fili 2016




En la actualidad, todos ellos han pasado de los sesenta –nacidos entre 1951-1954-. Algunos de ellos son amigos de a diario. Muchos se reúnen una vez al año, por primavera, para comer, recordar y reírse una jornada juntos. Con sus santas respectivas. De mi hornada, la de 1964, sólo uno salió cura.

A lo largo de los años sesenta del siglo pasado sucesivas camadas de niños cordobeses, la mayoría de origen humilde, ingresaron en el seminario de Hornachuelos para proveerse de un futuro mejor, quitarse del campo y, quién sabe, para hacerse curas y así, de paso, poner contentas a sus abuelas. Sin que ellos –ni siquiera sus padres- lo llegaran a sospechar esa decisión tan arriesgada como audaz será determinante en sus vidas.

La de Filiberto, por ejemplo.



Filiberto ha sido el mote o sobrenombre más próspero del seminario de Hornachuelos, creo yo,  el que más ha perdurado, cincuenta años después aún hay mucha gente que le sigue llamando Fili a José María.

Hubo un tiempo en los Ángeles en que muchos de aquellos chaveas, incluso algunos curas, creyeron que ése era su verdadero nombre de pila.

Nadie le llama ya “Cuartillas” a Rafalín, ni “Chivo” a José Luis Roldán, ni “Añoro” al Añoro, ni  Bronco Ley a Antonio Estepa, ni “Cuatro mitras” a José Pablo, ni "Pollo" a Tomás Madueño (por ser de la Granjuela). Lo de “Cuartillas” venía a cuento porque su propietario, Rafalín, era el encargado de la procura, el que vendía el material escolar, las cuartillas. José Luis, además de tener una cara afilada, era de Cabra, hijo de Cabra… chivo por tanto. Agustín seguirá siendo “El Añoro” toda su vida porque es natural de Añora. Antonio Estepa era leal y fortachón como aquel personaje del Oeste de la tele de entonces. Y José Pablo despachaba cualquier diferencia con un compañero amenazándole con darle cuatro mitras, a ver si hay razones más poderosas. Pero la reencarnación de José María en Filiberto no se sabe a ciencia cierta de dónde proceda. Cuando se le pregunta a él le echa el marrón a Jaime que un día, en el comedor, lo sorprendió intentando pinchar con el tenedor migajas de pan que se le habían precipitado en el vaso del agua. Y le dijo: “Anda, mira éste, pescando pan, como Filiberto Gamboa, un cateto de mi pueblo”.

Y aquello prendió como la teja. Ya sabemos cómo se las gastan los chaveas, la inocente crueldad con que mortifican a los que creen más débiles, atisban un filón de inferioridad y lo explotan, a lo mejor sin ningún beneficio propio, sólo por zaherir, por hurgar y hurgar en la misma herida. Sin embargo, aquel mote funcionó en sentido contrario al esperado. Filiberto cayó en gracia, no me preguntéis por qué, cobró una popularidad fuera de lugar hasta el punto que él mismo se consideró poseedor de una doble personalidad. José María, hasta entonces, era un niño más de los ciento y pico que entraron en los Ángeles en octubre del 64. Y si me apuráis, un niño tímido, quizás oscuro, huidizo, y cobarde. Y desde luego, un niño desastrado, sin modales. Ni siquiera su nobleza ni sus notas pudieron asistirle lo suficiente para aprobar el ingreso en el seminario en el curso anterior, el del 63. Los informes que le llegaron a don Juan, el párroco del pueblo, dejaban a las claras sus excelentes aptitudes académicas pero también sus nefastas formas de sociabilidad. Y lo dejaron para un año más tarde, a ver si se pulía un poco.

La conversión definitiva a Filiberto pudo coincidir más o menos con la publicación de las primeras notas del primer trimestre del 64. Sacó un diez en Latín, varios otros dieces y lo demás, sobresalientes. Y de la noche a la mañana, Filiberto se convirtió en el empollón del curso, una especie de icono de aquellos tiempos entre cientos de niños. ¡Un diez…! ¡Y en Latín, nene! Don Eduardo Mármol, cura bueno y cariñoso, se encargó de airearlo en los despachos de los superiores (supongo), así como de recortar el mote, Fili en lugar de Filiberto. José María notaba la admiración que desprendía hacia los demás niños, quién lo diría, hasta en los de su mismo pueblo, sus paisanos, se le acercaban en el recreo a preguntarle dudas sobre declinaciones y verbos. No llegaba –o tal vez sí- a la altura del “Añoro”, un curso superior, cabeza la más dura, vasta y fina que pasara por los Ángeles. No era, desde luego, la suya la fama intimidatoria de Nieto Vallín y de Guisado Rosas, niños traviesos y montaraces, líderes naturales de su propia pandilla, “Los Pigmeos”, que, al decir de sus aduladores, ensartaban víboras como espetos con sus lanzas de acebuche, construían sus propias cabañas entre los riscos y disputaban su jerarquía mostrando sus navajas. Incluso para los curas fue un descubrimiento lo de Filiberto. José María tenía poco futuro en el seminario, pensarían a lo primero, viendo sus pobres formas, su melancolía y pusilanimidad. ¡Hay que ver cómo ha cambiado este crío!, parece que estoy escuchando a don Gaspar, el Rector, en la reunión de profesores previa a la Navidad.



En su pueblo, en la Campiña cordobesa, tampoco pasó la cosa desapercibida. Las cartas que José María enviaba, con preciosista estilografía de la época, denotaban un cambio en su ánimo. Su padre lo notó antes incluso de que recibiera el notición por parte del cura de lo del diez en latines. “Nos hemos equivocado con tu niño, Juan, sus profesores del seminario están encantados con él”. Le faltó tiempo a ese hombre basto de campo pero de enorme corazón para celebrarlo a su manera: se fue a la taberna de su hermano e invitó esa noche a todo el mostrador. ¡Por mi José María! Cuentan las malas lenguas que uno de los parroquianos, Soria, amigo íntimo de su abuelo Manolo soltó por lo bajito: “¡Quién verá a ese pájaro en el altar mayor…! Tiene el ojo demasiado vivo”.  En los pueblos, los más viejos profetizaban no sólo el tiempo sino hasta los destinos de las gentes.

Este relato es un capítulo de una historia novelada que me estoy escribiendo a mí mismo.

Jose Mª Rivera Cívico
25 de febrero de 2016

miércoles, 24 de febrero de 2016

LA SOPA AMARILLA

CRÓNICAS DE LOS ANGELES
Por Antonio Gómez Ramírez


(A mi amigo Juan Antonio García García “El Perón”)


Tal como os prometí pondré a la luz recuerdos de los años pasados en Los Ángeles. Como soy un empedernido conservador de hechos alegres, jocosos y curiosos –los malos momentos suelo apartarlos, aunque no los olvido- hoy me permito escribir sobre unos acontecimientos ocurridos a los pocos días de estar en el corralito de la obra del Seminario. (A los de mi curso, os acordáis de las vallas?).

Sucedió a los tres o cuatro días, de llegar a los Ángeles:

Era la hora de la cena y como establecía el reglamento nos pusieron en fila y fuimos desfilando hacia el comedor. Recuerdo que me sentaba en una mesa larga –como todas- entrando a mano derecha y que a mi espalda había una pared. Tenía a mi derecha,  a Juan Antonio García García (q.e.p.d) y a mi izquierda me parece que estaba Antonio Medrán Ruiz (de Dos Torres).

Juan Antonio García García, natural de Almedinilla, (al que apodamos “El Perón”, por su manía de tocarse la barbilla, diciendo que tenía mucha pera –interprétese como suerte-) era el Clásico “rural” integral, nacido y criado en el cortijo de la huerta de sus padres. Era delgado, un poco cargado de hombros, con pelos tiesos medio rubios, cara alargada, nariz prominente y piernas un poco arqueadas. Pero también era el ser más sencillo, transparente y leal, que se podía encontrar. Le encantaba subirse a los árboles, recorrer el campo, coger espárragos y todo lo que le suponía revivir su ambiente. Los libros le gustaban menos. Los más “civilizados” tuvimos que enseñarle a usar el WC, ya que según nos dijo una vez, defecar en ese artilugio era como hacerlo desde un árbol –le encantaba- ya que se subía encima y en cuclillas sobre la taza, el hombre hacía sus necesidades. Hubo que explicarle que la taza era para sentarse y no para subirse, cosa que fue totalmente novedosa para él.

Pero sigamos con lo de la cena. Como estaba dispuesto,  unos pocos compañeros nombrados por la Autoridad, eran los encargados de servir a los demás. Desde el torno del montacargas iban subiendo las viandas que ellos en grandes bandejas de madera, se encargaban de repartir, con la orden de que todos debían comer y si no avisar a los curas.

Esa noche el primer plato era sopa amarilla, (la sopa amarilla era, caldo, algo de aceite, algo de vinagre y tortilla de huevo, machacada y disuelta, de ahí su color amarillo) que no tenía mal sabor. Juan Antonio, después de sorber el primer plato del caldo (se lo bebió en el mismo plato, cual dornillo campestre), parece que le gustó y pidió que le acercaran la sopera y comenzó a engullir cazo tras cazo, hasta que no le cabía más. Como es de suponer se le infló la barriga (y digo barriga, porque decir vientre en este caso no describe la situación) hasta tal punto, que el hombre se puso fatigoso y blanco.

Como los niños tenemos tan mala idea, al de al lado, no se le ocurrió otra cosa que darle un toque en aquella panza más que llena. Nunca lo hubiera hecho. Juan Antonio empezó a echar por su boca tal cantidad de líquido, que exagerando, era como la multiplicación del pan y los peces, se podían haber llenado dos soperas. Era peor que el niño del chiste de los garbanzos.

Evidentemente todos los que estábamos al lado pillamos nuestra parte de lluvia y la mesa era un río amarillo.

Alarmadas por el revuelo y el jolgorio, las autoridades se hicieron presentes y examinado el panorama, a los regados nos mandaron a lavarnos y cambiarnos de ropa, a mi querido Juan Antonio le dieron un paseo a la luz de la Luna y posteriormente un “leve” castigo de 15 minutos en cruz, delante del majestuoso despacho del Sr. Rector.

A partir de ese día Juan Antonio y los que estábamos próximos veíamos la sopa amarilla y nos confabulamos para engañar al repartidor y devolverla a la sopera.

Otro día os contaré otras historias, que aunque un poco noveladas, son totalmente auténticas, mientras tanto un Abrazo y suerte para todos.




lunes, 22 de febrero de 2016

LA CAMPANA DE LOS ÁNGELES

A PARTIR DE ENTONCES, EN SU LUGAR, SERIA UNA CAMPANA

(Ellos, nuestros padres, siempre estaban detrás)


La madrugada del 3 al 4 de noviembre de 1963 no pude apenas dormir. Era como esa noche de Reyes Magos, interminable, enigmática, donde la emoción hace volar la mente en un incansable ir y venir: león enjaulado en un constante movimiento acompasado.
Al final, el sueño pudo más que mis nervios.
La voz de mi madre, me sacaba de ese estado (mis compañeros, aquellos que la vida en el campo y el contacto con los animales,  les había enseñado muchas cosas, en relación con su comportamiento, me enseñaron que esos momentos son los llamados “sueños de la burra”. ¡Cuánto sabían sobre los entresijos de la vida animal!)
–¡Despierta, Andrés, es hora de levantarse!
Como un resorte, salte de la cama: esa voz ya no sonaría en mi oído para decirme que era la hora de levantarse. En su lugar, una repentina y estridente campana, ¡sí... si…! de esas grandes de campanario, se convertiría en la encargada de usurparme del lado de Morfeo (o de la burra…)
–Buenos días, mamá.
–Buenos días, hijo.
… Los dos, después de un beso de buenos días,  volvimos a nuestros quehaceres, sin apenas cruzar unas palabras. Los nervios, nos tenían atrapados. Mi padre, haciéndose “el longui”, trataba también de hacerse el fuerte, aunque su cara denotaba perfectamente su interior.  Un sentimiento de alegría, contrastado con el de pena, se había apoderado de mí.
               ­­–Andrés, ha llegado la hora de marchar, aún nos queda una caminata –dijo mi padre.­­
Rápidamente, terminé con los últimos preparativos. Había llegado el momento del ¡hasta luego!: una situación que, a partir de entonces, se convirtió en algo habitual y no por ello más deseada. La despedida de mi madre fue desgarradora: ella me tomó entre sus brazos y empezó a llorar amargamente, mis lágrimas también dejaron la marca en  su hombro.  Pasado algún tiempo, supe el motivo de una parte de esas lágrimas: tenía miedo a cómo me comportaría ante la comida, era un niño “milindres” y poco dado a comer; no obstante pronto se disipó ese malestar al enterarse de mi cambio repentino. (Recordar aquel hecho de las lentejas y cómo el compañero las tuvo para el desayuno, el almuerzo y la cena, fue suficiente acicate como para dejarme de tonterías)
–¡Vamos Tere, ya mismo estará otra vez aquí! –dijo mi padre con voz entrecortada.
  Mi padre y yo, nos pusimos en camino. Apenas si cruzamos dos palabras durante todo el trayecto. ¡Cuánto costó esa despedida!
–¡Mira, Andrés, ya están ahí todos tus compañeros y los autocares que os llevarán a Santa María de los Ángeles!
Efectivamente, nada más entrar en la calle Amador de los Ríos vimos una gran cantidad de personas que colapsaban toda la acera del Seminario. No recuerdo en número de autocares. Yo permanecí junto a mi padre hasta la hora del otro hasta luego. Enseguida me reencontré con Rafael Raya y Antonio Martínez (“los tres margaritos”, nombre dado por obra y gracia de Pedro Antonio, a modo jovial y sin ánimo de ofensa) Tras oír mi nombre, en boca de uno de los superiores, que estaba colocado junto a la puerta del autocar, me subí y tomé asiento, no sin antes despedirme de mi padre con otro largo abrazo. Una tensa espera, cruzada de miradas, tristes miradas, a través de la ventanilla. Pronto lo perdí de vista, pues rápidamente giró el autocar por “el Triunfo” en dirección de Hornachuelos.
Al llegar a Almodóvar, el autocar empezó a girar de un lado para otro, en las poquitas curvas de la carretera, suficientes como para que vomitara, por la ventanilla, todo lo que contenía mi estómago: poca cosa, pues apenas cené y desayuné. Yo se lo achaqué al nerviosismo, pero en sucesivos viajes comprobé que eso de las curvas no lo toleraba mi organismo. Afortunadamente, el trayecto, no fue muy largo, pero sí el suficiente para mi cuerpo, pués quedó resentido para el resto del día.
El autobús se adentró hasta donde pudo, por un paraje de encinas, alcornoques y jaras. Recuerdo que llovía cuando nos bajamos. Justo al lado, había colocado un camión. Si, un camión… de esos que se utilizaban en las obras. Nos subimos a él todos, no se el número exacto. Enseguida nos cubrieron con una lona,  para resguardarnos de la lluvia y nos pusimos en marcha. ¿Dónde nos llevaban? ¡No veíamos el camino!
Tras un rato, no muy lago, y en un profundo silencio, según nos habían ordenado, el camión se detuvo. Al descorrerse la lona, se nos presentó ante nuestros ojos un gran edificio, aún en construcción.
 ¡Habíamos llegado al Seminario Menor “Santa María de los Ángeles”!

Lo que allí viví, es motivo de otro relato.

Andrés Osado Grácia
Córdoba, 22 de febrero de 2016

viernes, 19 de febrero de 2016

LA LLEGADA. Un relato de Antonio Gómez Ramírez

CRÓNICAS DE LOS ÁNGELES

Cuando salí de mi pueblo, Priego de Córdoba, con 12 años, camino del Seminario, iba con la ilusión del niño ávido de lo nuevo y con la incertidumbre e inseguridad del que se sabe fuera del castillo protector de la familia. El viaje, primero a Córdoba y posteriormente a Hornachuelos,  fue todo un acontecimiento para mí, ya que por aquel entonces (1963) era el desplazamiento más largo jamás realizado en mis 12 añitos de vida.

Recuerdo perfectamente, con esta memoria fotográfica de la que mi cerebro está dotado, la gran impresión que recibí cuando el Autobús (Alsina Graells) enfiló el Puente Romano y vi el río Guadalquivir desde la altura de mi asiento y un poco más lejos, las siluetas de las construcciones antiguas
(Mezquita, Puerta del Puente, Palacio del Obispo y la de la que sería al final y a la postre, mi futura casa: el Seminario de San Pelagio). Las sensaciones que recibí son inenarrables. En primer lugar me impresionó la grandeza de los edificios, la anchura del río, el puente, la cantidad de gente que deambulaba por la calle, y claro, yo acostumbrado al corralito del pueblo, me sentía tan pequeño, que me aplasté contra el asiento hasta llegar a los muelles que había debajo del skay.

Pasado ese primer momento de sorpresa y de impresión, y llegados a la estación de autobuses (entonces ubicada en la Avd. del Gran Capitán, junto al extinto teatro/cine Duque de Rivas), recibí la segunda impresión del “cateto”: la Ciudad (edificios, bullicio, calles anchas, coches, bares, locales…) y un largo etc. de sensaciones, que a lo largo de la caminata, maleta y talega incluidas, desde la Avenida Gran Capitán a la Calle Amador de los Ríos, me fueron dando el empuje suficiente para empezar la nueva vida que me esperaba.

Una vez allí, en San Pelagio, me sentí como la hormiga que va al hormiguero, hormiga por el sentimiento de pequeñez, y hormiguero porque era tal el número de niños que íbamos llegando, que verdaderamente parecía un reguero de hormigas que el hormiguero (Seminario) se iba tragando.

Ya dentro, cubiertas las curiosidades del edificio, por la inspección curiosa realizada por aquellos pasillos anchos, largos, inacabables, con puertas a derecha e izquierda; aquellos patios amplios,  aporticados, con rasgos de usarse para el fútbol, con porterías pintadas en la pared; el comedor enorme; la sorpresa de encontrarme una Iglesia dentro de un edificio, en fin una serie de sensaciones tan nuevas que iban haciendo que mi miedo fuera pasando poco a poco, por mor de la curiosidad.

Una vez que las autoridades (léase curas) constataron que estábamos todos, nos pusieron en fila y se procedió a nuestra clasificación para embarcarnos en los autobuses renqueantes, contratados a la Empresa San Sebastián, para llevarnos camino de Hornachuelos, en busca de la que sería nuestra casa durante dos años: Santa María de los Ángeles.

El viaje en el autobús, iniciado en silencio, fue cambiando, al poco de arrancar, al bullicio propio de la edad de los viajeros.  Conforme íbamos avanzando por la carretera de Palma del Río, el paso por el Castillo de Almodóvar (la carretera antigua bordeaba el monte donde está enclavado), fue un acontecimiento memorable, ya que nadie esperaba ver un castillo de verdad y tan bien conservado. Aún recuerdo la cara de sorpresa de los que tenía cerca y que imagino la mía sería igual.  Así a medida que el autobús rodaba, se nos presentaban los fértiles y llanos terrenos de la vega del Guadalquivir, con sus plantaciones de naranjos y las huertas preparadas para las hortalizas, todo de un verde exuberante, solo roto por el color chillón de las naranjas, que por esa fecha ya estaban madurando. Acostumbrado como estaba en mi pueblo, a ver nada más que olivos, montes, cerros “pelaos” y campiña seca, aquello me indujo a pensar (fantasía infantil) que me llevaban a un jardín infinito, donde todo sería como en aquellos campos alegres.

Pronto salí de aquellos pensamientos, ya que cuando el autobús giró a la derecha para coger el desvío de Hornachuelos,  el paisaje empezó a cambiar, primero con la vista de la presa del pueblo, recibí una enorme impresión: no había visto tanta agua junta en mi vida, y segundo porque pasado el pueblo, enfilamos una “carreterucha” estrecha, mal asfaltada y serpenteando entre montes, con una flora desordenada, que apenas dejaba ver el suelo.

El viaje por dicha carretera provocaba bastantes sobresaltos a cada curva, ya que el autobús parecía que no cabía y daba la impresión de que en las curvas viajabas fuera de la vía y que el estómago se te salía por la boca. Por fin, y después de muchos saltos por los baches,  en un viraje abrupto a la izquierda, dónde había un castillete en ruinas con una cruz (que después supimos se denominaba “palo de banderas” y que fue famoso por las aventuras que allí se desarrollaron y que dejaré para otros capítulos), apareció ante nuestra vista el edificio del Seminario Menor Santa María de los Ángeles.

Fue cuando dije, ¡! tierra trágame!!, ya que nos encontramos un edificio en plena construcción y pensé si tendríamos que trabajar en la obra. Pero no, había una parte, la de construcción, la más alta, que estaba ya habitable y que contenía dormitorios, duchas, baños, comedor, la Capilla y todos los servicios dispuestos a atender a los recién llegados. Nos repartieron por las dependencias para instalarnos, nos dieron un número para bordar en la ropa (durante un tiempo la ropa se lavaba en el Seminario) y me correspondió el 44, del que he hecho talismán. Me instalaron en el dormitorio de la última planta junto a nuestro querido Antonio Lara Castro (q.e.p.d) y aquí, el día del Señor del 4 de Noviembre de 1963, empiezan las aventuras y desventuras de dos años inolvidables. Estas aventuras y desventuras, que procuraré guarden cierta cronología, serán relatadas en sucesivas entregas que os prometo.

Por ahora, aquí tenéis la primera entrega.

Un abrazo a todos.

Antonio Gómez Ramírez

miércoles, 10 de febrero de 2016

EXPERIENCIAS INFANTILES por Manuel Jurado Caballero

CON UN PIE Y MEDIO FUERA DEL  SEMINARIO

Vista del seminario desde el Bembézar
La motivación para escribir este relato surgió de la conversación mantenida con Rafael Raya y su esposa Elena, en su corta estancia en Móstoles, de camino para el aeropuerto de Barajas con destino a Ucrania.
Felicité a Rafael por su sincero escrito en el blog y por contar los hechos ocurridos en Mayo de 1965 que acabaron con sus ilusiones de seminarista y su regreso a casa de muy mala manera para él y para su familia.
Recuerdo perfectamente todo lo ocurrido. Posteriormente se nos dijo (no sé cuánto tiempo transcurrió) que el alumno que había pintado en los retretes ya estaba fuera del Seminario, que lo habían expulsado, pero sin dar el nombre. Y como en aquella época había compañeros que no acababan el curso, por reiterada mala conducta, por falta de vocación, etc. etc. No podíamos identificar con certeza, a la persona expulsada. Y en realidad a los curas esto les daba igual, lo importante era el hecho del castigo y que había un claro objetivo ejemplarizante, para que nunca más a nadie se le ocurriera hacer algo parecido.
Animé a Rafael Raya a que continuase con su relato, tal como prometió, pero me dijo que antes quería comprobar que otros compañeros contasen más vivencias de aquellos primeros años. Fue así como me animé a escribir sobre algunos de mis recuerdos del paso por Sta. Mª. de los Ángeles.
Enclave del seminario
En mi primer año, curso 64-65, eramos en total 132 seminaristas. Tenía  11 años, éramos los más pequeños, siempre al amparo y buen consejo de nuestros compañeros mayores del curso 63-64. A modo de escueto balance de ese primer curso, puedo contar que sentía una gran ilusión por estar en el Seminario, era una gran oportunidad de seguir estudiando y sabía que otros chicos de mi pueblo no la tenían. También era ilusionante participar en todas las novedades que nos ofrecía la convivencia con tantos compañeros, aunque lejos de nuestras familias. El balance fue positivo. Había sacado buenas notas, casi todas notables y no había suspendido ningún examen parcial. Era uno más de aquellos del montón, de los que nunca hacen ruido, de los obedientes, en fin, me fui satisfecho de vacaciones después de ese interminable semestre, que iba de Enero a Junio de un tirón, roto tan sólo por el día de convivencia con nuestras familias, que venían a vernos a principios de primavera. Inolvidables recuerdos aquellos.
En el segundo curso 65-66, ya no estaban nuestros compañeros mayores, que después de 2 años en Hornachuelos, iniciaban una nueva andadura en Córdoba, en San Pelagio. Ahora éramos nosotros los mayores. En total 122 alumnos de los 132 que comenzamos en primero. Ahora los pequeños eran una nueva hornada de 91 seminaristas que venían  con todas sus alegrías intactas.
De pie:Tomás Madueño, José del Valle, Manuel R. Muñoz
y Antonio Moyano.
Arrodillados: José Castro Navas y Manuel Jurado Caballero
Tenía 12 años y el inicio del nuevo curso se presentaba ilusionante, pues además estrenaba mi primer cargo, me habían nombrado jefe  de mi dormitorio. Lo único malo es que mi cama era la primera, junto a los servicios. Por las noches las cisternas rotas eran ruidosísimas, y no dejaban de gotear agua. Dormir se transformó en una pesadilla continua, con la oscuridad y aquéllos ruidos me llenaban la mente de monstruos, infierno, purgatorio y si alguna “ánima” venía a buscar a alguien para llevárselo al más allá….el primero que estaba allí era yo. Eran tantos los miedos y temores que en sus charlas nos metían en la cabeza, que no fui capaz de estar a oscuras en ningún sitio solo, por lo menos hasta los 15 ó 16 años.
Recuerdo que una noche ya de madrugada, desesperado por no poder dormir a causa del miedo, me levanté y me fui hacia la cama que en mitad del dormitorio ocupaba Antonio Roldán García. Despertándolo suavemente le dije: "No puedo más… Ayúdame". Me dice: “De acuerdo, pero aquí no nos podemos acostar los dos. Imagínate que alguno nos ve y luego va y se chiva… seguro que nos expulsan a los dos”. Le contesté: “Ya  sé Antonio, pero yo lo único que quiero es quedarme aquí al lado de tu cama, mientras se me pasa el miedo”.
Un dormitorio
Cada 15 días los jefes de dormitorio ordenábamos las “talegas” con la ropa sucia y las que llegaban con la ropa limpia. Muchas de ellas  con alimentos que nos enviaban nuestras madres. El cura nos decía que teníamos que registrar todas las talegas y las que tenías comida, retirarla, pues estaba prohibido recibir comida. Yo nunca lo hice y creo que los demás jefes de otros dormitorios tampoco. Aunque puede que hubiese algún caso, sería anecdótico. Sin embargo teníamos la ventaja de saber antes que nadie, a qué compañeros les mandaban comida.
Recuerdo que a mi amigo Manuel (nombre figurado), le mandaron una tableta de rico chocolate. Al día siguiente no pude evitar la tentación y le quité de la taquilla 3 onzas de aquel chocolate. Después me entró remordimientos de conciencia y sólo me pude comer una, las otras 2 se quedaron en mi bolsillo del  babi. Los hechos  se precipitaron porque a Manuel le faltó tiempo para ir con el cuento al cura, por más señas Don José Delgado. Sin tregua alguna me abordó en el patio, en el primer recreo que tuvimos. Desde luego lo pasé fatal. Fui sincero y le reconocí que había sido yo. Le devolví  las dos onzas de chocolate que no había sido capaz de comerme y le pedí que me perdonara.
No hubo misericordia, inmediatamente me destituyó como jefe de dormitorio y me puso un 4 en conducta aquel mes, con el consiguiente escarnio público a la hora de leer las notas ante todos los compañeros en el estudio, como había por costumbre. Con todo, lo peor es que quedé para siempre marcado. No volví a tener  nunca ningún cargo, nada de nada. No me nombraron nunca ni  por equivocación ni para recoger los balones del patio. Lo único positivo que saqué es que me cambiaron de la primera cama a otra, que estaba en el centro del dormitorio, dando al patio. El final del ruido de los servicios fue un descanso impagable para mí.
Un día de invierno
Aquellos tristes hechos en el primer trimestre de 1965, significaron un antes y un después en el devenir del resto del curso y en algunas cosas hasta muchos años después. Pero en lo inmediato fue que la relación con Don José se transformó en muy mala para mí.
En los primeros días de Enero de 1966, (han transcurrido 50 años justos, ¡qué barbaridad!), nos incorporábamos de nuevo al curso. Atrás quedaban las hogareñas Fiestas de Navidad y los regalos de Reyes. De pronto nos encontrábamos con la dura realidad. Todos llegábamos tristes sabiendo  además que nos esperaban casi 6 meses por delante, hasta que llegasen nuevamente las vacaciones de verano. El panorama era duro, duro de verdad y costaba mucho empezar de nuevo. Rápidamente la rutina del día a día comenzaba a instalarse en nuestras vidas.
Como éramos   los mayores, nos levantábamos a la 7,10, los pequeños se levantaban 35 minutos más tarde. Nos poníamos la sotana y como todos los días teníamos media hora de oración-meditación y a continuación Santa Misa. Después aseo en el dormitorio para quitarnos la sotana y ponernos el babi de faena. A continuación 35 minutos de estudio en ayunas y a las 9,30, todos juntos al desayuno. Era la mejor comida del día. En aquellos años me hubiera gustado desayunar tres veces al día, en vez de comida y cena. Esa mantequilla untada en el pan y el café calentito, era un manjar para nosotros.
Entrabamos en el comedor, en dos filas, en silencio y nos íbamos colocando delante de nuestro asiento asignado. Cuando habían entrado todos, daban la señal, nos sentábamos y empezábamos a hablar. La mantequilla ya estaba puesta en la mesa, a cada uno en su plato. Todos íbamos con la vista comparando a quién le había tocado el trozo más grande. Como casi todos los días, el más grande era el mío. El personal se empezó a mosquear. Alguno quería adelantarse en la fila para llegar el primero a la mesa y rápidamente  hacerme el “cambiazo” de plato. Algunas veces lo consiguieron aunque procuraba andarme más listo. Estaba claro que aquello tendría un final más pronto que tarde. Se dieron cuenta que podría estar relacionado con un trozo de papel  de plata que yo tenía siempre puesto, debajo del plástico transparente de la mesa.
Al día siguiente tres o cuatro compañeros me habían imitado y habían puesto otro trozo de papel  y efectivamente  sus raciones de mantequilla eran también las más grandes. La explicación a tal suceso era que yo tenía dos paisanas trabajando en la cocina. Dentro de sus posibilidades me querían favorecer de alguna manera. La señal de donde me sentaba era el trozo de papel de plata. Lógicamente tuve que hablar con ellas y decirles que el truco se había descubierto, que ya no volvería a poner ninguna señal y que no hicieran caso de los muchos papeles que ya entonces había en muchas mesas.
Es una pequeña anécdota que quería compartir con vosotros. De las comidas no voy a repetir lo que muchos de vosotros habéis contado. Sólo diré que no he vuelto a comer mortadela en mi vida, que odio la morcilla negra y que los bolsillos del babi los tenia siempre llenos de manchones.
Los campos de fútbol en el llano del pozo 
En estos primeros días de Enero la tristeza me invadía, nos decían que estábamos con “murria” y era una palabra maldita que nadie quería pronunciar para describir su estado de ánimo. Por entonces las relaciones con Don José iban cada vez a peor. Estaba tan desesperado que alguna vez cuando  estábamos en los campos de futbol, me daban ganas de salir corriendo, a escondidas, hasta Hornachuelos y marcharme a mi casa. Pero que va, era un cobarde. Recuerdo que alguien lo intentó y lo localizaron en la carretera o cerca de algún pueblo.
Tendré siempre en mi retina, la imagen de Don José entrando en el patio de recreo, con su silbato enganchado en una cadena y girándolo sin cesar sobre su dedo, hacia la derecha y luego en sentido inverso… Mientras los 5 ó 6  “pelotas” de turno se acercaban a su alrededor, como para enterarse los primeros de las cosas y novedades del día. En ese mismo momento, mi único objetivo era situarme lo más lejos de él y fuera de su ángulo de visión, que no me pudiera ver, porque en caso contrario seguro que alguna “graciosada” me diría.
Recuerdo que un día como siempre, habíamos formado filas en el patio y nos dirigíamos al comedor. Iba en la fila izquierda y la altura de la puerta de la capilla, me había salido como 40 centímetros  hacia dentro. Desde lejos, a voces me dijo: “El mismo tonto de siempre, inútil, métete en tu sitio". En ese momento llegué a la conclusión que me había tomado manía. 
En este segundo curso, sólo me daba la asignatura de Ciencias, pero me lo hacía pasar mal cuando me preguntaba en clase y con las bajas notas en los exámenes.
Llegado a esta situación y no pudiendo aguantar más, tomé la decisión de pedir cita con el Rector Don Gaspar Bustos. Me llamó a su enorme despacho y allí tuve la valentía de contarle todo lo que me estaba pasando. Suponía que podía haber represalias en cuanto Don José se enterase, pero para evitarlo, ya había tomado la decisión más importante hasta esos momentos. Había decidido marcharme del Seminario. Así se lo dije y por más que insistió para que me diese un tiempo y meditarlo mejor, mi decisión era firme. Lo único que tendría que hacer es avisar a mi familia para que viniesen a buscarme o que ellos me llevasen a Córdoba. Luego  era capaz de llegar hasta mi pueblo.
Entrada de servicio
Me dijo que conforme, pero me encargó que escribiera personalmente una carta a mi familia, contándoles mi decisión y que en cuestión de pocos días, cuando recibiese la respuesta, sin ningún problema me marcharía.
Escribí la carta, aunque sabía que tendría que pasar el consiguiente filtro, pero es que ese era el único medio para informar a los míos, de acuerdo  con la orden que me había dado el Rector. No obstante aquella misma semana, junto con la ropa sucia, mandé otra carta a mi casa, con los mismos argumentos y repitiendo punto por punto, lo que ya les había contado por correo ordinario. Me contestaron también con otra carta junto a la ropa limpia. Aparte del disgusto que les di y pedirme que lo pensase bien, me animaron a que tomase la decisión que fuese mejor para mí.
Transcurrieron 15 ó 20 días y para entonces ya había tenido un par de charlas con mi paisano Don Moisés que además era nuestro padre espiritual. Él quería a toda costa que me quedara en el Seminario. Finalmente me convenció para que probase durante un mes y ver cómo iban evolucionando las cosas.
Me sorprendí al comprobar que la conducta de Don José hacia mi, cambiaba radicalmente. Esto me llevó con el paso de los días, a que poco a poco me fuese animando. Al mes, volví al despacho de Don Gaspar y le dije que de momento no me marcharía. Creo que le di una buena noticia y me lo quiso agradecer diciéndome: “¿Te acuerdas de la carta que te pedí que escribieras a tu familia?, pues ellos no se han enterado de nada de lo que ha pasado aquí. La carta nunca se mandó al correo. Aquí la tienes. Como premio te la devuelvo”.
Me quedé petrificado, sin saber qué decir tomé la carta y abandoné el despacho.
Los siguientes días en mi cabeza no dejaba de darle vueltas a los acontecimientos. Pero de alguna manera ya me había dado cuenta que tenía que tirar para adelante y en este caso la rutina y las obligaciones hicieron el resto.
Como es lógico, a consecuencia de todos aquellos problemas, mi nivel de estudio y concentración bajó considerablemente y conocí mis primeros suspensos en los parciales mensuales. Pero  al final saqué adelante el 2º curso, con todas las asignaturas aprobadas en los exámenes finales, tanto escritos como orales.
Fue el curso más triste y amargo de los cuatro que pasé en los Ángeles. Ahora creo que éramos niños de 11 ó 12 años, que estábamos lejos de nuestras casas, internos en mitad del campo, muy alejados del contacto con la gente y totalmente faltos de cariño. No quiero decir que los curas tuviesen que hacer el papel de nuestras madres, pero al menos darnos un mejor trato y no agrandar las diferencias entre unos pocos y los demás.
Es verdad que hubo algunos castigos físicos, algunos tortazos, uno de ellos con graves consecuencias para Paco Moreno. Nos castigaban por hablar cuando no se debía, de rodillas con los brazos en cruz, pero todo esto era  nada,  comparado con el maltrato físico grave que  había conocido en mi infancia, en las escuelas del pueblo, por cuenta de nuestros maestros. Eso sí era pegar.
Desde la ventana
A mi entender era más un castigo psicológico. Empezando por la forma de enseñarnos la religión y el mensaje cristiano en aquellos años. Esos ejercicios espirituales en los que nos proyectaban diapositivas  de almas ardiendo en el infierno o en el purgatorio, penando eternamente sus culpas. Todo era pecado, no podías pensar en nada. Había un miedo terrible al demonio y todo esto nos creaba unos  graves problemas de conciencia.
Era también castigo psicológico, que por pequeñas faltas de disciplina, sufrieras el escarnio público de las malas notas en conducta, que luego nos leían de uno en uno, a modo ejemplarizante, pero de muy dudoso estimulo para que intentásemos ser mejores. Que por tonterías te castigasen sin poder  ir a la piscina y que sufrías más internamente de saber que los demás se lo estaban pasando muy bien y tú no. Que nos castigasen sin recreo o sin paseo.
Era también castigo psicológico, que  en los primeros días te ponían un “mote” o “etiqueta” que ya nunca te podías quitar de encima. Quedabas marcado para toda tu estancia en el centro: “el tonto de siempre”, “el bobo solemne”, “el gafotas”, “el lumbreras”,  “el afeminao”… Y que como niños luego nosotros éramos crueles con nuestros propios compañeros.
En fin un rosario de pequeñas cosas, dignas todas ellas de un estudio psicológico. Quizás  ahora nos parecen tonterías pero en aquellos primeros años eran cosas muy importantes dentro de nuestras pequeñas vidas y que podrían llegar a formar parte de nuestra personalidad.
Nada más y gracias a los que habéis leído mi relato. Gracias por formar parte de este grupo y gracias por querer compartir aquellas vivencias que de alguna manera están dormidas en nuestra mente. Os animo a que contéis anécdotas y experiencias propias.

Manolo Jurado

Febrero de 2016