lunes, 22 de febrero de 2016

LA CAMPANA DE LOS ÁNGELES

A PARTIR DE ENTONCES, EN SU LUGAR, SERIA UNA CAMPANA

(Ellos, nuestros padres, siempre estaban detrás)


La madrugada del 3 al 4 de noviembre de 1963 no pude apenas dormir. Era como esa noche de Reyes Magos, interminable, enigmática, donde la emoción hace volar la mente en un incansable ir y venir: león enjaulado en un constante movimiento acompasado.
Al final, el sueño pudo más que mis nervios.
La voz de mi madre, me sacaba de ese estado (mis compañeros, aquellos que la vida en el campo y el contacto con los animales,  les había enseñado muchas cosas, en relación con su comportamiento, me enseñaron que esos momentos son los llamados “sueños de la burra”. ¡Cuánto sabían sobre los entresijos de la vida animal!)
–¡Despierta, Andrés, es hora de levantarse!
Como un resorte, salte de la cama: esa voz ya no sonaría en mi oído para decirme que era la hora de levantarse. En su lugar, una repentina y estridente campana, ¡sí... si…! de esas grandes de campanario, se convertiría en la encargada de usurparme del lado de Morfeo (o de la burra…)
–Buenos días, mamá.
–Buenos días, hijo.
… Los dos, después de un beso de buenos días,  volvimos a nuestros quehaceres, sin apenas cruzar unas palabras. Los nervios, nos tenían atrapados. Mi padre, haciéndose “el longui”, trataba también de hacerse el fuerte, aunque su cara denotaba perfectamente su interior.  Un sentimiento de alegría, contrastado con el de pena, se había apoderado de mí.
               ­­–Andrés, ha llegado la hora de marchar, aún nos queda una caminata –dijo mi padre.­­
Rápidamente, terminé con los últimos preparativos. Había llegado el momento del ¡hasta luego!: una situación que, a partir de entonces, se convirtió en algo habitual y no por ello más deseada. La despedida de mi madre fue desgarradora: ella me tomó entre sus brazos y empezó a llorar amargamente, mis lágrimas también dejaron la marca en  su hombro.  Pasado algún tiempo, supe el motivo de una parte de esas lágrimas: tenía miedo a cómo me comportaría ante la comida, era un niño “milindres” y poco dado a comer; no obstante pronto se disipó ese malestar al enterarse de mi cambio repentino. (Recordar aquel hecho de las lentejas y cómo el compañero las tuvo para el desayuno, el almuerzo y la cena, fue suficiente acicate como para dejarme de tonterías)
–¡Vamos Tere, ya mismo estará otra vez aquí! –dijo mi padre con voz entrecortada.
  Mi padre y yo, nos pusimos en camino. Apenas si cruzamos dos palabras durante todo el trayecto. ¡Cuánto costó esa despedida!
–¡Mira, Andrés, ya están ahí todos tus compañeros y los autocares que os llevarán a Santa María de los Ángeles!
Efectivamente, nada más entrar en la calle Amador de los Ríos vimos una gran cantidad de personas que colapsaban toda la acera del Seminario. No recuerdo en número de autocares. Yo permanecí junto a mi padre hasta la hora del otro hasta luego. Enseguida me reencontré con Rafael Raya y Antonio Martínez (“los tres margaritos”, nombre dado por obra y gracia de Pedro Antonio, a modo jovial y sin ánimo de ofensa) Tras oír mi nombre, en boca de uno de los superiores, que estaba colocado junto a la puerta del autocar, me subí y tomé asiento, no sin antes despedirme de mi padre con otro largo abrazo. Una tensa espera, cruzada de miradas, tristes miradas, a través de la ventanilla. Pronto lo perdí de vista, pues rápidamente giró el autocar por “el Triunfo” en dirección de Hornachuelos.
Al llegar a Almodóvar, el autocar empezó a girar de un lado para otro, en las poquitas curvas de la carretera, suficientes como para que vomitara, por la ventanilla, todo lo que contenía mi estómago: poca cosa, pues apenas cené y desayuné. Yo se lo achaqué al nerviosismo, pero en sucesivos viajes comprobé que eso de las curvas no lo toleraba mi organismo. Afortunadamente, el trayecto, no fue muy largo, pero sí el suficiente para mi cuerpo, pués quedó resentido para el resto del día.
El autobús se adentró hasta donde pudo, por un paraje de encinas, alcornoques y jaras. Recuerdo que llovía cuando nos bajamos. Justo al lado, había colocado un camión. Si, un camión… de esos que se utilizaban en las obras. Nos subimos a él todos, no se el número exacto. Enseguida nos cubrieron con una lona,  para resguardarnos de la lluvia y nos pusimos en marcha. ¿Dónde nos llevaban? ¡No veíamos el camino!
Tras un rato, no muy lago, y en un profundo silencio, según nos habían ordenado, el camión se detuvo. Al descorrerse la lona, se nos presentó ante nuestros ojos un gran edificio, aún en construcción.
 ¡Habíamos llegado al Seminario Menor “Santa María de los Ángeles”!

Lo que allí viví, es motivo de otro relato.

Andrés Osado Grácia
Córdoba, 22 de febrero de 2016

20 comentarios:

  1. Joder yo no recordaba lo del camion, desde luego teneis memoria de elefante, fantastico Andres, un abrazo

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    1. No recuerdo muchas cosas, pero lo del camion me ha quedado muy presente. Gracias

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  2. Asombroso relato tocayo, lo mismo relatas unas copas que unos sentimientos, grande para la escritura. Un abrazo

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    1. Cuando se tiene frente a unos amigos así, todo se hace más fácil.

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  3. Entre todos, Andres estamos construyendo una parte de nuestra infancia, gracias por este emotivo "lienzo" que nos has pintado de tu/nuestra vida. Un abrazo

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  4. Precioso relato que, seguro, será parte importante de ese Gran Puzzle que entre todos vamos construyendo como no retazo de nuestra memoria. Gracias, Andrés.
    Paco Raya

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    1. A ver si llegamos a reconstruirla completa, entre todos

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  5. ...y dijo: En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
    El maestro Osado ha cumplido hoy ampliamente con el precepto y con ello nos ha llevado al reino de los sueños. El de los recuerdos más infantiles y puros.
    Gracias maestro por continuar la senda de hilvanar nuestros recuerdos y llevarnos al cielo donde nace el arco iris.

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  6. Efectivamente interesante el relato, Andrés. Yo recuerdo perfectamente el camión, Barreiros, amarillo. Pero recuerdo haber salido de la calle La Bodega. Donde estaban las cocheras de Transportes San Sebastián

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  7. Efectivamente interesante el relato, Andrés. Yo recuerdo perfectamente el camión, Barreiros, amarillo. Pero recuerdo haber salido de la calle La Bodega. Donde estaban las cocheras de Transportes San Sebastián

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    1. ¿Por qué se me habrá metido esa situación, en la calle del Seminario y no en la Bodega. Será cuestión que Paco César y Pepe López no lo expliquen. Es que además lo estoy viendo, pero cuando has hecho la salvedad, pienso que tienes toda la razón.

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  8. Buena introducción Andrés, breve pero sabrosa.
    Gracias.

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  9. Antonio Crespo y yo, salímos juntos desde F. Núñez directos al seminario, en un seat 1400 negro conducido por Perico el de la Serranita.

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    1. ¡Que grandes sois los fe Fernán-Núñez! Por fuera y por dentro.

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  10. Andrés Osado: Enhorabuena por tu memoria y por la maestría de tu pluma.
    He sido un pequeño animador de los recuerdos plasmados en este blog, pero ahora esto se ha animado y promete mucho más contigo,con Antonio Gómez, con Jose Maria Rivera....y espero que otros también participen.
    Un abrazo.
    Manolo Jurado.

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    1. De eso se trata y por eso se confeccionó el blog, amigo Manolo. Ya mismo llegamos al millar en entradas.

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  11. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  12. Un recuerdo emocionado que nos llega hondo a quienes vivimos situaciones similares, y el reconocimiento de una gran memoria que se completa con una exposición magnífica.
    Mis felicitaciones Sr. Andrés, por el retrato magistral de aquel niño que deja su familia camino del Seminario Menor Sta. Mª de los Ángeles.
    Y el detalle de la foto del campanario que tantas veces oímos.
    En hora buena por el relato.

    Un saludo.
    Juan Martín.

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