martes, 8 de marzo de 2016

La morcilla holandesa

Al hilo de las crónicas de los Ángeles, felizmente iniciada por el amigo Antonio Gómez Ramírez, me gustaría recordar hoy con vosotros las excelencias culinarias que pudimos disfrutar en los primeros años de seminario.

Antes de nada, admitamos sin ambages que muchos de nosotros éramos "demasiado delicados para pobres" -coletilla preferida por mi madre cuando me veía aborrecer la olla de coles y garbanzos-, que teníamos un paladar demasiado exquisito. Es posible. Desde luego, en mi caso era así. Antes de los Ángeles, en mi pueblo, mi "menú" lo componían el hoyo de aceite, el turrolate, "la canne membrillo", los tomates fritos, las papas fritas con huevos, y el potaje de habichuelas -éste con sus terribles y ventoleras consecuencias.

Naturalmente, había gente para todo, había chaveas que devoraban lo suyo y lo de los vecinos, muchachos a los que cualquier cosa les venía de peras. No necesito dar nombres porque todos recordamos al "Añoro", al "Cuartillas", a Expósito, a Paco Sánchez, al "Bronco Ley", al "Cañuelo"... Pero, la verdad, al común de los mortales la comida en los primeros años de los Ángeles nos sabía simplemente insulsa cuando no a perros muertos.

Dos viandas concretas se llevaban la palma, a saber, el queso de cerdo y la morcilla. 

Nunca antes había visto yo el llamado queso de cerdo. A primera vista era repugnante, rodajas de una carne híbrida de distintos e ignotos orígenes, caleidoscópica la podríamos llamar, adornadas en sus perímetros por unos pelos negros, cortos y gruesos como púas. No valía cerrar los ojos ni taparse la nariz, aún así el sabor me resultaba nauseabundo. Con todo, la estrecha vigilancia visual de don Francisco Varo, siempre a "likindoi", me obligaba a engullirla muy poquito a poco, a trocitos centimétricos, como dando tiempo para que otro compañero hambriento me la sustrajera a traición. ¡Ahhh, qué asquito!

En la morcilla, creo, había consenso universal. Aquello no había Dios que le metiera el diente. Normalmente venía despachurrada en el plato, negra zahína, maloliente y asquerosa. Así la recuerdo. La gente disimulaba con estrategias variopintas para no llevársela a la boca. Lo más normal era esparcirla con el cuchillo y el tenedor por todo el plato, así perdía volumen y parecía que te la habías comido. Esa maniobra tenía el inconveniente de que don Eduardo o don Francisco te dijeran que no era suficiente, que había que apurarla. De manera que lo más contundente y seguro era aprovechar la mínima distracción del cura para coger el trozo entero, liarlo con pericia con un trozo de papel -una hoja de una libreta ya previamente preparada-, y esconderlo rápido en el bolsillo del babi. "Así me gusta -se acercaba luego satisfecho al plato don Francisco- todo, todo". Luego, en el recreo, de manera furtiva, nos acercábamos al borde del camino que baja hasta la Cruz y lanzábamos los paquetes amorcillados cerro abajo, porfiando a ver quién alejaba más. En ocasiones nos acompañaba Bartolo, el ayudante de Matías, quien, con la ayuda de su honda, tenía medio monte minado de la munición que nosotros le proporcionábamos.

A tal punto llegó el rechazo generalizado a la morcilla por parte de la chavalería que un día, en el comedor, don Eduardo nos lanzó una verdadera arenga, un alegato muy bien preparado sobre las bondades de aquel manjar. Y nos dijo no comprender qué estaba pasando con la morcilla cuando era un alimento muy completo, rico en proteínas, en oligoelementos, en hierro, en ácido fólico y en vitaminas B12, B1 y B6, y, por tanto, muy conveniente para jóvenes en crecimiento y estudiantes, como éramos nosotros todos.
Y añadió que no se trataba, además, de cualquier morcilla, no. Se trataba -nos afirmó con total seriedad- de una morcilla de origen holandés, que venía importada de Holanda, nada menos. Supongo que para impresionarnos.

La morcilla holandesa, la nombramos desde entonces. Pero el tratamiento dispensado siguió siendo el mismo. Hasta que tuvieron que claudicar los curas.

Creo que desde el curso 1966-67 en adelante no volvió a aparecer por los platos aquel repugnante manjar. Y nuestras madres lo agradecieron un montón al no recibir los babis para el lavado con tantos lamparones de grasa en los bolsillos.

Un saludo.
José Mª Rivera Cívico

5 comentarios:

  1. La verdad es que la comida no seria de mucha calidad pero si variada y algunos no estábamos aconntumbrados a ello, si se me atragantaba la morcilla pero tenia la suerte de tener el sitio en el comedor al lado de una ventana y por ella salieron casi todas las mias y de otros compañeros, Recuerdo por la noche creo que gatos monteses por los maullidos oirlos disputarselas.

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  2. En mi caso los recuerdos que me quedan son los equilibrios que se hacía con los vasos a la hora de recoger las mesas, era fácil que se llevaran 15 o 20 de una vez, pues nos servíamos nosotros mismos por un riguroso orden de lista.
    Desde aquel montacargas que nos llegaba desde la cocina cargado de soperas o de bandejas con comida.
    En mi caso no recuerdo lo de tirar comida por la ladera, mi madre me aconsejó en casa que me portara bien en este aspecto, como imagino que hicieron con los demás padres con sus hijos, y que no les diera motivos a los superiores a que me tuvieran que llamar la atención.
    Yo procuré seguir el consejo.
    Hoy recuerdo aquella etapa con cierta nostalgia.
    Un saludo.
    Juan Martín.

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  3. Es muy probable, Juan Martín, que la gente de tu curso no llegara a conocer la famosa morcilla. Ya te digo que desapareció a partir de 1966, creo.

    Un abrazo.

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  4. Con cierto retraso quiero felicitarte por tus excelentes crónicas. ¡Magnífica memoria! Es verdad que la morcilla holandesa fue famosa por aquellos años. Hasta tal punto que es uno de los primeros recuerdos que te salen cuando ves a compañeros después de tantos años: "... y te acuerdas de la morcilla...! Es verdad que algunos teníamos estómagos de acero inoxidable. Yo, acostumbrado a comer en el campo en compañía de dos mulos pegando peos, todo aquello para mí era apetecible. Confieso que más de una vez tiré la morcilla por el amplio ventanal, pero más por solidaridad que por asco. Un abrazo.

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