viernes, 24 de febrero de 2017

REUNION DE LOS VICARIANOS CORDOBESES

EN LA MUY NOBLE Y LEAL SOCIEDAD DE PLATEROS
Córdoba, 23 de febrero de 2017

Cuando enfilaba la larga calle Alfaros allá por la Puerta del Rincón y al contemplar la “moza de la caña” tan guapa y tan quieta me acordé de nuestro Manuel Aranda Madueño no porque se le pareciera sino porque hacía tiempo que no coincidía con él en el autobús camino de Plateros y de la buena conversación que me daba (uf uf uf no he puesto ni puntos de comas para demostrar como es de fluida la conversación con nuestro MAM ) Qué bien me lo pasaba. Qué grande es nuestro compositor musical, letrista e intérprete. Cuánto lo echo de menos en las reuniones. Esperemos que pronto nos vuelva a “poner calma” y a enderezar a más de uno, mediante sus imputaciones.

Bueno a lo que iba. Otra gran afluencia de amigos y otra singular sorpresa, que desvelaré más adelante.

Antonio Gómez Ramírez, Antonio Hidalgo Naz, José López Pedrosa,
Francisco S. Raya Marqués, Andrés Luna Prieto, Andrés Osado Gracia
Antonio Camacho Paños, Rafael M. Muñoz Medrán, Francisco Moreno Osuna,
Francisco Sánchez Sánchez, Carlos Samaniego Ortiz (Tras la cámara)
y Antonio Martínez Rangel (ausente en esta foto)
Puntualmente, como es de rigor, estábamos esperando a Andrés. Cuando nos dio la venia, pasamos a nuestro aposento… más bien debería decir “a nuestro apodentro”, pués ni se trata de tal aposento y tampoco nos quedamos afuera. Eso lo dejo a elección de ustedes vosotros. 

Esta vez, lo primero, y una vez realizados los correspondientes abrazos a los amigos, como debe ser, fue brindar por la salud de todos y en especial, por la alegría que nos dio Andrés, sobre su estado de salud y por el error de interpretación, en el diagnóstico de hacía días. Esas primeras copas fueron invitación suya. Verdaderamente todos fuimos y somos partícipes de esa alegría.

Estaba un poco fastidiado, pero dio muestras de su amor al grupo y de su gran fuerza de voluntad (por no decir cojones) A pesar de ello se presentó. Estuvo un ratito y luego se marchó.

Nosotros seguimos a lo nuestro. Pero… ¡oh, sorpresa! Algo había cambiado en el ambiente. No, no, no se trataba de que hubieran cambiado los ventiladores del siglo XII, que como espadas de Damocles, pendían sobre nuestras cabezas. Tampoco habían cambiado los azulejos, ni la barra. ¡Había cambiado la fisonomía de nuestro ínclito y diligente camarero, “de la triste figura”! Un señorial y rubio (no sé si de bote, pero digamos que no) bigote, cruzaba de parte a parte, de carrillo derecho a carrillo izquierdo, el rostro de nuestro amigo, que acompañando a su nariz, me trajo a la memoria aquellos versos de Quevedo “érase un hombre a un bigote pegado” (¿o era, a una nariz pegado?) Ciertamente, dignifica a nuestro servicial “conversador”. Bromas aparte, y que me disculpe nuestro querido amigo, echamos un buen ratito de miradas y chismorreos. A Carlitos le costó, pero al final logró, inmortalizarlo.

Pero uno de los momentos cúlmenes de la jornada, se produjo, cuando nuestro Niño de los Angeles, alias “Antonio Gómez Ramírez” nos deleitó con sus experiencias sobre: cómo tomarse unas suculentas “tostadas de pringá” y no morir en el intento. Lo relató de tal forma, con tanta emoción, que hasta la pringue le chorreaba por la barbilla. Y los demás tragando saliva, tanta que, cuando terminó su relato sobre los dignos sabores de la pringá blanca y la oscura y los tropezones que llevaban… nos entró un hambre atroz y, como no, con una señal al digno camarero, se acercó a nuestra mesa. Con su PDA en la mano (yo diría más bien que se trataba de una libreta de esas de usar y tirar, pero queda más bonito de la otra forma) 

Una vez cumplimentado el rito de… nombre, apellidos, líquido y papeo… llegaron esos calentitos y suculentos “bocatas de caramales” ¡Qué ricos! Pero, hete aquí, que con palabras contundentes, efectuadas por el querido volador, Antonio Martínez Rangel, algo menguado en sus dolores, exclamó: “esa es la diferencias de clases, unos con bocata y otros, en este caso dos, con su buen plato de gambas rebozadas”. A lo que, con buen criterio y razonamiento, respondió nuestro Padre Regulador D. Francisco Sánchez: “yo he requerido un plato de verduras y le han puesto de guarnición unas gambas rebozadas”. Ante eso y que el primer interpelante, se estaba “jalando” un excelente bocata de jamón, de pata negra, la conversación derivó en: ¿hasta cuándo uno dejar de ser de aquí y pasa a ser de otra clase social? Filosofamos, si la diferencia estribaba en el jamón o el bocata. Es dicir, si te tomas un plato de jamón, es clase; pero otra cosa es, si lo tomas en bocata. Creo que me explico con claridad meridiana. Pero entra en liza otra cuestión semántica: si te tomas un plato de verdura con una buena guarnición de gambas rebozadas no es clase, si sólo aparecen las gambas, sí lo es. Como la luz del día, mejor dicho… como la luz que había en aquel recinto.

Es que no divertimos con cualquier cosa. El caso es pasarlo bien, con o sin gambas.

En este ambiente transcurrió la noche. Hicimos nuestra previsión de visitar Santa María de los Angeles, ya que en ello se está empeñando nuestro querido amigo Manolo Vida y Pepe López. Será cuando el tiempo mejore. Se trataría de llegar, con coches, hasta la misma puerta. ¡Qué bien! Ya se comunicará oportunamente.

Y lo de siempre, abrazos, despedidas y hasta luego. Y los que no tienen “jartera” a seguir. En este caso y como viene siendo frecuente, Paco Moreno, Carlitos y un servidor. Nos paramos en el 6. Nos dimos de un plato de berenjenas fritas (pobrecitos, teníamos hambre). Sí he dicho plato, porque aunque tapa, parecía media ración. Otro ratito de cháchara y a dormir.


Otra vez autobús. Al pasar por el Triunfo, vi la inscripción colocada en la pared y que tantas veces he leído: “¡Oh excelso muro…!” de nuestro inolvidable y genial Góngora. Enseguida al pasar por el muro de al lado, me vino el recuerdo de las vivencias ocurridas tras él. Con ese pensamiento llegué a mi parada.

Hasta siempre
Andrés Osado

Vídeo tomado por Andrés Luna Prieto

lunes, 20 de febrero de 2017

Aquel flato traicionero

Esto que hoy os voy a relatar lo cuenta muchísimo mejor que yo Pepe Montes Cubero, a ver si algún día se decide a escribirnos, que este percha guarda en su disco duro más anécdotas curiosas del seminario que el mismísimo Niño de los Ángeles. A Pepe -la verdad por delante- le tengo un aprecio  singular, un especial cariño. Primero, porque fuimos muy amigos en los Ángeles, íntimos, coño; él mismo, José Pablo y Jaime fueron los que más calor me dieron, sobre todo en el primer año, tan duro para todos. Y, lo que son las cosas, yo les procuraba el calor que no tenía a otros más pobres de ánimo aún, qué vivencias más extraordinarias, yo diría que sublimes, vaya. Luego, porque en san Pelagio seguimos siendo muy amigos, cómplices y copartícipes de variados eventos de índole académica, deportiva y personal. Y por último, porque mantuvimos contacto frecuente en Córdoba al vivir en pisos de estudiantes vecinos, él estudiante de magisterio y yo, de medicina.

Pepe Montes hace de sus relatos unas historias interminables. Interminables, sí, que no cansinas; domina como nadie la pausa, el suspense; atrapa la atención del oyente de manera que ya no puede escabullirse, ha de ver en qué acaba todo aquello; es un maestro del "tempo", un cuentacuentos para adultos.

Bueno, pues cuenta Pepe Montes que un buen día de nuestro sexto curso, en san Pelagio, estando todos en clase de Filosofía con el insigne don Miguel Castillejo Gorráiz, en aquella clase del patio de cemento, en el rincón lateral izquierdo, ocurrió un hecho insólito. Él lo recuerda mucho mejor que yo, habiendo sido un servidor el protagonista. Estaban don Miguel y su sotana y todo su corpachón, cabezota incluida, explicando los silogismos de espaldas al público, escribiendo en la pizarra los Bárbara, Dario, Celaren... Os acordáis, ¿no?; aquello de premisa mayor, premisa menor y conclusión. No se oía una mosca. El grueso profesor imponía. "Todos los indios son hombres; fulanito de tal es indio; luego fulanito es hombre". De pronto, en el absoluto silencio de la clase se deja oír lo que al principio parece un suave silbido pero que enseguida se descubre lo que es: un pedo de "secretaria", de esos flatos culeros largos, larguísimos, finos, finísimos... Y hasta con su remate final: ¡piiiiiiiiuuuiiiiii....pí!  Naturalmente, todos vosotros, mamones, os volvéis hacia mí, como si ningún otro de los presentes hubiera podido ser el artífice de tan tamaño ardid, de tan arriesgada afrenta. Fui yo, a estas alturas para qué negarlo. Era, por entonces, un perito en la emisión de efluvios con sordina, era tal mi confianza que ensayaba mi destreza en cualquier sitio, cada vez con mayor riesgo: en el comedor, en misa, en el cine, en pleno acto de confesión... Y, por supuesto, en clase. No fue adrede, claro que no. Fue un exceso de confianza, ya se sabe, la confianza mata al hombre. Aquello fue un aviso. Desde entonces mido mucho mejor la energía de propulsión y el aguante del compresor, controlo la orientación y fuerzas relativas y contrapuestas de los músculos pudendos y orbiculares que manejan el asqueroso esfínter, adecuo las posturas más idóneas... Todo perfecto para que la flatulencia salga sin remedio en cualquier lugar u ocasión. Le tengo permitido el hedor, según en qué casos; pero pocas veces, el ruido. Un cuesco átono, güero, dicen en mi pueblo. Silencio. Es cosa privada.

Pero no nos distraigamos con aromas; estábamos con don Miguel. Desde la tarima y de espaldas titubea unos segundos eternos. Desearía no haberse enterado de nada pero el hecho es demasiado contundente. El mayor de los silencios jamás conseguido en la clase delata que algo gordo va a pasar. Hace como que se vuelve pero se lo piensa mejor y sigue cara a la pizarra. Cada segundo que pasa es un triunfo para mí. Carraspea un par de veces y hace ademán de seguir escribiendo como si nada hubiese pasado. La clase entera está en vilo. Y yo, haciendo alarde de mi natural imprudencia, me levanto, me vuelvo hacia vosotros pidiendo silencio con mi dedo índice cruzando mis labios, y luego gesticulando con la otra mano para que alguien haga alguna pregunta a don Miguel, para zanjar aquella situación tan agónica. El sesudo profesor, por fin, sigue escribiendo silogismos en la pizarra, alguien pregunta algo, don Miguel se vuelve hacia la clase y en tono socarrón responde con algo así como "pelillos a la mar". La clase entera -y yo con ella- respira.

Pepe Montes y otros de vosotros -mal pensados- siempre habéis creído que don Miguel sabía quien fue el pedorro. Y como fui yo, el chico listo de la clase, no quiso hacer carne. Puede ser. Bien, pues si así fue, se lo agradezco. Y era verdad que a los empollones se nos pasaba más la mano por encima. Eran aquellos tiempos...

Sed buenos... y silenciosos.


El Fili

viernes, 10 de febrero de 2017

El cojo de san Fulgencio

Quizás fuese ese año, en quinto del bachillerato, mi curso más fructífero en el seminario desde el punto de vista académico. Creo recordar que obtuve cinco matrículas de honor en los exámenes por libre en san Fulgencio. Por los pasillos del instituto los profesores bromeaban con nuestros curas sobre qué suerte de vitaminas les echaban a nuestras comidas para que consiguiéramos unas calificaciones tan buenas, o si, por el contrario, era el bromuro el responsable de nuestras buenas notas. ¡Ilusos!... Se creerían que nosotros estábamos todo el día apretando los codos, cuando en realidad jugábamos al fútbol y nos la cascábamos tanto o más que cualquier otro alumno oficial de aquel instituto. Vaya, por lo menos yo. "Y sobre todo, el cojo -decía uno-. Qué tío más bueno, no sé cuántas matrículas lleva ya".

Y el cojo era yo.

A finales de mayo de aquel año del señor de 1969, en uno de aquellos gloriosos partidillos de fútbol de sobremesa en el patio de cemento, me fracturé la rótula de mi rodilla derecha. Me adelanté mucho la pelota (aquella pelota blanca y saltarina que tanto costaba controlar, seguro que os acordáis), corrí la banda a mi manera alocada, me salió al paso "El Chivo" -José Luis Roldán- (casi siempre contrario mío porque éramos los dos más buenos -primi inter pares- y echábamos pies para escoger equipo), me cargó un pelín, lo suficiente para desequilibrarme en mi carrera; con todo, conseguí chutar y marcar en la pared de la portería la sucia huella de la pelota, auténtico ojo de halcón de la época para verificar los goles fantasmas. Mirando el gol, no frené a tiempo en mis trompicones, y antes de caerme mi rodilla derecha tropezó en seco contra la pared. En caliente, apenas noté nada. Seguí jugando, ¡hay que ver qué vicio teníamos! Pero al cabo de poco ya no me dejaba correr y la rodilla hinchada no cabía en el pantalón. No podía caminar. Algunos de vosotros me cogisteis en brazos a modo de sillín, me sentasteis en el pasillo interior y enseguida llegó don Antonio. Me hizo bajarme los pantalones para ver mejor qué había. Me asusté: la rodilla estaba caliente, roja, como si fuese a explotar. Y ya no podía ni menearla. Me llevaron al hospital de agudos, muy cerquita de san Pelagio, y allí don Alfonso Carpintero, médico de nuestro seguro de estudiantes, me hizo una radiografía, me diagnosticó de fractura conminuta de rótula derecha (conminuta significa hecha polvo, rota en muchos pequeños fragmentos) -qué golpetazo no me daría-, me tumbó en una camilla, me anestesió por la zona y lo vi entrar en mi rodilla con una aguja enorme, más que aguja, lezna del 14, de las que yo veía usar a José el talabartero en La Capilla. Por allí drenó sangre achocolatada en abundancia hasta que la rodilla quedó, de nuevo, flácida. Muy quietecito en la camilla para no marearme, me dejé hacer. Me encasquetaron una escayola hasta la ingle... Y a juir por ahí.

Y así permanecí más de un mes. Llegado el momento de los exámenes finales en Écija me plantearon los curas la posibilidad de examinarme a mí solo por separado, dadas las circunstancias especiales de mi caso. Yo dije que prefería ir con todo el mundo, que entre mis compañeros me ayudarían a moverme de un sitio a otro -como así ocurrió-. En la sala de los exámenes me dejaron un pupitre entero, sacaba la pierna por debajo y la apoyaba en una silla puesta enfrente. De esta guisa, el cojo de san Fulgencio salió por la puerta grande.

Como soy tan malo para los copia y pega fotográficos, le pediría a Rafa Vilas, nuestro magnánimo administrador, que hiciera el favor de buscar la foto en la que estoy en Écija con el pantalón rajado por culpa de la escayola, y que la ponga en cualquier rincón de este escrito. Besos para todos.

El Fili

domingo, 5 de febrero de 2017

Diálogos y confidencias con la superioridad

Conversaciones intrascendentes en tercera persona
Juan Martín

Como todo el mundo recordará, a veces en el Seminario Menor un profesor iba con un grupo reducido de alumnos alrededor comentando temas de clase, de las actividades diarias, o de cualquier asunto que se suscitara a lo largo del paseo, ya fuera en el camino hacia el campo de fútbol, durante los recreos o cuando se salía de excursión. Era común ver a un profesor rodeado de alumnos fuera de clase.

Los recuerdos que tengo en la memoria sobre estas situaciones de algunas charlas y confidencias, me sitúan al principio en Hornachuelos y luego en San Pelagio.

Sería el curso 1968/69. Recuerdo que a veces un profesor del pueblo, que ahora dudo si su nombre era D. Gabriel o D. Manuel, mantenía largas conversaciones paseando con D. Gaspar por la soleada zona baja de acceso, que iba desde la entrada lateral hasta las escaleras de la enfermería, mientras les llegaba la hora de dar la clase.

Fue después de uno de estos paseos cuando D. Gaspar se me acercó en el patio a la hora del recreo, y se puso a hablar conmigo. Cosa que en principio me preocupó un poco. 

Me esperaba un toque de atención por alguna falta cometida, pero después de algunos comentarios superficiales, recuerdo que me preguntó don Gaspar: ¿Qué razones podría esgrimir yo como argumento para bautizar a un bebé, cuyos padres no habían bautizado por algún motivo o razón particular?

Aquella pregunta me cogió por sorpresa, pero como era en teoría sobre un caso imaginado, lo tomé como un tema normal de clase e intenté dar una respuesta. 

Le dije a don Gaspar algo así como: Que bautizar a un recién nacido se debía plantear a los padres como un bien espiritual para el bebé desde la Fe de la Iglesia Católica, otorgando a una criatura indefensa sin capacidad de decidir y sin voluntad propia, el amparo de la Iglesia. 

Que tanto en el plano espiritual como en el terrenal, el bautizo no tendría ninguna repercusión negativa para el recién nacido, sino solo beneficios. Dejando abierta la libertad de elección personal para que cuando el bebé fuera mayor decidiera por sí mismo. D. Gaspar aceptó mi comentario sin dar su opinión, y recuerdo que solo me dijo: Filósofo tenemos. Quedando así zanjada la cuestión, se despidió con una media sonrisa y continuó caminando hacia la sala de profesores.

En aquellos corros de chavales en el patio junto a un profesor, recuerdo otra anécdota de confrontación dialéctica con don Emilio Pavón.

La conversación giraba en torno a las otras confesiones religiosas, que el profesor pintaba como muy erradas y permisivas en lo tocante a unas ideas banalizadas de libertinaje y de pecado.

Yo recuerdo que le dije a don Emilio algo así: Que sin conocer en profundidad las otras religiones, por lo que había leído sobre ellas pensaba que no podía ser de esa manera. Que me había parecido entender que también tenían un gran respeto por una Divinidad Creadora, por el sentido de la honradez, el sentido de la responsabilidad, la compasión y el arrepentimiento de las malas acciones. 

Que eran diferentes credos por las diferencias culturales de los pueblos, y por los lejanos lugares geográficos en que se daban.

Visto que el tema se salía del molde, D. Emilio cortó la discusión de inmediato y pasó a otro asunto, quedando en suspenso aquella diatriba sobre la superioridad ética de una religión sobre otra. 

La otra anécdota curiosa que recuerdo en este sentido de diálogo con los profesores fuera de clase, me ocurrió ya en el Seminario de S. Pelagio, sería el curso 1970/71. Don Martín Cabello que era nuestro rector, era un hombre amable y de hablar mesurado.

Una tarde me preguntó si le quería acompañar para hacer unas fotos en el patio grande del Alcázar de los Reyes Cristianos, cerca del Seminario. Y por supuesto que acepté sin dudar.

En el estanque grande discurría el agua, que se precipitaba en pequeñas cascadas sobre las hojas de los nenúfares. 

D. Martín me explicó mientras hacía fotos, la técnica fotográfica del encuadre, la importancia de la incidencia de la luz, y la regulación de la velocidad de disparo de la cámara en función de la toma. Sin embargo, en un momento determinado, me hizo una pregunta que me dejó sorprendido.

Me preguntó: ¿Cuál era mi opinión sobre una dura sanción a algunos compañeros mayores de Filosofía, por oponerse totalmente a él como rector, y mantener en grupo una actitud de claro enfrentamiento con la línea disciplinaria marcada en el Seminario? 

Aquello era caja o faja. O se avenían y acataban su dirección y jerarquía como rector y garante de las normas del Centro, o podían hacer las maletas y ser expulsados del Seminario.

Me quedé de piedra ante aquella cuestión. 

Entre titubeos por mi parte acerté a decir algo así como: Que una de las premisas principales que hay que aceptar al ser ordenados sacerdotes, es el voto de obediencia a la jerarquía de la Iglesia en materia de Fe y disciplina, y que esa premisa también podría ser válida para las otras órdenes inferiores del diaconado que aspiraban al sacerdocio. 

Que la jerarquía de la Iglesia en este caso estaba representada por él mismo como rector del Seminario, y que lo prudente sería darles una oportunidad de reparación y meditación a los compañeros implicados, para que quien quisiera reflexionar y corregir su actitud discrepante pudiera hacerlo, antes de enfrentarse a la expulsión y tirar por la borda sus estudios y la futura ordenación sacerdotal. 

Me contestó don Martín, que me agradecía mi opinión y la comprensión del problema suscitado con los compañeros, que eso era precisamente lo que tenía pensado hacer, y que le había resultado muy gratificante el haber podido compartir conmigo aquella preocupación que tenía. Terminadas las fotos volvimos al Seminario charlando de otras cosas intrascendentes.

Creo que la mayoría de todos aquellos compañeros mayores abandonaron el Seminario. 

Aquel asunto complicado también le debió de pasar factura a don Martín como rector, pues acabó siendo relevado del puesto. En su lugar entró nuestro anterior rector en los Ángeles, don Gaspar Bustos.

En nuestro curso el trato con la mayoría de los profesores era franco, sin contar las confidencias con el tutor espiritual, que en mi caso era don Lorenzo. A él le contaba mis dudas, y las pequeñas aventuras que vivía con el grupo de amigos y amigas del pueblo a los que veía cada semana, y en donde ya empecé a tontear con alguna chica.

He querido compartir estos comentarios, para mostrar desde mi opinión personal la otra faceta del diálogo y la conjunción constante de los profesores con los alumnos, algo que por parte de algunos de nuestros superiores y formadores iba más allá de la simple chanza, del acogotar con el sentido de la culpabilidad, o de fastidiar con la humillación.

Sabido es que cada persona es un mundo, y que el Seminario era un centro muy selectivo con el alumnado, en donde cada profesor ejercía su función docente de forma particular, pues ellos no eran profesores titulados de carrera, que yo sepa. 

Algunos eran más amables y cercanos, y otros eran más ariscos o complicados, igual que pasaba con los profesores de otros centros escolares que conocí. También pasa ahora en la vida real, en el seno de las familias, en la vida profesional, y en cualquier empresa.

La vida en el Seminario había que entenderla dentro del esquema encorsetado de aquella época de los años sesenta, donde los profesores eran sacerdotes diocesanos que intentaban cumplir el cometido de la evaluación permanente, buscando solo un perfil determinado en los alumnos de incipiente vocación, que se preparaban para ser en un futuro sacerdotes de la Iglesia Católica. 

No resolviendo siempre su función de la forma más acertada, como ya se ha comentado por parte de algunos compañeros. 

Era aquella una etapa dura en blanco y negro, sin segundas alternativas para los alumnos seminaristas que no pasaban la evaluación de aquellos superiores, y que dejaban cada año el Centro. 

Unos alumnos eran expulsados, y otros se marchaban por su cuenta al no coincidir personalmente con aquellos esquemas excesivamente estrictos, en los que se intentaba comprimir la personalidad individual y el sentir natural de cada cual como muchachos muy jóvenes venidos de sus pueblos, en unos formatos psicológicos excesivamente idealizados o estandarizados.

Yo lo viví desde la óptica de ser un alumno algo mayor con respecto a la media de edad, que además antes había pasado por otros centros de formación como fueron un colegio Salesiano en Córdoba y otro centro de Maestría Industrial en Cataluña. 

Aquellos esquemas del Seminario yo los veía como unas formas de enseñanza particulares, pero no como algo que me tenía que marcar personalmente. Para mí los profesores no eran la voz de Dios, sus exigencias docentes yo solo las veía como unas formas de disciplina en el Seminario. 

Desde luego he de dejar claro, que todo lo comentado hasta aquí es solo mi particular punto de vista.

Lo vivido junto a mis compañeros, y sobre lo que yo pude apreciar en primera persona en aquel entonces, puede que fuera algo diferente para mí, por mi condición de contar ya con una experiencia formativa en otros centros, y con otros profesores ajenos al Seminario. 

No obstante he de decir aquí, que quiero hacer constar el reconocimiento a la gran labor formadora de todos aquellos profesores, a pesar de que desde su identidad de sacerdotes diocesanos se veían en la obligación de formarnos a su manera, y de seleccionarnos según el criterio impartido por la jerarquía eclesiástica, para que los alumnos que pasaban se ajustaran al formato de selección establecido. 

En mi caso, creo que me quedó solo el mensaje más importante de todos los aprendidos; el respeto hacia los demás sin perder mi identidad, y la curiosidad por deducir siempre a partir del entorno del mundo en el que vivía, que traté de entender desde la observación y la reflexión. 

Deduciendo para mí las causas y las razones que originaban y promovían todo lo que éramos, procurando ser imparcial con quienes me rodeaban, ya fueran alumnos o profesores.

Todo ello desde unos planteamientos libremente aceptados de la moral Católica, y también desde unos fundamentos espirituales luego pulidos por la experiencia a lo largo de los años, agarrando solo lo que he considerado fundamental.

Aquellas hechuras docentes no obstante, fueron las bases sobre las que crecí luego como persona en el ámbito familiar y en el profesional, y que aun hoy me permiten relativizar bastante los sinsabores que a veces nos encontramos en la vida de forma inesperada. 

Buscando rentabilizar el hecho extraordinario de convivir conscientemente como persona, compartiendo con todas las demás criaturas el entorno común en el que existimos.

Algo que también creo, que bien les pudo pasar en mayor o menor medida, a todos los compañeros que pasaron como yo, por los diferentes cursos del Seminario con unos u otros profesores.

Con mayor o menor fortuna, pues éramos más de doscientos alumnos contando todos los cursos. Y a pesar de los errores que se pudieran cometer o sufrir, o los casos lamentables que afectaron a algunos compañeros, aquellos años de formación en el Seminario desde el estudio y la estricta disciplina, creo que nos aportaron más beneficios que perjuicios. 

La resultante final que deduzco como denominador común después de todos aquellos años de estudio, fue muy positiva de cara a unos muchachos en general que llegamos de nuestros pueblos, con orígenes muy diferentes, y que allí nos pulimos y uniformamos.

Muchachos, que luego nos hicimos adultos y personas responsables en la sociedad y en la familia, sin olvidar seguramente nunca aquel poso de fundamentos, de disciplina, de estudio y de respeto. 

Un sembrado de principios en un recorrido de largo alcance, con la prolongación de nuestras vidas en los hijos que llegaron, y luego posiblemente en los nietos.

Quedando la etapa del Seminario como una cimentación lejana de juventud, pero fundamental para el desarrollo de nuestra manera de entender la vida como ciudadanos, que nos dura hasta el hoy mismo.

Al menos yo eso creo, y esa es mi opinión.

Saludos.

viernes, 3 de febrero de 2017

Crónica de la 21ª Reunión GRUPO MADRID

SEGOVIA

2 de febrero de 2017

A las 6,45 de la mañana el viejo despertador digital ejecutaba fielmente mi orden. Después de un largo bostezo, salté de la cama como una leona hambrienta. Oteé el horizonte, vivo en un sexto, y me encontré con un día encapotado y feo. Mal empezamos, pensé. Lluvia, viento y niebla hasta pasar el Puerto de Navacerrada. 

Llegamos a Segovia un poco antes de la hora prevista. Punto de encuentro: junto a Mesón de Cándido. Enseguida vimos a Paco y Vale y unos minutos más tarde a Antonio y Paqui. Carmen, Manuela, Manuel y Rafa llegaron un poco después.

Cuando saludé a Carmen y a Manuela me extrañó verlas tan pálidas. Sus caras tenían la blancura de unas geishas llegadas de Kioto. Yo pensé que eran dos turistas japonesas que se habían despistado de su grupo, no te digo más. Después me enteré, porque al final todo se sabe, que su palidez fue consecuencia de la agresiva conducción de Rafa. ¡Anda, coño, otras que cayeron! Me tranquilizó ver que, poco a poco, la natural belleza de ambas iba oscureciendo sus níveas mejillas. Hay rotondas que se echan a un lado cuando ven llegar a Rafa. Hamilton es un carretero a su lado.

Según el programa preparado minuciosamente por Antonio, la primera visita sería a la cercana Academia de Artillería. Después del necesario control del Cuerpo de Guardia, pasamos al interior. Comenzamos en la cafetería para tomarnos algo caliente y esperar al Oficial que nos iba a servir de guía. Entre sorbo y sorbo, Paco nos obsequió con unas carteras de cuero hechas por él. No sabíamos nada de esta nueva faceta de Paco. ¡Una preciosidad!

Nos avisaron que podíamos comenzar la visita. Fue muy interesante. Con las fluidas explicaciones del Tte. Coronel Besteiro, antiguo compañero de Antonio, estuvimos empapándonos de la historia de la Academia. Nos encontramos con el Coronel Director de la Academia, que estuvo departiendo afablemente con nosotros durante unos minutos. ¡Cómo se notaba que Antonio pisaba terreno propio! 



Acabada la visita nos dirigimos hacia el Alcázar de Segovia. ¡Otra maravilla! Nuestro anfitrión lo tenía todo preparado para entrar gratis al monumento. Sólo una pequeña aportación al guía. 

Cuando terminamos nos dirigimos al “Bar las tres BBB” donde nos esperaban Carmen y Rafa. Unos vinos y salida, esta vez más rápida, para el “Restaurante San Martín” Aquí nos empleamos a fondo. La mayoría pidieron judiones y cochinillo. Yo me pasé de listo y pedí bacalao. Me lo sirvieron en un plato muy grande por fuera y muy chico por dentro. Tuve que limpiarme las gafas para localizar el manjar. Miraba con callada envidia el plato de Paco. ¡Qué manía de intentar camuflar las pequeñas raciones dentro de ostentosos platos! ¡Menos plato y más “comía”. Eso sí, todo delicioso. Después de una larga sobremesa y la foto de grupo, nos dirigimos al bar “La Colonial” para tomar café. Aquí Rafa se nos puso un poco pachuchillo y tuvimos que levantar el campamento. Antonio sintió no poder completar el programa de visitas. Lo de Rafa no es más que una ITV para estar de nuevo operativo. De la boca seguro que no es porque se lo comió todo, todo, todo.

Tengo que agradecer a Antonio y Paqui, en nombre del grupo, la entrega que pusieron para que nuestra visita a Segovia resultara agradable. Gracias, pareja, porque lo conseguisteis con nota alta. Y a Paco instarle a seguir trabajando el cuero para seguir deslumbrándonos con sus creaciones.

La próxima reunión será Alcalá de Henares. Todavía tenemos que ajustar nuestras agendas para designar el día. 

Hasta entonces, un virtual abrazo para todos.

Paz y bien

Antonio Estepa Romero