sábado, 17 de febrero de 2018

El principio de todo


Seminario de Santa María de Los Ángeles (Hornachuelos). Martes, 10 de noviembre de 1964.



Hoy es mi cumpleaños. Doce. Un mocilindrico, dirá mi abuela cuando me vea. Llevo un mes aquí, en este edificio grandioso que parece soltado en mitad del monte, y me siento atraído por estos parajes tan novedosos para mí. Hasta ahora, no había salido de mi pueblo nada más que a operarme de las anginas en Cabra.

Todo aquí es muy diferente a lo que mis ojos se han acostumbrado desde niño. No veo olivos, viñas, higueras o almendros; echo en falta las tierras de labranza, las besanas infinitas y el campo recién arado con su agradable olor a marrón calentito. En lo que he podido ver hasta ahora en esta tierra feraz e indómita solo hay lugar para algarrobos, madroños, almezos, acebuches y grandes chaparros, que los curas llaman alcornoques, el mismo vocablo con que don José Delgado nombra a los negados en matemáticas. “Alcornoque, eso es lo que eres”. Y para las piedras. De todos los tamaños. Enormes peñascos. Aunque procuro ocupar mi mente en los pormenores de esta nueva vida, que son muchos, mi cabeza salta sin remedio al cortijo, no pasa un día sin acordarme de mi casa, de mi madre, de mi abuela, de mi hermano pequeño de solo seis meses. Así y todo, no estoy especialmente triste. Y eso que el día no está para muchas alegrías, que digamos.

Una lluvia apacible y cansina cae sobre la sierra. Así lleva todo el santo día. Así lleva toda la semana. No nos permite subir hasta el llano del pozo a jugar al fútbol, ni siquiera lo hemos podido hacer en el patio de la huerta, totalmente embarrado. En los recreos nos refugiamos por distintos sitios y así repartimos el ocio, unos jugamos al ping-pong; otros, al pichoncho; otros, en fin, se arrinconan en las clases a escribir cartas a los padres… Esta tarde los curas nos han rejuntado a todos los de mi curso en el gran salón de estudio. Un centenar de chaveas a punto de hormonar. Pero ni las hormonas juveniles pueden con la prestancia altiva del prefecto. No se oye una mosca. Desde mi pupitre, cercano a una de las ventanas, me distraigo contemplando con un poquito de murria la empapada espesura del cerro de enfrente casi velado hoy por una neblina que va y que viene y consigo alcanzar también el último meandro del río, lento y taciturno, camino de la presa de Hornachuelos. En mi pueblo, o en La Capilla, la lluvia casi siempre es aburrida, digámoslo así; aquí, en esta húmeda quietud, la lluvia es… triste. Si nuestro jefe de estudios, un cura serio y severo que domina todo el salón desde la tarima con su porte orgulloso y su mirada fría y enérgica, mostrase una pizca de ternura se daría cuenta de la melancolía que flota en el aire. Si don Antonio fuese un hombre cercano y cariñoso hasta podría pensar que es el cielo de noviembre el que llora larga y mansamente por estos muchachos, brotes aun demasiados verdes desgajados del tronco de sus familias.

Y, sin embargo, yo no estoy triste. No tanto como mi madre lamenta desde nuestra casa del cortijo. “Mi José María, con lo endeblucho que es… ¡Qué arrepentida estoy!…” Ni siquiera echo de menos la celebración de mi cumpleaños porque en mi casa no celebramos esas cosas, si acaso un trozo de turrolate en la merienda. Y me doy cuenta de que no soy tan débil como mis padres creen. Hay niños aquí a quienes he visto llorar. Muchos. Yo no lloré ni siquiera el primer día, el más duro y cruel, cuando ves alejarse el coche de Frasquito Gloria donde hemos viajado, llevándose a tus padres y dejándote a ti medio abandonado en manos de unos curas totalmente desconocidos. Esa primera noche fue de un desamparo crudo y descarnado, sí, es verdad. Acostumbrado a dormir con mi abuela y sus letanías, y en calzoncillos, no veía la manera de ponerme el pijama delante de extraños. Pero pasé la prueba. No, no soy débil, al menos de espíritu. Me he repuesto. “El primer mes es el más duro, el periodo crítico” -le escuché a don Gaspar decirle a mi padre aquel primer día. Ya he superado esa cota, la del primer mes, y me encuentro digamos que pasable. He tenido suerte, quizás haya sido eso. Me he acostumbrado rápido a esta rutina de misas, cánticos, clases y fútbol. Y si destacas un poquito en el fútbol ya te vas haciendo un nombre, vaya. La comida es lo que peor llevo, las cosas como son. Soy muy delicado para pobre, como dice mi abuela. Me da asco el queso de cerdo y la morcilla. Aaajjj. Pero me harto de pan seco si hace falta. En mi mesa hay niños más refinados que me alargan el pan que les sobra. Y me encantan los higos secos de la merienda. Me doy cuenta, además, de mis habilidades para los estudios: encuentro relativamente fácil lo que para otros, incluidos mis paisanos Manolo y Manuel, resulta muy complicado, por ejemplo, el Latín. Hasta hay gente que en los recreos me pregunta cosas de clase y todo. No entiendo cómo puede alguien tener problemas con la primera declinación, la del rosa, rosae, una cosa chupada. Y esas cosas me hacen sentir como importante. Encima, he congeniado muy bien con algunos de estos compañeros, creo que ya tengo varios amigos: Jaime, José Pablo, Pepe Montes, Jesús Cantarero, Tomás…

De esta manera voy ensartando unos con otros pensamientos alegres acerca de esta nueva vida. Hago como que estudio, pero no. Ando bastante desahogado y puedo permitirme holgazanear un rato meditando sobre mis cosas en este salón abarrotado y con tufo a pies bajo el son monótono de esta lluvia pertinaz. Y me da por pensar en lo caprichoso del destino para con las personas. Yo mismo no tengo una explicación clara de cómo he acabado aquí, en el seminario. Me gustaba ser monaguillo, sí, ayudar en la misa, vestirme con mi sotana negra y mi roquete blanco, y subir al púlpito por las tardes a dirigir el rosario, sorbiendo mocos, al cónclave de viejas de toquillas negras entre las que destacaba, cómo no, mi abuela. Y es verdad que soñaba despierto con la idea de que algún día yo pudiera formar parte de aquel círculo de seminaristas de mi pueblo, muchachos mayores, mocitos, a los que yo veía como gente privilegiada, un elenco, que se codeaban con don Juan el párroco, que paseaban juntos por la plaza, que iban al cine sin pedir permiso al cura… Un sueño casi imposible. Don Juan era un perfeccionista, un chinchoso maniático del orden y de la limpieza, y yo era sencillamente su antítesis: un desastre de orden y de disciplina. Me salvaba, no obstante, ante sus ojos mi memoria privilegiada, mi buena disposición para los estudios y el apoyo incontestable y unánime de los seminaristas mayores que siempre creyeron en mí como una especie de diamante en bruto. Muy en bruto. Y, desde luego, el tesón de mi abuela con sus rezos, sus jaculatorias y sus repetidas visitas a la sacristía para convencer a don Juan de mi idoneidad como seminarista. Cedió finalmente el cura y me metió en una terna compuesta por sus dos monaguillos preferidos, Manolo y Manuel, y yo mismo. Y los tres fuimos admitidos. Y aquí estamos.

-A ver, tú... sí, tú, Filiberto, no te hagas el tonto: céntrate en el libro y deja ya de pensar en las musarañas.
Don Antonio, que no se le escapa una.



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7 comentarios:

  1. Querido José Maria, me encanta que hayas empezado por el principio. Muchos de tus recuerdos serán los míos y me traerás muchos, la mayoria, que ya los tengo olvidados. Esto promete un montón ...
    Quería completar, que según las efemérides, iniciamos el curso el día 3 de Octubre. Que nuevos, nuevos éramos 119 y se nos añadieron 13 repetidores de primero del curso 63. Por tanto 132 en total, repartidos en tres clases. Por los datos que he podido averiguar, mi clase era 1°A y si tu profesor de matemáticas era D. José Delgado, estabas en 1°C.
    Subiendo las escaleras del comedor el primer dormitorio era el mío, se llamaba La Asuncion. En el segundo piso estaban las duchas. En el tercer piso, creo que era tu dormitorio, le habéis puesto el sobrenombre de los "pajaritos", por ser el último, pero no recuerdo su nombre, seguro que tú si...
    Seguimos atentos. Recibe un fuerte abrazo.

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  2. No, Manolo, mi dormitorio era san Tarsicio. Los pajaritos era en san Telmo.
    Mi clase, en efecto, era 1C

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  3. Un magnífico repaso de aquellos aconteceres José María, que todos los que pasamos por allí seguro que te agradecemos.
    Copio tu ejemplo, y en cuanto pueda procuraré enviar un escrito con lo que significó para mí aquel tiempo juvenil en los Ángeles.
    Un abrazo.
    Juan Martín

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  4. "Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales."
    Has evocado muy bien el ambiente cansinamente lluvioso con su neblina y humedades, recordándonos a D. Antonio Machado.
    También ha quedado bien planteada la figura ominosa del orgulloso D. Antonio.
    No has olvidado dibujar el desamparo y la penurria por la lejanía de la familia, a pesar del tiempo que dices que había pasado desde tu ingreso al Seminario. (La famosa murria de algunas memorias de Manuel Jurado).

    Entre los lugares de recreo en días lluviosos, como ese que narras y otros mejores, algunos descubrimos una salita con una pequeña biblioteca en el edificio de la izquierda del patio según se entraba al Seminario. Y en vez de futbolistas nos convertimos en lectores impenitentes.
    El capítulo de los penitentes, (¿dónde se metían ellos, por ejemplo?), me encantaría que alguien se animara a relatarlo. Sobre tan curioso grupo he oído campanas pero no sé dónde.

    Nos explicas con gran claridad que el ejemplo de los otros seminaristas de tu pueblo, siendo tú monaguillo de ley, te animó a emprender la aventura de ser estudiante interno en el Seminario.
    La evocación de este detalle y de tu vida anterior al momento que narras utiliza el mismo recurso literario que Manuel Jurado en el artículo homenaje a D. Moisés: la ensoñación, de la que te sacará, como a Manuel, la intervención del cura.
    Como dice Andrés Osado, todos aprendemos de los demás bloguistas.
    Lo que me hace preguntarme: ¿Por qué te dejamos toda la tarea a ti solo?
    Aunque sea un placer leerte echo de menos a otros escritores del gremio.

    He dejado definitivamente el tabaco pero sigo enganchado irremisiblemente al blog. Y con lo mucho que me gusta escribir no encuentro tema ni confidente que me pueda ayudar.
    Por todo ello valoro y agradezco, Fili, tu formidable empeño en ofrecernos retazos de aquel mundo. Sin olvidar que además añades a menudo los retazos de tu mundo actual.

    Sigue dándole, artista, y que no decaiga. Un abrazo.
    Pedro

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  5. Como yo era futbolero empedernido, no dispongo de información de primera mano sobre las actividades más o menos secretas de "los penitentes". De nuestros lectores asiduos, quizás pudiera ser Paco César quien más autorizado se halle para echar luz sobre tan atractivo asunto.
    Es formidable que hayas dejado el tabaco, y voy a insistir conmigo mismo para enseñarte a abrir un blog, ¡coño, ya!

    Un abrazo.

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  6. Ya lo intenté con Antonio Roldán. Quedamos en que nos relataría el tema de los penitentes en un libro que está escribiendo, "Fantasmones amarillos". Pero hasta que no lo termine y lo edite no quiere contar nada.
    Así que Paco César, se bueno y enróllate a explicarnos lo que recuerdes, porfa, que muchos te lo vamos a agradecer. (¡Da un coraje haber vivido de cerca tantas cosas y no haberse dado cuenta uno de nada! A veces pienso leyéndoos en qué mundo vivía yo).

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