Reunión en Casa Pepe
Fuenlabrada (Madrid)
16 de febrero de 2019
- “Vamos a ver qué mides de cintura”, me dijo el dueño de la tienda, el señor Arcángel, haciendo gala de sus reflejos para poder alcanzar el otro extremo de la cinta métrica, que, como una boa constrictor, se ceñía alrededor de mí. Me sacó dos pantalones de tallas especiales porque superaba los stándares normales. ¡Cómo añoro aquellos días de compras, cuando llegaba a las tiendas, me probaba la ropa elegida y escuchaba que no había que tocar nada! ¡Ahora hay que tocar todo! Con lo que me sobra del largo del pantalón, por ejemplo, le puedo hacer un trajecito a mi nieto Mario. Hasta las doce estuvimos en la tienda. Pensé que llegábamos tarde a Casa Pepe.
Acababan de llegar Consuelo y Manuela con sus respectivos esposos. Primeros ósculos y palmotazos desde el pasado 15 de diciembre en el palacete de Antonio López. Las chicas se quedaron en la terraza y nosotros entramos al abrevadero. Desde el mostrador fuimos testigos de la entrada triunfal de Antonio Porras y Pilar por la puerta de la cocina. Eso me pasó también el primer día. Fuimos puntuales. Enseguida llegó Antonio López, Paco y Vale. Como siempre, echamos en falta a todos los ausentes.
Pedimos de beber y observé que Victoriano estaba especialmente servicial y atento con Consuelo. -“Agua de la fuente, quiere”-, pensé maliciosamente. Más tarde nos enteramos que ya venía con los deberes terminados. Por lo que se ve, este hortelano tiene bien regada la huerta; no como algunos, que vamos a tener que pedir al Gobierno declaración de zona catastrófica. Ya sabemos que con estas edades los hombres les echamos “añadío” a nuestras hazañas maritales, pero no es el caso porque Consuelo, con la autoridad de un notario, asiente a la información que nos proporciona su marido.
Pasamos al comedor, después del aperitivo, sentándonos de forma tradicional: mujeres a un lado, hombres a otro. Las conversaciones discurrían alegres y fluidas.
Nos reímos mucho con las ocurrencias que se vertían. Antonio Porras le pasa lo que a mí: nos echan un aparejo encima y acarreamos más agua que un camión cisterna. Observé también que Manolito Jurado estrenaba gafas con más graduación de la que necesita, con eso tiene ya para más años. La verdad es que le caen bien. Con ellas puestas tiene más sex appeal que una secretaria del UN, DOS, TRES. El Jurado sigue impartiendo clase con su saber: pregunta que hacía el personal, respuesta que daba él con la precisión de un cirujano plástico. Victoriano y yo cruzábamos miradas como diciéndonos: -“¡Y ahora qué!”. En esta ocasión se atrevió a informarnos del edificio de San Pelagio: número de alumnos por curso, repetidores, quiénes pasaron a Introductorio o a Preu, sus dormitorios, escaleras, patios, personal de servicio… ¡todo! Me quedé con la gana de escucharle, “eso no lo sé”. La velada fue, como siempre, extraordinaria. Estos encuentros los comparo con un oasis en mitad del desierto. Te sirven de convivencia apacible en medio de tantas noticias que nos llega desde todos los frentes y que a veces te hacen llegar al hartazgo.
Entre risas, chupitos y algún que otro güisqui discurrió la tarde. Nos levantamos de la mesa a las seis. ¡Se ve que Paco tiene mando en plaza! Yo tenía el culo que parecía una pizza carbonara.
Foto y abrazos de despedida. La próxima reunión será cuando Victoriano mueva el avispero.
Tengo que añadir que no cené porque no me cabía más placer en el cuerpo.
Paz y bien.
Antonio Estepa Romero