DE VUELTA A LOS ÁNGELES
¡La tercera vez que lo iba a intentar!
Esta vez, habíamos quedado Francisco Sánchez, Manolo R. Medrán, Carlitos y un servidor de ustedes.
Cuando me monté en el coche, el corazón comenzó a palpitar algo más rápido de costumbre. Era para no preocuparse. No tanto como para hacerle, la correspondiente pregunta, nuestro médico de consultas (nunca mejor dicho) el siempre sonriente, amigo Fili.
En un momento de la alegre conversación que llevábamos, mi mente retrocedió al pasado.
Me vi montando en un autobús, mirando la elegante y acorazada figura del Castillo de Almodóvar. Observé cómo se hacía más y más colosal. Al rato, la fui perdiendo de vista. En ese momento volví a la realidad. “Esta vez, afortunadamente el hecho de haber menos curvas, y el haberme hecho mayor, no me hizo echar fuera, todo el desayuno que había tomado; cosa que normalmente me pasaba antiguamente, nada más pasar bajo su sombra. (Si, Fili, a pesar de ese potingue que se llamaba “biodramina” o de no haber tomado líquidos) No fallaba… todo fuera, hasta la última papilla. El pobre conductor se acordaría de mi durante todo el día.
Seguimos alegremente el camino. Manolo Medrán estaba tentado de encontrar un hueco por donde entrar y robar naranjas, pero, por mucho que mirábamos, no lo encontramos. Todo estaba “alambrado y bien alambrado”
—¡Ay que ver con lo que me gustan a mí la naranjas robás!— decía con cara de contrariedad.
Llegamos a Hornachuelos, tras un breve cafelito en el restaurante Los Álamos, apalabramos el futuro almuerzo para el Encuentro. Cuando llegó José María, más sonriente que un niño con un juguete nuevo, nos montamos en su coche.
Por un momento pensé que Bartolo nos llevaba de regreso al Seminario, después de haber ido al pueblo.
No había transcurrido mucho cuando el coche giró a la derecha, al igual que aquel autobús de la empresa Sánchez Navas. Pero esta vez, las arrugas del camino por el tiempo pasado, empezaron a notarse inmediatamente. Parecía que en lugar de por tierra, viajábamos por un mar bravío.
¡Pobre camino! ¡Pobre coche!
José María que, esta vez, no me llamó D. Andrés, me dijo que por allí no podía pasar un coche de los nuestros, so pena de dejarse los bajos o tener un reventón en las ruedas. Desde luego, no hacía falta que lo demostrara matemáticamente.
¡Cuantos arrempujones nos dimos Manolo, Carlitos y yo, que íbamos detrás! Demostramos, aún más, el afecto que nos tenemos. Claro, el Sr. Sánchez, como buen Señor Regulador, iba tranquilito y todo anchote delante. Creo que un poquito acojonado iba, como demuestra lo siguiente. Cuando nos bajamos nos increpó:
—¿Y vosotros por qué le dabais tanta conversación a José María? ¿No veíais que miraba hacía atrás como si tal cosa?
Lo cierto es que, nuestro alegre conductor, se sabía el camino con los ojos cerrados y conducía el coche solo.
¡Vallas por todo el camino! ¡Demostraban la ambición humana de apropiarse del campo, aunque no fuera suyo! La sorpresa fue al llegar al llano del campo de fútbol y verlo de la misma manera. ¡Estaba aprisionado entre alambres de espinos! Las pobres encinas se sentían de igual. Esas pobres encinas que, sin cuidado alguno, están muriendo al no poder soportar el cautiverio y el escarabajo que está atacándolas, según nos dijo José María. Nosotros mismos pudimos observar: palidecían en un mortal tono amarillento para luego caer sin remisión.
Afortunadamente, seguimos por el camino. Tras cruzar el pozo, esta vez no tuvimos que montarnos en aquellos camiones, que cubiertos por una larga lona, nos llevaron al Seminario.
Avanzamos por lo que ahora llaman “bosque” y nosotros llamábamos el “camino del campo de fútbol”. El lindero permanecía, pero su fisonomía, algo ajada, se había acompasado a la nuestra.
Miré hacia mi derecha y vi el surco, ahora seco, lleno de lascas y jaramagos. El que antiguamente jugueteaba con brillos de cristal y alegraba, con su canto, el sendero, ahora permanecía mudo. Busqué esa imagen que colocamos en una encina, pero no la hallé.
Al llegar al “Palo Banderas” algo hizo cambiar mis sentimientos apesadumbrados.
¡Allí estaba! ¡Los Ángeles!
¡Majestuoso, nos dio la bienvenida!
¡Por fin lo vi!
Cuando José María, hizo sonar el cerrojo de la puerta y nos dijo que pasáramos, me contuve un momento. No me atrevía a entrar. No se si era miedo de lo que pudiera encontrarme, o asombro ante un regalo que no te atreves a abrir.
¡Por fin entré!
Todos los sentimientos de pesadumbre desaparecieron.
El sol coloreaba de claros oscuros al patio. Estaba tal y como lo dejé hacía ya cincuenta y tres años, más o menos.
José María, presumía como un niño pequeño, del apaño que le habían dado al patio. Sinceramente lo quiera como si fuera algo suyo. A veces decía, ésta ha sido vuestra casa. Sí nos recalcó mucho que D. Demetrio el Obispo, tiene mucho interés en que todo quede perfecto.
¡Cuanta emoción me embargaba!
A mis otros tres acompañantes, no les iba a ser menos, según la expresión de sus rostros.
Mis pies, ahora cansados y no tan fuertes como los de antes, volvían a pisar aquel lugar de tantas vivencias. Sin embargo, mi mente se sintió por unos momentos juvenil, alegre y juguetona como antaño.
Después de haber permanecido absortos, mirando todo nuestro alrededor y comentando la ubicación de todas las instalaciones, de la planta baja, nuestro guía nos insistió en reanudar la marcha.
Pasé por aquel lugar, amigo Rafael Raya, por el que nos tuvieron en pie durante tanto rato. Unas cosas, no recordaba, pero esa permanece inalterable en mi conciencia. Sigue aún en su sitio. Pasé de largo, miré hacia otro lugar y no dije nada.
Nos dirigimos directamente al comedor. Vuelta a los recuerdos. A esa venta por donde, los más próximos a ella, tiraban eso que llamaban morcilla o chorizo. No nos pusimos de acuerdo del lugar donde comían los curas. Por lo menos yo decía otro. Creo que de todas las cosas nos la sacará de dudas nuestro querido amigo Manolo Jurado o quien sea.
Posteriormente subimos a los dormitorios. Ahí me pasó una cosa curiosa. A pesar del mal estado en el que se encontraban, debido a la barbarie humana, no pensaba en ello.
Trataba más bien de recordar el lugar. De revivir aquellos felices momentos.
No tenía noción por donde andaba. Mi mente no se ponía en situación. Sólo al llegar a las duchas supe dibujar instantáneamente ese lugar. Yo no hacía nada más que repetir, porque así lo recordaba, que yo entraba a los dormitorios por otro sitio. Ellos insistían en que era por este lado. Fuimos subiendo, pero yo buscaba un dormitorio largo, con unas ventanas que daban muy cerca del campanario.
Por fin subimos a un dormitorio, al ultimo. Allí tuve la sensación de haber estado. Algo me decía que en el tercer o cuanto armario empezando por el principio, colgaba mi sotana y dormía. Miré por una ventana y noté la presencia del campanario. Sin duda ese era el lugar. Ahí, por las noches medio oculto entre las sábanas le daba chupetones a ese bote de leche condensaba que había logrado pasar la inspección de los inspectores de talegas, por llamarlos de una forma elegante.
Cuando vi los aseos, colocados al final de la entrada, por la parte que daba al río, ya no tuve dudas. Por cierto, Manolo Medrán dormía cerca de ellos.
Otro momento que me hizo afianzar mis recuerdos, fue el ver que frente a la salida del dormitorio estaba el cuarto de un superior. Entré e hice una foto del lugar donde estaba colocada su mesa de despacho. La estaba viendo como si no hubieran pasado los días. Muchos sabéis de ese despacho, por lo que ahí lo dejo.
Ahora si, empezamos a bajar por las escaleras que yo recordaba. Por las que incluso se llegaba al estudio donde resonó ese guantazo de que le dieron a nuestro querido compañero Pacomo. Por lo visto luego hicieron clases y capilla.
¡Ah! Se me olvidaba, mientras subíamos por las escaleras que no figuraban en mi apartado mental, llegamos al coro de la Capilla. Allí volvieron a resonar en mis oídos esas notas de aquel niño, Rafa Vilas, que una voz parecida a esos niños de la Filarmónica de Viena. Me llegó el recuerdo de esa canción de entonaba siempre que nos despedíamos al irnos de vacaciones. Espero que entre todos logremos hacerla sonar. He tratado de recordarla, pero sólo me viene una que podía decir: “rosa de abril, que en tus divinos ojos” No estoy seguro. Mentes más privilegiadas habrá ente nosotros que sepan hacerla revivir.
Todo estaba destrozado, pero disfrutamos del momento. Nuestros pocos recuerdos encontraron la paz.
Mi querida esposa me dijo, al llegar a casa, que venía como iluminado. Pues la verdad es que tenía toda la razón. Es como si mi infancia, que fue muy buena, se hubiera incrustado nuevamente dentro de mi.
Por lo que observé, tampoco se podían quedar atrás los que me acompañaban.
Mis piernas no daban para más. José María nos llevó de regreso al pueblo, donde nos tomamos unas patatas fritas con huevos y chorizos de caza. Esta vez los chorizos se colaron bien adentro de nuestros estómagos.
Bueno, ya está bien.
Hemos de conseguir ponerle nombre a todo y darle apariencia en algún documento.
Un abrazo.
Andrés Osado
Córdoba, 16 de marzo de 2020, quinto día de reclusión