Amargos recuerdos de infancia
¿Qué hacía yo, solo en aquella habitación? Era la
pregunta que golpeaba insistentemente en mi cabeza. ¿Cómo había llegado a esa
situación?
La mañana del día anterior, se presentó apacible
y luminosa: de esas que siempre se alude para destacar que es primavera. Era el
mes de Mayo de 1965; de las flores y de la Virgen María.
Por todos aquellos parajes de la Sierra de
Hornachuelos se respiraba la fragancia de las jaras, de los pinos, acebuchinas
y las elegantes lavandas.
Como siempre, para no alterar el reglamento que
regía en aquella institución, la campana sonó a las 7 de la mañana. De igual
manera, una vez realizados todos los quehaceres de costumbre, nos dirigimos a
la capilla para la meditación y misa.
A partir de ahí todo siguió el curso normal de
actividades: adecentamiento de los dormitorios, estudio, clases, recreo etc. En
uno de los momentos del día, no recuerdo exactamente en cual, nos reunieron en
el patio. Formamos en semicírculo, frente a los baños (dicho de una manera
fina, pero que entre nosotros los llamábamos letrinas, váter o meaderos). Lo
normal era dar unas vueltas en fila y al toque del silbato, lanzarnos en veloz
carrera hacia el ping-pong, los pichonchos o cualquier otra actividad
recreativa. Pero esta vez no parecía que se iba a cumplir la norma. Conforme
nos íbamos colocando, las miradas de sorpresa e incertidumbre se cruzaban entre
nosotros. Todo ello se produjo en un silencio absoluto, donde sólo se dejaba oír
el arrullo de alguna que otra tórtola. Como he dicho, aquella situación se
presentaba totalmente nueva para nosotros. Allí estábamos los alumnos de
primero y segundo, del curso escolar 1964-65. Para mí era el segundo curso que
estudiaba en aquella institución.
Frente a nosotros, impertérritos, estaban las
figuras hieráticas de los “formadores”: D. Gaspar, D. Antonio D. Francisco
Javier y alguno más. En esos momentos, sus rostros graves, aumentaban la
sensación de angustia que nos tenía en ascuas. Entre ellos y nosotros, se había instalado un
gran silencio, un profundo y sonoro silencio. Así estuvimos durante un largo y
apesadumbrado espacio de tiempo. El sol,
fiel testigo, se mantenía a la espera justo encima de nuestras cabezas.
Una vez colocados adecuadamente, la voz de D. Antonio empezó a
retumbar entre los muros de aquel patio de recreo, no se si convertido en patio
de “tortura” o eran figuraciones mías. D. Antonio era un hombre alto, espigado,
que ocultaba sus ojos tras unas gafas oscuras, dándole a su semblante una
sensación de dureza indescriptible. Como iba diciendo, empezó su alocución tras
esas gafas oscuras, que no sirvieron para ocultar la expresión de su rostro: una espeluznante y
macabra “mala leche” se marcó en su cara, al igual que en las del resto de
formadores. Pues bien, señalando hacia los WC, dijo:
-¿Quién ha pintado esas figuras obscenas por
detrás de las puertas? ¡El que haya sido que dé un paso al frente!.
De nuevo, las miradas entre nosotros se cruzaron;
pero ahora con más intensidad e incomprensión.
-¡Aquí nos quedaremos hasta que aparezca el culpable!-
volvió a insistir el de las gafas oscuras.
Así estuvimos hasta que transcurrido un tiempo,
quizás una eternidad, nos subieron al estudio. Allí permanecimos hasta la hora
de comer: como es lógico, en ese entorno, ni el más valiente de los valientes
del mundo, habría dado tal paso al frente. (Por cierto si alguno de los que leéis
este relato fue el autor, por favor decidlo, pues el alma de este relator
y algunas almas más, quedaran exoneradas
de culpabilidad).
Ese día, en el comedor, estuvimos todo el tiempo
en silencio, pero esta vez sin lectura que lo acompañara, como, por otra parte, era frecuente.
Terminado el almuerzo, de nuevo nos subieron al
estudio. Las clases y las demás actividades continuaron su curso normal.
Yo, no subí. Al contrario, fui apartado, inmediatamente,
del grupo y llevado al majestuoso despacho de D. Gaspar, que en su día había
sido el de la marquesa. Según decían, continuaba exactamente igual: una mesa de
despacho de madera de raíz, unas cortinas rojas de terciopelo y un ventanal grandísimo.
Me sentaron en una silla, donde cabían como cinco o más y con gran solemnidad y
“hombría” nuestro señor Rector me imputó la autoría de las pinturas obscenas
(deberían estar bien dibujadas) que había en los WC… sin haberse dignado
preguntarme si efectivamente había sido yo (ahora diríamos que me lo imputó por
Real Decreto) Como es normal en un niño de esa edad, lo único que dije es que
no había sido. Eso lo repetí una y otra vez. Yo apenas sabía dibujar, no era mi
fuerte.
Con voz solemne y sin ápice de compasión,
pronunció las terribles palabras:
-¡Quedas expulsado de aquí. Mañana te enviaremos
a tu casa. Ahora ve a recoger todas tus cosas!
Esa fue la sentencia, la dura y terrible
sentencia que me aplico “él” y sólo “él”, D. Gaspar. Aquellas palabras
martillearon mi cabeza y aún hoy las recuerdo con amargura y desasosiego.
Una vez fuera del despacho, D. Eduardo, me condujo
al estudio (que ya se encontraba vacío) para recoger mis libros, lápices y
demás material escolar. Después al dormitorio, para hacer lo mismo con toda la ropa y meterla en el pequeño baúl que
tenía. Terminada la rutina, que les era
de aplicación a todos los expulsados, me aislaron en un dormitorio, de los que
utilizaban para los que venían de paso o de visita. Allí permanecí solo;
apartado de todos vosotros; como si fuera un apestoso animal. No me dejaron ni
despedirme de, al menos, los más allegados.
Lo que ocurrió al día siguiente: el viaje y la
llegada a mi casa, será otra historia.
Si alguien fue testigo de los hechos que se me
imputaron, o puede dar luz sobre ellos, ruego, por favor, que me lo aclaren.
¿Por qué me encontraba en esa situación?
Conil de la Frontera (Cadiz), 14 de enero de 2.016
Rafael Raya de la Mora