Vivencias de estudiante en Santa María
de los Ángeles
Quienes pasamos por Santa María
de los Ángeles sabemos que uno de los puntales principales sobre los que
giraban nuestras vidas en el Seminario era el estudio.
Estudiar de forma concienzuda y
metódica, no solo era aprender bien las materias de las asignaturas para sacar
buenas notas, sino que era uno de los formatos educativos fundamentales que
usaban nuestros superiores para modelar nuestro perfil como personas de cara al
futuro.
Como personas o como futuros
sacerdotes.
Quiero rememorar mi experiencia
allí como una parte importante de mi vida, como persona y como estudiante,
revalorizando la labor de formación observada.
De hecho el estudio era la parte
fundamental de nuestro cometido en aquellos primeros años, y el resultado
medido en el Instituto de Enseñanza Media de S. Fulgencio de Écija, donde nos
examinábamos por libre los seminaristas, daba que los alumnos que tenían la
nota media más alta éramos nosotros.
Por eso pienso que además de
otros aspectos importantes, es el espacio del estudio un capítulo que merece un
comentario detenido contando situaciones y anécdotas que a día de hoy puedan
reverdecer aquellos momentos vividos.
He de anticipar que cuando entré
en el Seminario de Hornachuelos, yo había
cursado ya dos cursos de maestría industrial en un colegio de Lérida, cuyas
asignaturas no se correspondían al cien por cien con las que se impartían en el
bachillerato elemental, pues había temas como la tecnología que no se daban en
bachillerato, y otras asignaturas como los idiomas que yo no había dado.
Por eso hice el primer curso de
bachillerato en Hornachuelos, para acomodarme a los nuevos temas en el curso
1966/67 examinándome de ingreso, primero y segundo aquel mismo año y pasando a
tercero el curso siguiente.
La fórmula de la bomba atómica
Del pueblo de Hornachuelos venía
un profesor llamado D. Manuel creo, a darnos matemáticas, y recuerdo que era un
señor elegante, simpático y muy buen profesional de la enseñanza.
En una de sus primeras clases nos
puso un polinomio aritmético en la pizarra y nos preguntó muy serio si sabíamos
decir lo que era aquello. A cada una de las respuestas dadas nos respondía con
un no rotundo.
Hasta que haciendo una pausa
subrayó la secuencias de sumas, restas y multiplicaciones y nos dijo que
aquello que veíamos en la pizarra era lo más parecido a la fórmula de la bomba
atómica.
Rompimos a reír, y se deshizo el
hielo que había entre él y nosotros, a partir de entonces nos ganó a todos como
alumnos, que además éramos ya sus cómplices a la hora de reírnos de sus chistes
y de sus ocurrencias, mezcladas con las demostraciones y las formulaciones de
las matemáticas.
Aquel hombre nos mostró uno de
los secretos de la enseñanza, al posicionarse al lado de los alumnos que aprenden
sin miedos ni humillaciones, sin varas ni reprimendas, sino compartiendo el
trabajo de sacar adelante una asignatura. Su estilo pedagógico se extendía
fuera de la clase, pues no era raro verlo chutar una pelota en el patio minutos
antes de entrar en clase, mezclándose con nosotros por unos momentos de igual a
igual. Ese estilo y ese talante formó parte de su enseñanza, algo que luego nos
aflora en la vida a quienes tuvimos la suerte de tenerle como profesor.
La Bola de Drac ya existió años antes de que la emitieran en dibujos animados por TV
La sala de estudios en Sta. Mª de
los Ángeles era un lugar importante, a la hora de preparar los trabajos y las
asignaturas, teníamos cada uno una mesa individual con un pequeño estante
lateral para guardar los libros.
El salón era enorme presidido por
una tarima y una mesa en la se sentaba uno de nuestros superiores a vigilar
para que no hubiera alboroto, era un tiempo de estudio, reposo y concentración.
Aunque no siempre todos los
jóvenes éramos todo lo cabales que se esperaba.
Había algunos chicos más
traviesos, que en aquellas horas de modorra posterior al almuerzo no podían
aguantar el estudio y se distraían a
veces lanzando bolitas de papel usando el bolígrafo como una cerbatana.
También se lanzaban unas bolas
invisibles que mosqueaban al cura vigilante cuando oía alguna risita mal
disimulada e intuía que allí pasaba algo.
Era lo más sofisticado que
recuerdo, los lanzamientos de aquellas bolas invisibles amasadas con supuestas
cargas de cera extraída de los oídos con
gestos ampulosos, mucosidades o supuestas legañas de los ojos que en teoría
formaban una bola invisible que se lanzaba contra un compañero.
Todo era teórico, incorpóreo,
imaginado e inexistente.
Solo éramos reales nosotros,
chicos jóvenes sentados en una inmensa sala de estudio.
La víctima que recibía el impacto
metafórico en la cara, se recogía los supuestos restos de la bola con la mano y
los amasaba de nuevo sobre la tabla de su mesa, los aumentaba añadiendo otros teóricos restos
de más mugre y cascarrias, y le lanzaba la bola a otro compañero, que viéndola
venir la podía esquivar, con lo que la trayectoria la hacía impactar sobre el
vecino de al lado, que por el rabillo del ojo veía el lance.
Esa escena ocurrió varias veces hasta
que el cura elevando la mirada por encima del breviario señaló impertérrito con
el dedo de la mano a la última víctima que estaba amontonando los restos de la
teórica bola en la mesa.
Y le dijo de forma imperativa que
fuera al estrado y se la entregara.
El juicio era inapelable no
admitía negativas, exigiendo insistentemente la prueba del delito, que como era
incorpórea no tenía una consistencia material.
Aquel hombre, que bien pudo ser
D. Emilio Pavón, ya superado por el hecho no admitía las negativas, pues vio el
gesto con la cabeza que hizo el chico al recibir el impacto de alguna cosa en
plena cara, y luego limpiarse los restos
de aquella bola metafórica.
Y exigía ver las manos y repasar
la mesa de estudio, cosa que hizo.
Sintiéndose burlado al no
encontrar nada, no pudo menos que tirar de bolígrafo y amonestar esta vez
realmente al susodicho, con una nota de mala conducta.
Lamentablemente no recuerdo bien
los nombres de los implicados, el cura pudo ser D. Emilio, pero si recuerdo las
circunstancias de los hechos acontecidos.
Quedándonos todos quietos, con la
cabeza enterrada en los libros, serios y cómplices por acción y omisión, y con
la boca sellada por siempre jamás.
Parece una nimiedad, pero aquel
estudio colectivo también nos formaba en la disciplina y en el orden a la hora
de preparar nuestras asignaturas en total silencio, quedando en el
subconsciente individual marcada la exigencia y la competencia personal de
forma imborrable. En más de una ocasión he sentido la angustia en sueños, de
acudir a clase sin los apuntes adecuados o sin el libro de la materia que se
daba en una hora determinada, algo que me ha pasado de forma repetida a lo
largo del tiempo muchos años después.
El terremoto durante el curso 1968/9
Mi dormitorio era el más bajo de
todos, justo al lado de la enfermería y se llamaba creo Beato Cura de Ars, allí
estábamos los mayores y seguramente era el más pequeño de todos los dormitorios
del edificio, situado de cara a la
ladera del río Bembézar y casi a nivel del suelo.
Yo me encontraba en mi camarilla al
igual que todo el mundo, pues era muy temprano, cuando de pronto se sintió como
un sonido sordo y muy lejano, parecía como el eco de un trueno de tormenta pero
continuo y progresivo, afinándose el tono.
Serían unos pocos segundos,
treinta dicen las crónicas, pero a mi me parecieron varios minutos.
Enseguida empezó a temblar el
suelo, la mesita y lo que tenía en el armario, incluso un cuadrito con la
silueta de La Virgen marcada a fuego sobre una madera lisa que tenía colgada en
la pared, repiqueteaba contra el tabique.
La sorpresa me dejó quieto y sin
capacidad de reacción, pues era como si alguien estuviera zarandeando el
edificio entero.
Algo nunca visto por mi, ni
imaginado.
Al poco se detuvo el traqueteo y
se volvió a oír el zumbido sordo y profundo ya aminorando, que como un eco se
fue diluyendo poco a poco hasta dejar de oírse.
Fue a partir de ese instante
cuando se empezaron a sentir en las escaleras las carreras de los compañeros
que bajaban en tropel hacia las salidas del patio y la parte de atrás por donde
estaba mi dormitorio, la que daba a la parte baja por donde se iba a la
piscina.
Salimos todos fuera de los
dormitorios, los pisos altos se fueron todos al patio, hasta que se puedo ver
que el terremoto había pasado, y los profesores nos fueron mandando otra vez a
los dormitorios.
Que yo sepa no pasó nada en el
edificio ni a nadie de nosotros, salvo el susto tremendo, que como estábamos en
la ladera de una montaña debió de sentirse aun más reforzado el temblor del
suelo.
El hecho que hoy recuerdo
vagamente, en aquel entonces quedó pronto olvidado, pues como digo no pasó nada
a nadie, pero andando el tiempo supe que fue un terremoto que afectó a gran
parte de Andalucía y que alcanzó la categoría 7,3.
Produciendo solo algunas víctimas
en Sevilla por problemas de corazón.
Así que el único temblor de
tierra que he vivido en mi vida, lo sentí en Santa María de los Ángeles en el
día 28/02/1969, con la suerte de que entre nosotros no le pasó nada a nadie, ni
tampoco al edificio.
La picadura de serpiente
Podría ser el curso 1968/69 no lo
recuerdo muy bien, pero lo que si me quedó en la memoria fue la noticia de un
hecho tremendo vivido con gran dramatismo por las personas afectadas.
Ocurrió que a un empleado de la
casa y padre de una de las muchachas de la cocina, le pico una víbora en una
mano al retirar unos matorrales cortados en la zona de la piscina, donde
habitualmente íbamos a bañarnos.
El hombre buen conocedor de la
zona en seguida supo lo que le había pasado y acudió a dar aviso a su hija
empleada en la cocina, la cual cuando vio la gravedad del hecho, y quizás
aconsejada por su padre, cogió un cuchillo grande de cocina y estaba dispuesta
a cortar la parte de la mano en donde le había picado la serpiente.
D. Andrés, el cura responsable
del botiquín tenía un antídoto en prevención de este tipo de casos, pero por
nervios o porque las instrucciones estaban escritas en inglés, no supo como
administrar la dosis.
Así que se lo llevaron al pueblo,
donde el doctor del mismo podría dar mejor solución que la de D. Andrés. El médico le inyectó según supimos un suero
antídoto de los aplicados a los caballos, pero en una dosis más pequeña.
Ni que decir tiene que aquel doctor
era la única autoridad sanitaria competente en la zona, y que por lo tanto
trataba a cualquiera que le solicitara sus servicios fuera para una persona o
incluso para un animal doméstico.
Yo personalmente tengo en mi
recuerdo como aquel doctor me sajó el labio superior hinchado por la infección
de un grano infectado, que me recomendaron los superiores que no me tocara y
que andando los días se puso como una ciruela.
Era eficiente en lo que yo pude
apreciar, pues en el Seminario llegué a ser su ayudante como enfermero en el
seguimiento de los compañeros enfermos, pues ocupé el puesto de sanitario que
dejó vacante Julio cuando terminó cuarto curso.
Produjo su efecto el tratamiento
del doctor, pues según supimos aquel hombre se salvó de aquella picadura, y
además salvó su mano, que estuvo muy cerca de que su hija se la rebanara ante
el miedo de estar en peligro de perder la vida.
En aquella zona sabíamos que
había serpientes venenosas, de hecho a algún compañero nuestro de otro curso
anterior ya le picó una.
Y también se comentó el caso de
como un compañero llamado Manuel Adame que estaba hecho al campo, mató una
víbora en el camino que llevaba al campo de fútbol, sin inmutarse lo más
mínimo.
Recuerdos de anécdotas curiosas
de aquellos años en un centro de formación en el que pasamos unos años
inolvidables en plena Sierra Morena.
En los estudios, algunos alumnos eran muy capaces y sobrepasaban con mucho la
media habitual
Lo habitual era sacar buenas
notas, aunque para la mayoría siempre caía algún suspenso que luego en verano
se recuperaba, yo entre ellos, pero se pasaba de curso.
Pues nos examinábamos por libre
en el Instituto S. Fulgencio de Écija.
Pero había algunos compañeros que
eran siempre los primeros en la clase, los de matrícula de honor asegurada,
chavales muy capacitados para el estudio.
Tanto en Los Ángeles como en
Córdoba, estudiantes dotados de una memoria prodigiosa y de una capacidad de
síntesis envidiable, algo que he de reconocer con sana envidia, pues no era mi
caso.
Estando en S. Pelagio recuerdo a
un compañero llamado Villarreal, que hacía a la vez los dos bachilleratos, el
de letras y el de ciencias y tan campante, y con notas de sobresaliente siempre.
Podía estudiar oyendo la radio,
cuando cada cual estábamos en nuestra camareta individual dotada de una mesa,
cama y un armario. Allí estaba el hombre como uno de esos sabios despistados
tamborileando con el bolígrafo y leyendo como distraído, cuando le íbamos a
preguntar alguna duda, alguno de los demás compañeros.
Al ser mayores en S. Pelagio, estudiábamos
a nuestro aire y hacíamos a nuestro aire nuestra distribución diaria del tiempo,
tanto de estudio como para ir a las clases del Instituto Séneca.
Los superiores no se metían para
nada en nuestro trabajo, nos administrábamos nosotros solos las asistencias a
clase en el Instituto de Enseñanza Media Séneca de Córdoba.
Siendo solo los actos de
comunidad los que compartíamos con el resto de compañeros, aunque estamos
seguros de que nuestros superiores recibían los informes de cada uno de
nosotros de los profesores del Instituto.
Allí pudimos ver el efecto con
carácter retroactivo de la disciplina impuesta y aprendida en el Seminario
Menor de Hornachuelos.
Trabajando en la responsabilidad
individual de nuestra formación por nosotros mismos, ante unos profesores
ajenos al Seminario, asistiendo al Instituto como los otros alumnos que venían de sus casas.
Allí terminé mí recorrido en el
Seminario, cuando marché a hacer el servicio militar por obligado cumplimiento,
lo que supuso un capítulo aparte.
Pero aquella enseñanza fue algo
que se me quedó puesta para toda la vida, y que me sirvió para desenvolverme en
el trabajo como profesional posteriormente, en donde tuve que hacer frente a
cantidad de responsabilidades desde aquellos principios, y que estoy seguro que
si salí bien parado, fue gracias a aquella disciplina.
Con un resultado final más que
aceptable dado mi ajustado bagaje de principio, pero que según mi propia
evaluación fue gracias a aquella formación, el aprobar tanto en lo personal como
en lo profesional que he sacado adelante.
Por lo que me siento muy
agradecido a todas las personas que participaron y que propiciaron la
posibilidad de mi formación personal como alumno y como persona en el Seminario
Menor y Mayor.
La risa incontenible
Esta anécdota ocurrió estando ya en el Seminario Mayor de
S. Pelagio, quienes pasaron por allí recordarán el gran dormitorio llamado el
transatlántico donde se acomodaban los cursos recién llegados, o sea los más
jóvenes y numerosos.
Nos acostábamos pronto, pues por
la mañana también madrugábamos y se apagaban las luces como en el ejército, a
toque de silbato.
A veces ocurría alguna anécdota
en clase que nos hacía reír o que dejaba a alguno en una situación comprometida
que nos hacía gracia, y que si alguien repetía por lo bajo lograba arrancar
algunas risas.
Por lo que el profesor de guardia
se presentaba en el dormitorio para imponer orden, en aquella ocasión creo que
le tocó a D. José Mª Lucena Aguilar Tablada.
Ni que decir tiene que algunos
compañeros eran más propensos a caer en aquellas risas incontenibles, notándose
sus esfuerzos por controlarse.
A veces se tapaban la cabeza con
la almohada, y aun así se les oía un hipeo apagado que solo hacía que contagiar
a los demás, hasta que aquella atmósfera tensa de contenida risa se rompía con cualquier
sonido entre cortado de silencios, o ronquidos ahogados y entonces llagaba la
gran explosión.
Un volcán de risas que luego se
apagaba poco a poco, hasta que la chispa
prendía otra vez y vuelta a empezar.
Se abrió de golpe la puerta del
dormitorio, entrando la luz del pasillo por ella e iluminando la entrada, algo
que vimos los más cercanos, pero los que tenían la cabeza tapada con la
almohada no se dieron cuenta, y entonces sonó aquella risa contenida en falsete
e intermitente como si se escapara de una bombona a presión.
A la risa había que añadir una
especie de gruñido de quienes no abrían la boca, pero que la incontenible risa
se les filtraba por la nariz produciendo sonidos onomatopéyicos que incendiaban
como la pólvora las ganas de reír a mandíbula batiente.
Y entraba en erupción otra vez el
volcán incontenible.
D. José Mª dio varios pasos hacia
el interior del dormitorio e intentó decir algo, pero no pudo articular
palabra, pues las risas forzadas y contenidas a duras penas iban y venían como las
olas del mar por el dormitorio, o como un viento huracanado.
Que amainaba algo, se paraba,
silbaba a ráfagas y de pronto se abatía de golpe sobre todos los componentes
del dormitorio.
Vista la tormenta y que el mal
solo era aquello, que no iba a mayores, D. José Mª se contuvo como pudo y
girando sobre sus talones salió del dormitorio cerrando la puerta, pensando que
era peor imponer un remedio drástico que la enfermedad.
Hasta que pasado un buen rato de
estiras y aflojas se quedó en silencio la estancia como un mar manso.
Como nunca hubiera pasado nada.
Al día siguiente nadie escuchó un
comentario o reprimenda, iniciándose las clases como si tal cosa.
Así era aquel sentir nuestro de
la convivencia, que nos hacía vernos iguales.
El
Río Bembézar
En algunas fechas señaladas, el
profesorado nos preparaba unas salidas previamente planificadas para que
saliéramos del consabido entorno de nuestro campo de fútbol y alrededores.
Una de estas excursiones en grupo
era ir a la presa que retiene las aguas del río Bembézar, a la finca de S.
Calixto, o al castillo de Almodóvar.
La excursión de la que hablo nos
llevó hasta la misma presa del embalse, y pasando al otro lado del río
comenzamos a desandar el camino por la vía pecuaria que sube por la ladera
opuesta a donde se encuentra ubicado el Seminario.
Llevábamos consumida la mañana y
nuestros guías decidieron hacer un alto, pues aunque no quisieron decirlo al
parecer nos habíamos equivocado en el camino, así que aprovechamos para dar
buena cuenta de las viandas que nos prepararon las monjas.
Después de descansar un rato,
empezamos el camino de regreso.
No había espectáculo, pues todo
lo que encontrábamos era lo mismo que ya conocíamos de sobras, monte bajo,
jaras, lentiscos, chaparros, alcornoques y piedras.
Debajo de nosotros se encontraban
las aguas mansas del río embalsado, que crecido como estaba había sobrepasado
la línea normal de vegetación y se podían ver algunos troncos de árboles caídos
y ramas que emergían en las orillas.
Como una tropa disciplinada
avanzábamos en fila hasta que de pronto nos topamos con las vacas, que a su
aire iban ramoneando camino adelante hacia notros.
Los más lanzados intentamos
apartarlas a un lado, pero ellas descolocadas ante aquel grupo de chavales, lo
que hacían era recular en grupo hacia atrás, espantadas y sin salirse del
camino.
Así que el mando decidió enviar
una patrulla de exploradores que se situaran detrás de las vacas, avanzándolas
nadando por la orilla.
Quienes hemos estado allí
sabemos, que la falda de la montaña provoca continuas entradas y salientes en
el agua, y nuestra idea era que el resto del grupo se apartara a un lado del
camino y que el grupo de avanzada, arrearan las vacas desde atrás hacia
adelante para impedir que se volvieran hacia el pueblo.
Recuerdo a otro compañero, Moreno
López con la ropa atada a la cabeza que como yo nos metimos en el agua y
avanzamos por la orilla hasta colocarnos detrás de las vacas.
Allí armados con sendas ramas
cada uno empezamos a arrearlas poco a poco, hasta que sobrepasaron al grupo de
compañeros que se mantenían apostados en la ladera fuera de la vista.
Eran animales para carne, dóciles
que sueltas y a su aire iban en grupos de diez o veinte comiendo las yerbas de
las laderas siguiendo la ruta del camino antiguo, que discurre por la ladera
opuesta a donde está el Seminario.
Aquella acción resuelta
eficazmente con las vacas en el monte, fue el acontecimiento más notable del
día, pues nuestro destino se quedó solo en caminata, y en el caso de Moreno y
mío en un chapuzón en aquellas aguas traicioneras, llenas de ramas y maleza.
Es una de las anécdotas casi
olvidadas de aquella etapa en Santa María de los Ángeles que aun conservo en
los recovecos de la memoria.
Del amigo Moreno me pude despedir
en el Seminario de S. Temo, yo iba pistola al cinto vestido de militar, cuando
bajamos para el desfile de las Fuerzas Armadas en Sevilla el Batallón de Carros
Medios de Alcalá de Guadaíra, donde yo hacía el servicio militar.
Juan Martín
13 de junio de 2016