“UNA REUNIÓN MUY ESPERADA”
Rompiendo la magia onírica de la poesía lorquiana –y que Federico me perdone por la osadía-, Córdoba ya no está ni tan lejana ni tan sola. Una reunión largamente deseada para un día de convivencia entre antiguos amigos se había estado preparando durante el transcurso de un año. Lugar: el corazón de la ciudad califal. Había que llegar a Córdoba, estaba a sólo unas horas de camino de Madrid, de Cabra, de Alicante, de Aguilar de la Frontera e incluso de la propia ciudad en sí misma. Córdoba estaba cerca.
El encuentro definitivo se había decido que fuera en uno de los ombligos del Planeta: El Patio de los Naranjos de la Mezquita-Catedral de Córdoba; aún más concretamente, utilizando un golpe de zoom, como en un juego cineástico o de fotografía: la fuente del Olivo. Se desleía por los azahares y en el murmullo del agua una evocación de la tradición oral cordobesa en su imperturbable ritmo cadencioso:
“…A la fuente del olivo, madre, llévame a beber,
a ver si me sale novio que yo me muero de sed…”
Rumor en el ambiente. Sonaban los pasos y las voces de los turistas venidos de los cuatro puntos cardinales de la tierra que llenaban el patio de las abluciones de la Mezquita: era constatable que Córdoba tampoco estaba sola.
Pues bien, la cita había sido acordada para las doce horas del día veintitrés de abril del presente año 2017. Y, como sucedía en los aconteceres de la Comarca que nos describiera JRR Tolkien en el “Señor de los anillos” en su capítulo “UNA REUNIÓN MUY ESPERADA”, a la misma acudieron los amigos convocados con sus correspondientes compañeras: Pedro Calle y Mónica, Francisco Carrillo y Belén, Manuel Jurado y Manuela, Ángel Lucena e Inés, José Antonio Naz y Carmen, Antonio Roldán y Censi. Allí se encontraron, casi después de medio siglo, los viejos amigos que habían cursado juntos los estudios en los Seminarios de Santa María de los Ángeles y de San Pelagio. Allí se volvieron a reconocer. Allí fueron los abrazos y los besos y las sonrisas y las alegrías. El mediodía cordobés apretó también en su gozo y forzó al sol a que fuera pródigo de calor en esa jornada tan primaveral.
Con tan alegre camaradería se comenzaron a visitar algunos rincones entrañables de la Córdoba milenaria mientras se charlaba y se intercambiaban sonrisas y experiencias vividas en los años atrás: La Virgen de los Faroles de Julio Romero, la Calleja de las Flores donde el poeta y músico cordobés Ramón Medina nos prestara la voz para tararear una de sus composiciones:
“…Tienes cuerpo de guitarra con clavijas de claveles
tus rejas son los bordones y tus balcones caireles…”
La Judería, con su impronta indeleble, especial en nuestra geografía europea y con su sello casi atemporal donde los deseos se metamorfosean en nudos cartesianos para convertirse en realidades. Barrio difícil de transitar pero divertido por la cantidad de personas que lo andan, visitan y curiosean por sus estrechas callejuelas… Desembocamos en la Plaza del Cardenal Salazar, donde se encuentra la Facultad de Filosofía y Letras, lugar que recordamos con cariño pues también, algunos de nosotros habíamos estudiado en sus aulas. Es este un edificio dieciochesco que tuvo varias utilidades como Hospital de Agudos. Seguimos deambulando y salimos a la Explanada del Campo Santo de los Mártires, dejando a un lado el monumento a los Enamorados en memoria del amor entre el poeta Ibn Zaydun y la princesa Wallada. A nuestra derecha quedaban los torreones y almenas del Alcázar de los Reyes Cristianos.

Y llegamos a la calle Amador de los Ríos, la del Seminario de San Pelagio al que quisimos entrar pero no pudimos ya que sus puertas estaban cerradas a cal y canto. Allí tuvimos sesión fotográfica diversa con ayuda de los transeúntes. ¡Cuántos recuerdos agolpados en unos instantes, cuántas evocaciones ocurridas hacía cinco décadas, cómo habían cambiado los tiempos e incluso nosotros mismos, nos sonreíamos con ese rictus de serenidad que te dan los años y volvíamos a mirarnos como si con la complicidad de la mirada lo dijéramos todo! Todo en los recuerdos. Y es que en realidad somos inmanentes a los mismos. Cuando Ortega y Gasset decía aquello de “Yo soy yo y mis circunstancias” pudo muy bien añadirle a su sentencia “más mis recuerdos” pues circunstancias y recuerdos pretéritos forman y conforman nuestra realidad presente.

Desde este lugar, nos dirigimos al Barrio de San Basilio, por el mismo camino que hacíamos cuando íbamos por las mañanas al Instituto Séneca a estudiar PREU, corría entonces el curso académico 1970-71. Eran cerca de las dos y apetecía ya el refrigerio de la cerveza y la copa.
Reanudamos la marcha y por la puerta de Caballerizas Reales nos adentramos en el embrujo de San Basilio, barrio concebido en siglo XIV al que se suele llamar también Alcázar Viejo y no sin razón pues fue construido con el fin de que una guarnición de ballesteros defendiese el vecino Alcázar Real.
En el restaurante “La Bodega de San Basilio”, -ya se había encargado José Antonio- teníamos mesa reservada para el almuerzo. Era confortable el lugar y muy íntimo. En un rincón del mismo nos acomodamos y nos dispusimos para comer. Brindamos por nuestras esposas y compañeras y también por nosotros y por la alegría de aquel encuentro. Hablábamos, hablábamos… poníamos sobre la madera nuestros recuerdos, nuestras pequeñas aventuras acaecidas en los campos de Hornachuelos y en Santa María de los Ángeles; sus profesores, las aulas, las sotanas, las meditaciones… los secretos más ocultos de los cuales si Almodóvar hubiese conocido alguno, habría filmado y dirigido su mejor película… Y después de cuatro años en aquel lugar de Sierra Morena, la llegada a Córdoba, al Conciliar de San Pelagio… los nuevos profesores, las salidas a la ciudad a ver sus escaparates para detectar las novedades musicales del momento… nuestras excursiones particulares a las Ermitas… nuestros desplazamientos al Instituto San Fulgencio de Écija donde íbamos a examinarnos por libre de los cursos del Bachillerato para convalidar los estudios religiosos con los laicos, de los veranos en los pueblos… No dábamos abasto. Eran muchas vivencias rememoradas, unas placenteras y otras no tanto, que si después de haber abandonado el Seminario no hubiésemos practicado un acto de resiliencia, no habríamos podido encauzarnos libremente por nuestras vidas posteriores. Pero a veces, la memoria juega malas pasadas y, como acto de defensa, borra los recuerdos, los encierra dentro de su cofre con cláusula atemporal y es necesario que alguien encuentre la llave y nos ayude a abrirla, entonces se nos refresca la mente y recordamos. También puede suceder que en ese mundo del recuerdo aparezca el fatamorgana que nos obligue a contemplar el espejismo de aquella realidad que, a pesar de los pesares, fue la nuestra y nos ayudó a conformar nuestra personalidad.

Durante el café evocamos a los compañeros que ya habían fallecido como Juan Pedro Beteta y Francisco Delgado y nos preguntamos por aquellos de los que no habíamos vuelto a saber nada.
Así pasaba la tarde y la velada de sobremesa. Decidimos ir a otro sitio a tomar el refresco, la copa o el helado. Antes de abandonar el barrio de San Basilio, entramos a visitar uno de sus patios más típicos y más “chiquitos”. La señora de la casa tuvo la amabilidad de explicarnos los detalles y pormenores del mismo; nos decía con cierto deleite: “…pero no olviden nunca que detrás de cada patio se encuentra una familia, unas gentes que cuidan de su casa y que están vivas… ya ven cómo este patio no era tan chiquito…”

Atravesando de nuevo la Judería, venimos a dar con el entrañable recodo donde se encuentra la casa natal de Maimónides y el monumento que Córdoba levantó en su memoria, pues este judío nacido en el siglo XIII fue un médico, rabino y teólogo que influyó potentemente en la cultura intelectual de la Edad Media. La plaza donde se erige su estatua lleva el nombre de Tiberiades por ser el lugar donde el famoso cordobés murió. Parece que entre aquella fragancia de la Sefarad judía cordobesa queda flotando una de sus más famosas sentencias:
“…Son útiles o buenas las acciones que sirven a un propósito y lo alcanzan…”
Después pasamos al Zoco, edificio de estilo tardo-mudéjar del siglo XVI, donde visitamos sus tiendas y nos cobijamos al frescor de uno de sus deliciosos patios. Allí realizamos otra sesión de fotografías a nuestro grupo…
Dejamos atrás La Judería a través de la Puerta de Almodóvar y nos dirigimos al Mercado Victoria. Con el refresco en la mano y amparados por la sombra de sus jardines, continuamos con nuestra charla y convivencia.
El sol iba camino de su declinación y los minutos se precipitaban por el pretil de la tarde. Era la hora de la partida: Pedro y Mónica, Francisco y Belén, Manuel y Manuela, Ángel e Inés, José Antonio y Carmen, Antonio y Censi se despedían entre besos, abrazos y buenos deseos. Habría que repetir la experiencia, ya se había tentado el encuentro a la posibilidad.
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Amalia Seseña (Vda. de Paco Delgado) Pedro Calle y Mónica, Manuela y Manuel Jurado |
Al lubricán, cuando el ambiente comenzaba a refrescar con la brisa, en la Plaza del Cristo de los Faroles, tres de las parejas que permanecieron en Córdoba tuvieron un encuentro con Amalia, la viuda de Francisco Delgado. Resultó un momento muy emotivo, especialmente cuando Manuel Jurado le hizo entrega de una credencial con fotos de su marido.
Esta podría ser, en síntesis, la crónica de aquel día veintitrés de abril, en el que un grupo de antiguos amigos a los que nos unían inexcusablemente los lazos geo-espacio-temporales de Santa María de los Ángeles y San Pelagio, volvimos a reconocernos.
La panoplia de los sentimientos se abría y cerraba en abanico. La tarde bordoneó la cuerda de la amistad por el paradigma de los recuerdos.
Antonio Roldán García