Los Santos lugares
Manque resulte cursi viniendo de un ateo confeso, proclamo a voz en grito lo agradecido que estoy a Dios y a mi sino por haber sido favorecido con una vida de privilegio. Y entre las prebendas concedidas -pocas pero muy valiosas, léanse si no, familia, amigos y mi picante sentido del humor- no ha sido menor, ni mucho menos, la contingencia única de que pasara por mi pueblo, conducido por don Juan el párroco, aquel venturoso tren de la ilusión cargado de futuro que, aupado en él, me alejara de las penurias del campo y me ofreciera una oportunidad en la vida, el tren bendito e imaginario que me transportó desde Palenciana hasta el seminario. Aquí el nene contaba a la sazón con once años.
Abandonado por una indisposición catarral de la Peque y desahuciado mi móvil por falta de cobertura en estas sierras inhóspitas, camino solo y anonadado por estos lares tan familiares. Mucha gente ya ha llegado, casi puedo escuchar en la distancia el murmullo de su algarabía. Son los de Córdoba que han venido en un microbús, y otros compañeros que han dejado sus coches en el llano del pozo. Yo he obrado igual, he aparcado pegado al carril, y hago a pie los últimos kilómetros hasta nuestro antiguo cenobio, el camino que hemos recorrido saltando, corriendo y trotando cientos de veces cuando éramos chaveas.
Ahora, no; ahora, despacito, no vaya a ser que... En la soledad de este sendero, acompañado por el susurro de las hojas y el trinar de los pajarillos, me he emocionado. No es para menos. El campo está inmenso de bonito y de exuberante. El día más esplendoroso de toda la primavera. ¡Qué espesura, qué frondosidad, cuánta variedad de florecillas, margaritas, campanillas, jaras, amapolas, nardos, lirios silvestres!... Y se me agolpan tantos momentos dichosos bajando a la carrera por esta carreterucha de chinos, enlazado por los hombros con mis amigos para llegar los primeros a la merienda de higos secos. De cuando en cuando me detengo para adentrarme en el monte por ver si hay hozaduras de jabalíes, y me acojono un poco. Me distraigo al momento expurgando en las esparragueras. Pero me acuerdo de las víboras, estamos en mayo, y me retiro rápido. Camino enteramente a mi solaz, sin prisa ni nadie que me la meta. Y contemplando con frenesí tanta encina majestuosa, tanto acebuche, madroño, almezo, lentisco... tan rica y variada flora, uno se pregunta en solitario cómo nuestros curas y profesores no insistieron mucho más en nuestra formación en ciencias naturales, que es lo que aquí abunda y rebosa. Eran otros tiempos, claro, y las asignaturas estrella eran el latín, las matemáticas y la lengua. Bien está.
El seminario ahora está presentable; ruinoso aún, pero visitable. La Iglesia de Córdoba lo está reformando, algo de mucho agradecer. En anteriores visitas lo pasábamos mal por lo penoso de su abandono. Aquella fue nuestra casa durante cuatro años tiernos de nuestra adolescencia, y nos escuecen como en carne propia sus escombros, sus grietas y fracturas, la visión lastimosa de fortaleza derrotada. Y me voy encontrando ya con la gente. Primeras fotos en la piscina; algunos han llegado hasta el "Salto del fraile", lugar pintoresco y peligroso de acotar desde donde la vista del Bembézar es sobrecogedora; otros han bajado a lo que queda de huerta; otros, en fin, merodeamos por el estudio, los dormitorios, el comedor, la capilla, los patios... Manolo Jurado ya se ha aprendido y anotado los nombres de cada uno de los dormitorios, es el referente de nuestra memoria histórica particular. Las mujeres alucinan viendo nuestra devoción por sitio tan bello, pero tan extravagante y perdido del mundo. En éstas que estaba yo haciendo como que ligaba con unas jovencitas que habían hecho el camino desde el embarcadero, por su cuenta, y les explicaba nuestra historia aquí y la continuidad en nuestra amistad después de tantísimos años, y ellas, encantadas conmigo y mi relato, cuando llega el Ginés que, más guapo y apuesto que yo, me quita todo el protagonismo, el tío matao.
Nos rejuntamos la mayoría en la entrada principal y tomamos camino de la Cruz, otro lugar emblemático de nuestros años aquí. En todo lo alto de ella, fotos de rigor. Los más atrevidos bajaron a la "Fuente de los tres caños", a beber del caño de la salud, del amor y de la vida. Un agua deliciosa. En el camino de vuelta al seminario empiezan ya los cánticos regionales, cuando aún ni habíamos catado la cerveza. Las mujeres disfrutaron de nuestro coro polifónico oyendo los sones desafinados de "Los gallos cantan al día" y de "La vieja llora y suspira". Y ya, caminata de vuelta hasta los coches.
Durante el almuerzo en el restaurante tuvieron lugar varios solemnes actos ya acostumbrados: primero, un amplio grupo de añosos y leales novicios fuimos entronizados en el seno de la muy noble orden de los vicarianos, ceremonia siempre oficiada por el sumo sacerdote don Francisco Sánchez, "El Leñero" y por su asistente, don Manuel Sepúlveda. Luego, nuestro magnánimo artista don Manuel Casimiro Gómez, hizo entrega de sendos regalos de cuadros pintados por él a algunos de los presentes que por faltar a la anterior reunión se habían quedado huérfanos de los mismos. Y siempre a la cámara, don Carlitos Samaniego y don Rafa Vilas.
Y luego de los postres, ya el remate, lo de siempre, el desenfreno. En la tercera fase de la embriaguez, como buenos ex seminaristas, nos saltamos el punto de insultos al clero y nos quedamos en lo de los cánticos regionales. Cantamos y bailamos, primero nuestro himno de "Amigos para siempre", y luego, un popurrí made in seminario, divertidísimo. Los animadores principales de tal cotarro han sido, como viene siendo costumbre, Rafa Vilas -que está en todas-, Pacomo -otro que tal baila-, Mateo Calero, Paco Molina Pavón, Manolo Sepúlveda, Manolo Roldán y yo mesmo. Cómo no sería la cosa de divertida que de pronto descubro con sorpresa que el Luna y Agustín están canturreando a mi lado, ellos, ambos dos, que siempre han tenido una oreja enfrente de la otra...
En fin, una jornada más de amistad y de nostalgia de aquellos años irrepetibles, celebrada a propósito en el primer aniversario de la muerte de nuestro llorado Andrés, y esta vez en el sitio incomparable de nuestros santos lugares. Donde él, sin duda, hubiera querido.
Hasta la próxima, amigos.
El Fili