domingo, 25 de febrero de 2018

CAMINO MEXICO

REUNIÓN DE LOS VICARIANOS CORDOBESES 
EN CASA DE RAFAEL PÉREZ MOLINA 

Córdoba, 22 de febrero de 2018

Iba pensado, para mis adentros, mientras me encaminaba hacia la casa de Toñi y Rafael, en aquello que decía la canción “…México en una laguna…” y rápidamente me acordé de aquel poema del Volaor “y una m…” ¡Qué cuestecita! ¡Lisa como una balsa de agua, pero… to-empiná-pa-rriba! ¿No es verdad, Paco Nieto? Menos mal que era el número tres (aunque se nos figuraba el trescientos) Nos estaba esperando una cara sonriente, la de Rafael. No vayáis a ser mal pensados, la cara sonriente era por la alegría de vernos, no al observar el semblante de asfixiados que traíamos. Enseguida nos ofrecía una cervecita y claro, quien se iba a negar, después del duro ascenso. Eso si, después de haber conseguido algo más de aire en nuestros pulmones. 

Una casa preciosa. Al ver la piscina, me acordé de nuestro querido amigo Mateo: hubiera flipado y a la mejor bañado con ella. Allí, en su fondo (nada de norte y sur, sino en el fondo, fondo) ondeaba un majestuoso escudo del Córdoba Club de Fútbol (Pepe López ya se quedó con ganas, pero se contuvo) Lo de ondear, aunque estuviera bajo el agua, me ha quedado chulo, porque lo parecía. 

Poco a poco fuimos llegando. Eso, eso, poco a poco. Sin prisas, como estamos acostumbrados los vicarianos (o lo juancojones) Un día vamos a perder los zapatos de tanto correr, para no llegar tarde. Tal vez lo podamos conseguir. Hubo retrasos justificados, por aquello del trabajo y la manifestación de jubilados. 

También, nuevas presencias, como las de Juan Ramírez Sánchez y Pedro Rodríguez Sánchez. ¡Cada vez vamos siendo más! Por cierto, cuando digo vicarianos cordobeses, ha de entenderse que se trata del lugar de reunión. No todos vivimos en Córdoba. Por ello, hemos de felicitarlos, pues hacen un gran esfuerzo en venir, especialmente los venidos del último reino de Al-Andalus (Antonio Luna, Manolo Sepúlveda y Pepe Torres). Si alguno vino de más lejos, que lo diga ahora, o calle para siempre. Echamos de menos la presencia de otros vicarianos, sin embargo, no por ello, fueron olvidados. Otra vez será. 

Como, los anfitriones, ya se habían dado el lote de trabajar, fue llegar y ponerse manos a la obra, cosa que sus señorías saben hacer perfectamente. Sus señorías saben elegir, los mejores sitios: unos en la sombrita, bajo el amplio pórtico; otros a la intemperie, bajo el amigo sol, tan apetecible en estos días. 

Rápidamente, la cervecita, unas patatitas, jamón del güeno y un queso superior. A lo que, más tarde, se añadieron unas aceitunas aliñadas por Pedro Antonio, así como una ensalada de naranja, elaborada por Manolo Ruiz Nieto. 

Antes de que sus señorías se aposentaran o se apoltronaran, nos hicimos una trabajosa foto en el borde de la ya mencionada piscina. Digo trabajosa por lo siguiente: la piscina es grande, como puede observarse en la foto, pero para que todos cupiéramos en su borde norte (ahora si) sufrimos lo nuestro. “los de la derecha, correos (con perdón); los de la izquierda más al centro (¿es premonición?)” Cuando ya estábamos jartitos de correnos, Carlitos no encuentra la manera de que la cámara haga la foto. Mira a ver si tiene carrete –léase tarjeta− luego la batería y nada, que aquello no funciona. Muy gustoso, PacoMo, se presta en su ayuda y consigue, por fin, hacer las correspondientes fotos. ¿Saben ustedes qué pasaba? ¡Que-no-tenia-carrete! Mis huesos chillaban y mis músculos se estaban agarrotando. ¡Gracias PacoMo por haberte apiadado de los que estábamos agachados! No quiero pensar lo que tardaremos, dentro de unos años, en hacer una foto de grupo. Entre los muchos que seremos y que aquello de correrse se nos dará aún peor… 

Claro, después de tanto sufrimiento, lo seguimos pagamos con las cervecitas, el jamón y todo lo demás. Algunos se instalaron, tan agustito, en sus asientos, que no se levantaban ni para coger jamón: sólo alargaban la mano, cuando pasaba la bandeja por delante de sus narpias. Vivir para ver. Y cuando llegó la hora del vinito, ya ni os cuento. Parecía como si se hubiera puesto un braserito debajo de la mesa, más arrimados aún. Ello motivado porque la jarrita de vino se colocó en el centro. Según los entendidos, excelente brasero, que diga, magistral vino. Y Rafael, venga a sacar viandas y cantaritos de vino. ¡Que saque tenemos todos! 

Después de mucho insistir (pero mucho, mucho) conseguimos que sus señorías dejaran de prestar tanta atención a las viandas y prestar atención al asunto que se iba a tratar: la toma de acuerdos. Ahora comprendo que en Hornachuelos, debían tenernos atados y bien atados. Mi opinión es que cada vez, vamos siendo más traviesos (por no decir otra cosa) En fin, tengamos paciencia. Menos mal que, en este asunto, nuestro Manolo Sepúlveda impuso sus dotes de organizador. Gracias Manolo. 

En el fondo, como somos buenos chicos, logramos tomar los siguientes acuerdos: 
  1. Ir en autobús a Priego de Córdoba. Siempre que haya número suficiente. 
  2. Comprar un perol, paleta y estrévedes. 
  3. Ir a Hornachuelos, para finales de abril, a ser posible en autobús. 
  4. Acto de recuerdo hacia los padres que aún viven. Se hablará con organizadores de Priego de Córdoba. 
Yo no se si fue por los buenos platos y vino qe nos estaban esperando, pero los acuerdos se tomaron en un visto y no visto. Quizás en los parlamentos de nuestro país, se podría tomar esta medida. 

Por si aún no era suficiente comida, hizo acto de presencia una exquisita ensaladilla, que minuciosamente fue puesta por delante de los “apacibles sedentes”, o lo que es lo mismo: se le sirvió en un platito, a los que estaban arrimados al brasero. Y más jamón: en ese momento, me acordé de las palabras de los Hermanos Marx… “más madera” 

Llegado el momento, nuestro entrañable Paco Sánchez, con la ceremonia que siempre le caracteriza, sacó de su bolsillo el solideo vicarial e imponiendolo, sobre las cabezas de los recientemente incorporados, les fue dando el carácter de “Nuevos Vicarianos”, a saber: 

Juan Ramírez Sánchez, Pedro Rodríguez Sánchez, Pepe Torres (García Torres), y Fernando Prior Castro. 

Más de uno repitió eso de la imposición, se nota que les gustaba lo de sentirse vicarianos, ¿no es verdad Pedro Antonio? A mi, también. 

Nuestra felicitación a los nuevos purpurados vicarianos. 

Enseguida, más jamón, más vino y…“croquetas caseras” ¡No se acababa nunca! ¡Qué ricas estaban! Pero no se vayan a pensar que quedaron algunas. Que va, ni mucho menos. Yo, conociendo a Rafael, llevaba dos días sin apenas comer. Me puse hasta la bola. 

Sin más dilación, llegaron las ansiadas y codiciadas fabes o habichuelas blancas. Primero hicieron acto de presencia dos relucientes fuentes, ataviadas de lustrosos chorizos y morcillas. Acto seguido, un hermoso y plateado puchero con el contenido “habichuelil”: hermosas, doradas, como regocijándose en un baño de rojizo caldo. Se me figuraba un banquete de los de la Edad Media, de esos que ponen en las películas. Me trajo, también, recuerdos a esas tardes de Santa María de los Ángeles, cuando la merienda se servía en el patio, en esas espuertas, donde una contenía pedazos de pan y otra unas jícaras de chocolate. De esa forma, Rafael, colocando el puchero en el suelo, fue sirviendo, el oloroso y apetitoso manjar, en cada plato que se le iba acercando. Por supuesto, en rigurosa fila. 

Se produjo un silencio sepulcral, sólo interrumpido por algún ¡que ricas! Todos saboreando las habichuelas y de reojo, mirando al puchero para ver si quedaban más. Parecía como si aún no hubiéramos probado bocado alguno. Ni que decir tiene, hubo repeticiones. ¡Como no, si estaban para ponerse las botas! 

Si creen que aquí se acabó todo, he de manifestar, rotunda y certeramente, ¡no! 

Una vez recogidos los platos y demás utensilios en desuso, hizo acto de presencia una descomunal tarta, seguida por una bandeja de pestiños y por otra, no menos ceremonial, de “Piononos” Aquí si que no hay palabras para describir tanto placer. Baste decir que eran de Rute y estaban mejor que… eso que están pensando. Nos quedamos llenos y en plenitud. Parecía que nos habíamos comido al colegio cardenalicio entero. ¡Cómo estaba la sede! He de significar que la tarta fue un regalo de un cuñado de Rafael, gran admirador nuestro. Vayan aquí nuestras más sinceras gracias. 

− ¿Quién quiere unas copitas, tengo guindas, anís, licor de café casero o resoli, whisky, ginebra? –dijo Rafael con voz magistral (nunca mejor dicho eso de magistral, ya que esta acostumbrado a elevar su voz en las aulas universitarias) 

¿Qué creéis que dijeron los allí reunidos… que no? 

¡Anda ya! Todos levantamos las manos, al unísono. Es que no tenemos arreglo. 

Dicho y hecho. En un santiamén, ya teníamos las copitas y los espirituosos licores, entre nuestras manos. A la una, a las dos y a las tres, un brindis y para adentro. ¿Hay quien de más? 

Como en normal, llegaron la hora de los chistes. Esta vez nuestro Volaor (Antonio Martínez) tuvo un buen acompañante: Fernando Prior. Buenas risotadas echamos. Bravo por ellos. 

Después de esto, tuve que marcharme. Menos mal que, un servidor de ustedes, tiene corresponsales, a lo largo y ancho de este mundo. Por ello puedo seguir… 

Siguió la diversión durante un buen rato más. Costaba trabajo dejar tan buen ambiente. A pesar de ello, sus señorías, por qué no decirlo, ya “jartitos de comer y beber” fueron, muy a su pesar, abandonando la casa. 

Aún permanecieron, unos cuantos. Esos a los que como yo (en otras ocasiones), les cuesta trabajo irse. Menos mal que Rafael es muy bueno y no dijo aquello de Lola Flores “si me queréis, irse” Aunque debería haberlo hecho. Así estuvieron durante un buen rato, hasta que recibieron una llamada: 

−Soy Carlitos, mirad por ahí a ver si encontráis una cajita de plástico con los carretes de la cámara. 

Costó trabajo discernir eso de cajita, pero puestos manos a la obra, se logró encontrar un estuchito pequeño, del tamaño de un tarjeta gráfica, que contenía dos “carretes” Menos mal, ahí estaba la historia gráfica de ese grandioso día. Quedaron, los buscadores, en entregársela a Carlitos lo más pronto posible. Sinceramente, si yo estuviera pasando lo que le acontece a nuestro Carlitos, no sólo me olvidaría del carrete y de la cajita; me olvidaría hasta de cómo me llamo. Pero ahí lo tenemos, dando el do de pecho. ¡Es grande Carlitos! Te deseamos lo mejor y recuerda que aquí nos tienes. (Me he puesto serio, pero había que decirlo) 

Esa búsqueda, dio pié para que los incansables contertulios, dieran por finalizada la velada. 

Sólo mencionar que, su Santidad, como es tan bueno: no sólo encontró los carretes, sino que, apiadándose de la tarta y piononos sobrantes, se los llevó como reliquias para que lucieran en sus aposentose. ¡Buen hombre! He de decir que si yo hubiera estado, también me hubiera llevado alguna. 

Magnífico e inolvidable día, el que nos hicieron pasar los anfitriones de esa entrañable casa número tres de la “empinada e interminable” calle México. Muchas gracias, parejita. Quedamos todos encantados de vuestra amabilidad. Bravo por vosotros. 

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. 

Cuidaos mucho y hasta la próxima.

Nota: Si queréis ver más fotos "clicar" en este ENLACE

Andrés Osado
Córdoba, 22 de febrero de 2018

sábado, 24 de febrero de 2018

To be continued

Ya sé que os tengo en ascuas. Pronto aparecerá un nuevo capítulo. Pero es que me voy una semana a San Sebastián, y allí no podré escribir o me saldrán torcidos los renglones con tanta Sociedad gastronómica y tanta sidrería. Mis compañeros de viaje van a ser Jesús Cantarero y Jaime, con sus santas, naturalmente. 

Vamos a intentar vernos también con Paco César, a llevarle primicias  de nuestros contactos y reuniones, a darle un poco de envidia.

Hasta la vuelta pues. Quedad con Dios.

sábado, 17 de febrero de 2018

El principio de todo


Seminario de Santa María de Los Ángeles (Hornachuelos). Martes, 10 de noviembre de 1964.



Hoy es mi cumpleaños. Doce. Un mocilindrico, dirá mi abuela cuando me vea. Llevo un mes aquí, en este edificio grandioso que parece soltado en mitad del monte, y me siento atraído por estos parajes tan novedosos para mí. Hasta ahora, no había salido de mi pueblo nada más que a operarme de las anginas en Cabra.

Todo aquí es muy diferente a lo que mis ojos se han acostumbrado desde niño. No veo olivos, viñas, higueras o almendros; echo en falta las tierras de labranza, las besanas infinitas y el campo recién arado con su agradable olor a marrón calentito. En lo que he podido ver hasta ahora en esta tierra feraz e indómita solo hay lugar para algarrobos, madroños, almezos, acebuches y grandes chaparros, que los curas llaman alcornoques, el mismo vocablo con que don José Delgado nombra a los negados en matemáticas. “Alcornoque, eso es lo que eres”. Y para las piedras. De todos los tamaños. Enormes peñascos. Aunque procuro ocupar mi mente en los pormenores de esta nueva vida, que son muchos, mi cabeza salta sin remedio al cortijo, no pasa un día sin acordarme de mi casa, de mi madre, de mi abuela, de mi hermano pequeño de solo seis meses. Así y todo, no estoy especialmente triste. Y eso que el día no está para muchas alegrías, que digamos.

Una lluvia apacible y cansina cae sobre la sierra. Así lleva todo el santo día. Así lleva toda la semana. No nos permite subir hasta el llano del pozo a jugar al fútbol, ni siquiera lo hemos podido hacer en el patio de la huerta, totalmente embarrado. En los recreos nos refugiamos por distintos sitios y así repartimos el ocio, unos jugamos al ping-pong; otros, al pichoncho; otros, en fin, se arrinconan en las clases a escribir cartas a los padres… Esta tarde los curas nos han rejuntado a todos los de mi curso en el gran salón de estudio. Un centenar de chaveas a punto de hormonar. Pero ni las hormonas juveniles pueden con la prestancia altiva del prefecto. No se oye una mosca. Desde mi pupitre, cercano a una de las ventanas, me distraigo contemplando con un poquito de murria la empapada espesura del cerro de enfrente casi velado hoy por una neblina que va y que viene y consigo alcanzar también el último meandro del río, lento y taciturno, camino de la presa de Hornachuelos. En mi pueblo, o en La Capilla, la lluvia casi siempre es aburrida, digámoslo así; aquí, en esta húmeda quietud, la lluvia es… triste. Si nuestro jefe de estudios, un cura serio y severo que domina todo el salón desde la tarima con su porte orgulloso y su mirada fría y enérgica, mostrase una pizca de ternura se daría cuenta de la melancolía que flota en el aire. Si don Antonio fuese un hombre cercano y cariñoso hasta podría pensar que es el cielo de noviembre el que llora larga y mansamente por estos muchachos, brotes aun demasiados verdes desgajados del tronco de sus familias.

Y, sin embargo, yo no estoy triste. No tanto como mi madre lamenta desde nuestra casa del cortijo. “Mi José María, con lo endeblucho que es… ¡Qué arrepentida estoy!…” Ni siquiera echo de menos la celebración de mi cumpleaños porque en mi casa no celebramos esas cosas, si acaso un trozo de turrolate en la merienda. Y me doy cuenta de que no soy tan débil como mis padres creen. Hay niños aquí a quienes he visto llorar. Muchos. Yo no lloré ni siquiera el primer día, el más duro y cruel, cuando ves alejarse el coche de Frasquito Gloria donde hemos viajado, llevándose a tus padres y dejándote a ti medio abandonado en manos de unos curas totalmente desconocidos. Esa primera noche fue de un desamparo crudo y descarnado, sí, es verdad. Acostumbrado a dormir con mi abuela y sus letanías, y en calzoncillos, no veía la manera de ponerme el pijama delante de extraños. Pero pasé la prueba. No, no soy débil, al menos de espíritu. Me he repuesto. “El primer mes es el más duro, el periodo crítico” -le escuché a don Gaspar decirle a mi padre aquel primer día. Ya he superado esa cota, la del primer mes, y me encuentro digamos que pasable. He tenido suerte, quizás haya sido eso. Me he acostumbrado rápido a esta rutina de misas, cánticos, clases y fútbol. Y si destacas un poquito en el fútbol ya te vas haciendo un nombre, vaya. La comida es lo que peor llevo, las cosas como son. Soy muy delicado para pobre, como dice mi abuela. Me da asco el queso de cerdo y la morcilla. Aaajjj. Pero me harto de pan seco si hace falta. En mi mesa hay niños más refinados que me alargan el pan que les sobra. Y me encantan los higos secos de la merienda. Me doy cuenta, además, de mis habilidades para los estudios: encuentro relativamente fácil lo que para otros, incluidos mis paisanos Manolo y Manuel, resulta muy complicado, por ejemplo, el Latín. Hasta hay gente que en los recreos me pregunta cosas de clase y todo. No entiendo cómo puede alguien tener problemas con la primera declinación, la del rosa, rosae, una cosa chupada. Y esas cosas me hacen sentir como importante. Encima, he congeniado muy bien con algunos de estos compañeros, creo que ya tengo varios amigos: Jaime, José Pablo, Pepe Montes, Jesús Cantarero, Tomás…

De esta manera voy ensartando unos con otros pensamientos alegres acerca de esta nueva vida. Hago como que estudio, pero no. Ando bastante desahogado y puedo permitirme holgazanear un rato meditando sobre mis cosas en este salón abarrotado y con tufo a pies bajo el son monótono de esta lluvia pertinaz. Y me da por pensar en lo caprichoso del destino para con las personas. Yo mismo no tengo una explicación clara de cómo he acabado aquí, en el seminario. Me gustaba ser monaguillo, sí, ayudar en la misa, vestirme con mi sotana negra y mi roquete blanco, y subir al púlpito por las tardes a dirigir el rosario, sorbiendo mocos, al cónclave de viejas de toquillas negras entre las que destacaba, cómo no, mi abuela. Y es verdad que soñaba despierto con la idea de que algún día yo pudiera formar parte de aquel círculo de seminaristas de mi pueblo, muchachos mayores, mocitos, a los que yo veía como gente privilegiada, un elenco, que se codeaban con don Juan el párroco, que paseaban juntos por la plaza, que iban al cine sin pedir permiso al cura… Un sueño casi imposible. Don Juan era un perfeccionista, un chinchoso maniático del orden y de la limpieza, y yo era sencillamente su antítesis: un desastre de orden y de disciplina. Me salvaba, no obstante, ante sus ojos mi memoria privilegiada, mi buena disposición para los estudios y el apoyo incontestable y unánime de los seminaristas mayores que siempre creyeron en mí como una especie de diamante en bruto. Muy en bruto. Y, desde luego, el tesón de mi abuela con sus rezos, sus jaculatorias y sus repetidas visitas a la sacristía para convencer a don Juan de mi idoneidad como seminarista. Cedió finalmente el cura y me metió en una terna compuesta por sus dos monaguillos preferidos, Manolo y Manuel, y yo mismo. Y los tres fuimos admitidos. Y aquí estamos.

-A ver, tú... sí, tú, Filiberto, no te hagas el tonto: céntrate en el libro y deja ya de pensar en las musarañas.
Don Antonio, que no se le escapa una.



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martes, 13 de febrero de 2018

Ex abundantia cordis os loquitur

Y vienen las prisas. Me ha pasado siempre. Quiero recuperar todo el tiempo perdido con ellos. Ya no hay excusas. Los contactos con Agustín y Paqui son diarios: tapeo, comidas, piscina… Con Jaime y con su mujer, Paqui también, semanales; pero las llamadas telefónicas, a cualquier hora. Tanto es así, que Julia, la hija pequeña de Jaime, nada más oír el teléfono gritaba “Papi, cógelo tú, que será tu novio”. Fundamental en esta tan rápida entronización de una amistad renacida y renovada ha sido el buen feeling entre las mujeres. Las tres congenian como si conociesen desde siempre. Y lo extraordinario es que no han pasado veinte años, parece como si fuese anteayer cuando nos separamos. Superados los nervios de los primeros encuentros, volvemos a ser los amigos de siempre, con la misma confianza, con idénticas complicidades.

Y este germen inicial, esta célula primigenia, al igual que mórula y blástula embrionarias, empieza a crecer y a multiplicarse de una manera tan inesperada como gratificante. Pronto se consolida el antiguo grupo de "Los Pajaritos" -que nunca llegó a desaparecer del todo-, y las noticias salpican a muchos antiguos compañeros residentes en Sevilla y en Córdoba, pasando antes por el tamiz de las Alpujarras, donde vive y domina el territorio Antonio Luna con su mujer, Pilar, y su prole. Y este califa, chiquitito pero desbordante de energía, a caballo entre Bubión y Fernán Núñez, será el designado por el destino para transmitir y amplificar a todo el mundo conocido la gran novedad, el reencuentro de tantos viejos amigos. Y realmente, parece algo milagroso: que gente que lleva tantos años sin verse se reincorpore a una vieja amistad como si tal cosa. En algo más de un año disponíamos ya de un cuerpo de gente muy apreciable.

Valencina (Sevilla)
En esto que, de manera paradójica, un hecho luctuoso vino a cohesionar aún más este grupo de amigos encoñados. La enfermedad tan acelerada y la muerte de Antonio Lara nos aglutinó a todos física y espiritualmente. Durante los tres o cuatro meses que duró su fatal enfermedad Agustín, Jaime, Manolo Estepa, Salva y yo nos turnamos, cuando no simultaneábamos, para visitarlo a diario. Ni un solo día le faltó nuestro aliento. Tanto Lola, su mujer, sus hijos, su madre María Castro como los padres y hermanos de Lola nos han tratado como familia. Un mes antes de su muerte organizamos una comida a lo grande en el jardín de mi chalet en Valencina. Aunque, naturalmente, no sabíamos cuándo iba a morir, aquella gran reunión sirvió a la postre como una despedida para el bueno de Antonio. Allí acudieron compañeros que fueron sus íntimos, hasta el mismísimo cura Briones, su gran bastión. Fue el comienzo de una nueva era para todos nosotros. Fue la primera gran convención de exseminaristas de Los Ángeles, San Pelagio y San Telmo. Corría el mes de febrero del año del Señor de mil novecientos noventa y cinco. 

La Granjuela
Desde entonces, cada primavera tiene lugar un macro encuentro de parecidas características, y cada año más numeroso, el boca a boca y el tesón inconmensurable del Luna han llevado el mensaje de la amistad casi pueblo a pueblo, teléfono a teléfono, wasappt a wasappt, ¡coño! hasta los mismísimos madriles ha sido teletransportado. Allí, en Madrid, otro hombre, éste grande y ancho, de carnes y de corazón, otro Antonio, de Montalbán pero igual de aferrado que el de Fernán Núñez, se ha hecho cargo de la propagación de la buena nueva y de la recopilación de adeptos a la causa. El formato inicial de nuestros encuentros era muy simple: Antonio Luna, el gran adalid de la amistad, consensúa con unos pocos de nosotros fecha y lugar, y allí nos aborregamos todos, cada cual con su santa, aportando cada pareja las viandas convenientes para luego ser bendecidas y multiplicadas y compartidas por todos. A cielo abierto o bajo techo; con sol picante o con lluvia; de todo ha habido en tantos años. Hemos explorado casi toda la geografía cordobesa en nuestros encuentros, desde Benamejí a Obejo; desde Montalbán a La Granjuela; desde Baena a Cabra; de Luque -con nuestro entrañable Antonio Molina- a Doña Mencía; desde Córdoba a Lucena; las más de las veces, empero, hemos repetido en Hornachuelos y en los Ángeles, nuestros santos lugares, nuestra Jerusalén eterna.

Montilla
Corriendo el tiempo, la influencia de este movimiento continúa propagándose cual mancha de aceite por toda nuestra Andalucía, y alcanza incluso hasta Alicante, Cataluña y San Sebastián. Así, desde hace unos años, se han rejuntado con nosotros mucha gente del 63, y, dada su bisoñez y sus ganas en estas lides por la ventaja que nosotros les sacamos, han entrado como revulsivos, como entra al terreno de juego un jugador desde el banquillo, y han conseguido dar nuevo impulso a nuestros encuentros, incluso un nuevo formato más moderno, digámoslo así, en plan de bodorrio. Y ahora, en la actualidad, somos legión. Tantos, que de una manera operativa se han formado grupúsculos naturales en función de localismos: al grupo de Sevilla se han añadido los grupos de Córdoba y de Madrid. Lógico. Bueno, y Antonio Luna que está en todos, que va por libre. Y no para ahí la cosa, tenemos nuestro blog gracias a la labor del infatigable editorialista Rafa Vilas, donde hacemos nuestros pinitos los amantes de la escribanía y donde damos cuenta de los eventos más sobresalientes. Y también, nuestro himno, el de "amigos para siempre", perfectamente adaptado por Paco Molina y Paco Nieto, nuestros animadores, nuestros disk-yokiss a la antigua.

En tan largo camino, desgraciadamente, ha habido bajas. Conocemos las más sonadas, habrán sido más. El primero en caer, Juan Manuel Luque, nos pilló recién llegados a san Pelagio. Su muerte ha estado siempre rodeada de un halo de misterio y de sobrecogimiento, al menos para nosotros, los del 64, que lo conocimos menos. Aparte de la de Antonio Lara, ya comentada, me afectó muchísimo la de Manolo Estepa, fallecido el día de Navidad del 2002. Con Manolo me unía una amistad y un cariño especiales, quizás por ser medio paisano mío -era de Benamejí- y por el hecho de que nunca había disimulado ni sentido vergüenza en expresar a su manera la admiración que me profesaba. Le costaba entender cómo un cateto de cortijo como yo podía sacar las notas que sacaba hasta convertirse en una especie de icono dentro de su curso. Manolo nos veía a Agustín y a mí como los ejemplos más representativos de lo que la Iglesia de entonces pretendía con el reclutamiento de niños rurales para el seminario: redimir de la esclavitud del campo a chaveas toscos pero inteligentes, pulirlos y darle lustre como verdaderos diamantes en bruto, en definitiva, escoger a los mejores para asegurar la continuidad elitista de la casta eclesiástica. Otra cosa es que con casi todos nosotros el tiro les salió mal. Mal para ellos, muy bien para la sociedad civil, entiendo yo. Manolo se integró perfectamente con nuestro grupo de Los Pajaritos en San Telmo, y mucho más al coincidir con los demás en el mismo curso de Magisterio. Fue un maestro de los pies a la cabeza; un padrazo; un marido correoso, dejémoslo ahí; un viajero infatigable, un trotamundos; un amigo impagable y un vicioso del tabaco. María Jesús, su linda y chispeante mujer, cogió muy bien su relevo dentro del grupo y no se pierde una. Lamentamos todos la pérdida de otros compañeros como Juan Navas y Valerio, unos curas santos y currantes; la de José Antonio Mérida, trastornado por los nervios; la de Juan Bautista Beteta -que no llegó a conocer el renacimiento de esta amistad de carrozas-; y las más recientes, la de uno de los más activos impulsores de nuestro movimiento, el muy llorado Andrés Luna, y la de Antonio Crespo, un hombre emprendedor y bueno, de Fernán Núñez pero afincado en Leganés. También se nos han ido algunos de nuestros curas más queridos: don Moisés, don Eduardo y don Francisco Javier Varo, hombres buenos y cariñosos con nosotros; don José Delgado Albalá, por el que habrá división de opiniones; don Pascual y don Antonio Prieto, curas amigos en San Telmo. Y más que nos iremos yendo, pero sin prisas, como dice Sabina, que a las misas de responso no soy aficionado…

¿Cómo explicar a la gente, a otros amigos, a nuestros hijos, tanta devoción, tanta fidelidad, tanta entrega a una amistad tribal reconquistada después de tantos años? ¿Qué suerte de hilos mágicos e invisibles ligan a estas personas, incluso a sus mujeres, entre sí? ¿Qué sabio alquimista ha conseguido reactivar una química tan singular e imperecedera? ¿Por qué nos gusta tanto hablar y escribir sobre nuestro seminario? Para intentar comprender este misterio no nos queda otra que echar la vista atrás. Muy atrás. Cincuenta y cuatro años para atrás. Ex abundantia cordis os loquitur: de lo que abunda en el corazón hablará la boca.

Ea, os voy a dejar descansar unos días, pa que veáis...

Antequera, 12 de febrero de 2018
José Mª Rivera Cívico
"Fili"

En este enlace podéis ver más fotos de nuestros encuentros


Como fácilmente podréis imaginar, las fotos insertadas son obra de nuestro inefable Rafa Vilas. Yo hubiese tardado un siglo y medio.

domingo, 11 de febrero de 2018

Los comienzos de lo nuestro

Hasta que un día (veinte años más tarde) alguien llamó a mi puerta

Valencina de la Concepción (Sevilla). Julio de 1993



-Papi, aquí hay un hombre que pregunta por Fili…

Es un domingo caluroso de esos de ola sahariana. A media mañana, antes de que apriete mucho “el Lorenzo”, la Peque y yo nos estamos empleando a fondo en los cuidados de la piscina; ella, en mitad del césped, peleando con el toldo por ver si lo doblega, y yo, con el limpia fondos. Han llamado al timbre de la puerta del jardín y la primera en llegar es nuestra perrita Candy pero al no poder abrir se queda muy alerta con su rabillo tieso esperando a mi hija.

Me brinca de repente el corazón en el pecho al escuchar lo de Fili. Ya nadie me llama así; bueno, quizás Frasqui, Antoñillo o Rafael, mis amigos del pueblo; ¿pero aquí en Valencina?... Nervioso, acudo a la puerta. Pero… ¿Cómo es posible?... Me encuentro frente a un hombre que viene vestido con un mono azul muy raído, de los tiempos de cuando trabajó en el aeropuerto de Palma; ha cambiado un montón en lo físico, ha perdido mucho volumen y orondez, pero no cabe duda alguna… Es Agustín, “El Añoro” de siempre.

-¡Agustín!!!! -lo miro sin creérmelo del todo mientras le tiendo los brazos.
-¡Sí, yo mismo!!! -me responde riéndose a su manera de siempre, a carcajada limpia. Y nos abrazamos como si llevásemos muchos años, tantos como veinte, sin vernos.
-Pero… ¿qué coño haces aquí, y vestido así, con un mono de trabajo?...
-Nada de particular, que los domingos me toca repasar los setos.
-¿Pero, qué setos? – pregunto incrédulo.
-Chiquillo, cuáles van a ser? Pues los de mi casa…
-Pero… ¿Qué casa, dónde vives?
-No te lo vas a creer -me dice con esa sonrisa suya amplia que le oculta los ojillos por completo-. Vivo allí mismo -y me señala un chalet poco más abajo-. En el número 5 de esta misma calle.
-¿Pero cómo va a ser posible eso, si yo llevo aquí seis años?
-Ea, pues yo llevo tres.
-¿Hemos sido vecinos tres años sin saberlo?
-Eso parece.
-La madre que me parió…
-María Josefa Cívico, en efecto -se carcajea el tío.

Se acerca mi mujer a ver qué pasa con tanto abrazo y familiaridad con un extraño. Seguramente refunfuñando por lo bajito creyendo que me estoy escaqueando del trabajo de la piscina. Quien la lleva la entiende, no sería la primera vez. Ni la última.
-Peque, mira qué cosa, parece mentira… Este hombretón resulta que es un antiguo amigo mío del seminario, se llama Agustín…
-Anda, en una semana llevamos dos, eh -se pone en plan displicente mientras lo saluda con dos besos.
-Bueno, sí, es verdad -digo mirando a Agustín-. Hace unos días nos tropezamos con Jaime y su mujer en el Corte Inglés, tío, después de veinte años. Estuvimos cortadísimos. Pero, Peque -continúo hablando con mi mujer-, la cosa es que Agustín lleva tres años viviendo ahí mismo, en la casa esa rara de ahí abajo, la de los cimborrios… Y nosotros sin enterarnos.

De no haber sido por tanta cercanía con él en el seminario durante tantos años, y, sobre todo, por los últimos años en san Telmo, no lo hubiera reconocido. Sigue siendo un hombre ancho, de carnes, pero nada que ver con el último “Añoro” que yo recuerdo. Ha debido perder veinte kilos por lo menos. Lo hicimos pasar a nuestro porche y, como era de esperar, no puso reparos a un par de cervezas con su platito de queso y sus rodajas de caña de lomo. Habrá perdido peso, sí, pero su apetito y su lustre siguen intactos.
-Oye, ¿Y cómo te has enterado de que yo vivo aquí?
-Lo que son las cosas, casualidades de la vida, anteayer mismo coincidí con Jaime en la presentación de un libro de un amigo común. Él fue quien me dijo que vivías aquí, que, por lo visto, se encontró con vosotros el otro día. Y se quedó tan extrañado como vosotros cuando se enteró de que también yo vivo a vuestro lado sin saberlo. ¡Qué cosas!

Y nos contamos nuestras vidas, es natural. Él terminó Teología en san Telmo, con Pedro y otros compañeros de su curso, del 63; pero no fue ordenado sacerdote por una trifulca de las suyas con el cardenal de Sevilla, Monseñor Bueno Monreal, y otra con nuestro obispo de Córdoba, monseñor Cirarda. Agustín ha sido siempre muy suyo, nunca se ha doblegado ante la sinrazón. Bueno Monreal lo echó del cargo de bibliotecario en san Telmo, y Agustín lo denunció por despido improcedente. Y ganó en los tribunales, naturalmente. Y el prelado nunca se lo perdonó. Y no sólo eso, sino que contagió su rencor a Cirarda quien, solidariamente, le hizo la vida imposible a Agustín prohibiéndole que cursara Derecho de manera paralela a Teología. Como nuestro amigo hiciera caso omiso, el obispo se vengó negándole la orden sacerdotal. Así se las gasta la Iglesia. Miento, la Jerarquía eclesiástica. Finalmente, terminó Derecho y ahora es catedrático de Derecho Mercantil en la Universidad de Jerez. No me ha extrañado nada. De haber sido ordenado sacerdote, ahora sería Cardenal. Y no lo digo por sus proporciones corporales, su papada canóniga ni sus apetitos, sino por su sesera, la más brillante de cuantas hayan pasado por el seminario. Nunca vi cosa igual. En san Telmo, recuerdo que iba a clase con su antigua Olivetti a cuestas y tomaba los apuntes a máquina, sobre la marcha, de manera que cada clase era convertida por sus manos en un capítulo de un libro. Un caso.
-Si os apetece, esta tarde después de la siestecita de rigor, os pasáis por casa y conocéis a Paqui, mi mujer.
-Vaya, así lo haremos.

Y yo le conté la mía, mi historia desde que salí de san Telmo. Que muy pronto me ennovié con “La Arailla”, como estaba escrito; que estudié Medicina y ella Enfermería, ambos en Córdoba; que nos casamos estando yo en quinto de carrera y vivimos de su sueldo de enfermera; que tuvimos nuestra hija única; que hice la especialidad de Medicina Interna en el hospital Reina Sofía; luego, nuestro destino de nueve meses en Pozoblanco para abrir y poner en marcha el flamante hospital y, finalmente, mis oposiciones y mi plaza definitiva aquí en Sevilla, en el hospital de Valme.

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Y tengo que decir que este encuentro casual con Agustín lo va a cambiar todo, nuestras vidas patas arriba. Llevamos, la Peque y yo, siete años en Sevilla, seis viviendo en nuestro chalet de Valencina, y nuestras expectativas sociales no se están cumpliendo. En el hospital nos encontramos a gusto, pero socialmente estamos aislados, en tantos años no hemos conseguido entablar amistades sólidas. Solo con nuestros vecinos Viki y Antonio. Y, además, demasiado lejos de nuestras familias respectivas. Tanto fue así, que anduvimos barajando por un tiempo trasladarnos a Granada, al hospital Virgen de las Nieves con mi antiguo maestro y amigo Juan Jiménez Alonso. Y en esas cábalas estamos cuando han sobrevenido estos acontecimientos críticos.

Y, de pronto, con estos encuentros recientes, primero con Jaime y ahora con Agustín, algo o alguien ha hurgado en mi interior y encendido los rescoldos de mis recuerdos tan ocultos y apagados por tantos años. Al salir de “El Corte Inglés” hace una semana mi mujer me sorprendió lloriqueando, me pudo la emoción. “¿Pero, qué te pasa?” -me dice sorprendida. Me pasaba que se me cogió un pellizco en el estómago al ver y abrazar a Jaime. ¡Joer, son muchos años y muchas las vivencias compartidas, hemos crecido y nos hemos hecho hombres juntos! Y veinte años sin saber nada el uno del otro… 

¡Qué curiosa la vida, qué extrañas las criaturas!... De manera que yo que me juramenté con ellos hace tantos años en el dormitorio de “los Pajaritos” que jamás los olvidaría; yo, que era el más amistoso, el más empalagoso, el más cariñoso, si queréis, los he tenido perdidos y olvidados en algún rincón escondido de mi memoria. Tanto fue el afán y el ahínco por sacar adelante mi carrera de médico, tan a pecho tomé mi nuevo cometido, que olvidé, casi a conciencia, mi pasado. Como algo que no interesa, que no viene a cuento. Estamos a lo que estamos. Lo del seminario fue muy bonito mientras duró, como se dice ahora, pero hoy lo que de verdad importa es sacar mis cursos, seguir con la beca y hacerme médico. ¿Quién lo iba a decir? No me reconocía a mí mismo en los primeros años de carrera. Todo mi horizonte, toda mi vida y mi pensamiento, eran para mi novia y mis estudios. No había cabida para más. Jamás renegaría de mis amigos, eso nunca, pero los aparté de mi pensamiento y los sustituí por otros nuevos de la facultad de Medicina. Vale, puede entenderse lo de mis primeros años de carrera sabiendo todo el mundo lo aferrado y constante que he sido siempre con los estudios. ¿Pero, y luego? ¿Por qué, ya de médico, no hice nada por interesarme por sus vidas? No me lo explico. Permanecí en la espiral de seguir siendo el número uno, el mejor, como lo fui en la carrera. Ahora, En el MIR, lo mismo: estudio, sesiones clínicas, publicaciones… Me convertí en el residente favorito de los médicos adjuntos y de mis jefes, y todos me colocaron la pesada vitola de figura en ciernes. Apenas tuvimos, la Peque y yo, vida social en aquella Córdoba tan provinciana, algo que mi mujer sigue reprochándome. Todo era hospital y estudio. Si salíamos una noche de Feria de mayo, de Patios o de Cruces, mientras la Peque se lo pasaba en grande bailando hasta empaparse de sudores, yo me aburría en solitario reconcomiéndome de mala conciencia por estar allí haciendo el vago. En mi mundo de residente no había lugar para divertimentos superfluos, sólo me permitía, para despejarme, una hora de tenis casi a diario con mi hermano Frasco y otros amigos de la facultad  o algún partidillo de fútbol en un descampado de nuestro barrio. Tampoco en ese mundo mío tan hermético cupieron mis amigos del alma.

Ellos, mis amigos del seminario, por su parte, no se habían perdido la pista del todo. Todos ellos maestros formados en la escuela de Magisterio de san Telmo, la profesión les propició más oportunidades de reencontrarse. Antonio Luna, Jaime, Manolo Estepa, Salva y Luis Enrique se veían de vez en cuando con el cura Pedro, y hacían sus reuniones más o menos periódicas, casi siempre por Navidad. Muy vagamente recuerdo un día que todos ellos se llegaron a verme al hospital Reina Sofía estando yo de guardia. Y me avergüenzo recordando la tibieza de mis emociones al encontrarme con ellos. Habían pasado diez años y, claramente, yo no era el mismo. Encima, acaeció dicha visita en un tiempo, creo que en diciembre del 83, en el que la Peque y yo estábamos completamente enfrascados en un tema de capital importancia para nosotros, como fue el estudio y tratamiento de ambos como pareja infértil y la búsqueda a la desesperada de alguna alternativa viable para poder traer al mundo a nuestra hija.


Pero todo eso era agua pasada. Ahora, la casualidad o el destino me los ha puesto a mano. Sería imperdonable dejar pasar, otra vez, esta amistad revisitada que pasa en un tren de cercanías.

(Continuará) 

viernes, 9 de febrero de 2018

Los últimos de Filipinas


Palacio de san Telmo (Sevilla). Mayo de 1973



Después del almuerzo hemos cogido la rutina de tomar el cafelito en el cuarto de Pedro Soldado, el más moderno y adelantado de todos nosotros. Con su media melena y sus pantalones de copa es enteramente un chico ye-yé. Se ha hecho de cafetera, infiernillo, café, azucarillos y pastas varias. Y hasta de infusiones en sobrecitos, cosa novedosa. Es Pedro tan zalamero que seguramente se ha camelado a la jefa de cocina o quizás a la camarera que nos sirve en el comedor, no me extrañaría nada. Para colmo, dispone el tío de un tocadiscos, varios singles de Simon y Garfunkel, de Los Brincos y del álbum Abbey road de los Beatles. Nuestras sobremesas son, así, muy placenteras y entretenidas.

Pedro es un joven muy particular. Pese a su desparpajo con las nenas y su pose de modernidad, lo sigo viendo como futuro cura. Al que más. No sé… No fue de nuestro curso, él ingresó en los Ángeles en el 63, pero repitió y ya se quedó con nosotros. Luego, desde el mismo Hornachuelos, se fue una temporada a las misiones combonianas, en el Congo, ya te digo, un tío muy bragado y valiente. Regresó con nosotros y hasta ahora. Ha sido y es intimísimo del Luna, lo que no quita que estén todo el santo día como el perro y el gato, siempre de uñas. Antonio Luna es nuestro gran conciliador, siempre poniendo paz y concordia. Chiquitito y concentrado, rebosa, sin embargo, en buena gente y en un excelente humor. Positivo y optimista, su vaso siempre estará medio lleno. Posee, además, un extraordinario sentido de la amistad. Pero le pasa un poco lo que a mí: tiene el ojo demasiado vivo. Salva es una caja de sorpresas, un día te sale por peteneras y al día siguiente, por soleares; es un hombre con un carácter digamos que controvertido. Tampoco lo veo de cura. Y de Jaime qué queréis que os diga. Ha sido siempre mi ojito derecho, desde que entramos en los Ángeles. Con los años ha dejado de ser el niño guapo y presumido, y se ha convertido en un hombrecito la mar de formal, responsable y comprometido. Pero lo mismo, me da el pálpito de que no, de que no sigue en el seminario.

Yo no tomo café, me da ardores, si acaso un tececito. Me apetece tumbarme boca arriba en la cama de Pedro, cerrar los ojos, adormilarme en mi siestecita al rum rum hipnotizante de Because  y pensar en la Antoñita, mi Antoñita. Mis amigos charlan y ríen sorbiendo sus cafés con pausada cadencia dejándome por imposible, conocedores todos ellos de mis pensamientos desgarrados. Hace unos días he recibido la última carta de mi amiga, y me encuentro tristón, algo desilusionado. Me exhorta con muy bellas palabras a seguir el camino de mi sacerdocio, que ella no quiere ser responsable de torcer mi senda de vocación sacerdotal… chorradas así. Que se encuentra muy a gusto conmigo pero que lo primero es Dios y mi carrera. En fin…

Llevo meses atormentado. Quizás todos lo estemos. Luis Enrique, Paco Delgado y Manolo Ruiz Nieto nos han dejado al principio del curso, mucho nos tememos que han sido los primeros que han dado el gran paso, y que nosotros iremos detrás. Quedamos solo cinco seminaristas de los ciento y pico que ingresamos en los Ángeles en el ya lejanísimo 1964. ¿Por dónde andarán José Pablo, Tomás, Bermúdez, Pepe Montes?...Yo tengo decidido abandonar el seminario, acabar este curso de teología y comenzar el próximo en Córdoba la carrera de medicina.  De tan íntimo, no me atrevo ni a verbalizarlo delante de mis amigos, más que amigos, mis hermanos. Pero es imposible ocultarlo, llevamos nueve años viviendo juntos y nos delata nuestro lenguaje corporal, cualquier gesto, una mirada... Todos estamos en una situación parecida. Nos hemos matriculado este curso en Magisterio paralelamente a Teología, síntoma inequívoco de que todos estamos barruntando la cercana posibilidad de “colgar la sotana”. Pero es una decisión tremenda. Tremenda porque has crecido y te has hecho un hombre entre estos que son tus inseparables, al cobijo de los muros de Los Ángeles, de san Pelagio y ahora de san Telmo. Tremenda porque te acobarda dar el salto a la vida civil después de tantos años protegido por la vida lega, por tus notas, tus rutinas, tu prestigio, tus amigos. Tremenda porque crees que defraudarás a aquellos que han confiado en tu vocación: tus padres, tu abuela y los curas buenos que aquí tenemos. Desearía de corazón despertarme un buen día y que, de pronto, hubiesen pasado un par de años en una sola noche, a ver qué hubiera sido de mi vida. Tengo miedo, tengo pánico a mi decisión ya firme.

En esto que Antonio Luna se pone sublime esta tarde y colocándose en el centro de la habitación para hacerse visible a todos nosotros -es el más bajito- nos suelta una perorata, un alegato digno del mejor de los letrados. Muy serio, cosa rarísima en él, nos dice que el futuro de cada uno de nosotros es cada vez más incierto, que ya no nos ve de curas, que todos daremos la espantada, que lo ve como una cosa normal, que no nos preocupemos tanto por la futura decisión que a todos nos aprieta el pecho, que lo verdaderamente importante, estemos donde estemos, es que seamos dignos de aplicar a nuestras vidas los principios que aquí hemos mamado. Y sobre todo: que bajo ninguna circunstancia que el futuro nos depare podemos dejar de ser amigos. “Nada ni nadie podrá nunca arrancar nuestra amistad de nuestros corazones”.

Oye, y esta profecía que sonaba un montón de cursi, resulta que, saltando el siglo, ha sido fielmente cumplida.

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Creo que todos reconocemos lo edificante (una palabra de aquellos tiempos) de nuestra estancia en san Telmo. En mi opinión, el periodo más fructífero de nuestra singladura por el seminario en lo académico y en lo personal. Disfrutamos de un auténtico elenco de profesores del más alto nivel universitario, de Teología, Filosofía, Historia de la Iglesia, Epistemología, Sociología, materias que hoy suenan a chino pero que a nosotros nos conformaron una mente abierta y nos convirtieron en personas cultas y cultivadas, en intelectuales comprometidos. A gente como Garrido Luceño, Luis Briones o Guillén “El Picha”, será muy difícil que podamos olvidar nunca. ¿Y qué decir de nuestros formadores espirituales? Fueron los mejores curas que uno pueda encontrar en su vida, personas entregadas, sinceras, decentes, amigas y confidentes. Nos ayudaron un montón en tiempos de decisiones tan duras como las que tuvimos que tomar. Gracias eternas a Luis, Pepe, Antonio y Pascual. El palacio de san Telmo era por entonces a la vez Seminario de Teología y Colegio Mayor Universitario. La convivencia diaria en el comedor, en los pasillos y en los patios con “gente del mundo”, con personas “normales”, estudiantes de todas las disciplinas, nos igualó con ellos, nos hizo sentirnos como ellos y nos abrió de par en par las puertas de nuestro futuro. Nos hicimos hombres en san Telmo. En los Ángeles fuimos niños; en Córdoba, adolescentes y jóvenes ilusionados que abren sus ojos por primera vez a la vida real; en Sevilla, hombrecitos preparados -muy preparados- para dar el salto. Y lo dimos. Todos. Y todos acertamos. Y nuestras vidas se esparcieron por esos mundos como pavesas al aire. Pedro Soldado (del curso del 63) se ordenó de cura, mis otros amigos de san Telmo se hicieron maestros y yo cambié la sotana por la bata inmaculada de médico. Y cada cual tiró para su sitio.


Hasta que un día (veinte años más tarde) alguien llamó a mi puerta. (Continuará , jajaja, como en las series)




jueves, 1 de febrero de 2018

Perol de migas en Plateros

REUNIÓN DE LOS VICARIANOS CORDOBESES, EN LA SEDE DE LA SOCIEDAD DE PLATEROS, CELEBRADA EL DÍA 25 DE ENERO DE 2018

Y resultó que a la convocatoria de las migas, acudieron personas de todos los rincones del Orbe Andaluz.

Poco a poco, sin darnos mucha prisa, cosa que nos caracteriza, empezamos a concentrarnos en la Sede: primero seríamos los margaritos, el Volaor y un servidor de ustedes; estaban de camino, aquellas venidas de la “Diáspora Alpujarreña”, de la “Subbética Cordobesa”; de “La Campiña” y “La Sierra”… bueno, no detallo más diásporas porque si no, van a estar las migas hechas y no he dado cuenta del relato. Así que, a lo que íbamos.

Tuvimos un inicio sobrecogedor (por no decir no otro, ya que estamos en horario infantil) Yo diría, más aterrador aún, que aquel producido en la reunión coincidente con el día de difuntos. Ya veréis lo sucedido: 

Cuando solicitamos los arreos para hacer las migas…

Aquí tenéis las patas para poner el perol –dice Juan (nuestro servicial camarero) con ese donaire pétreo.

¿Pero, y el perol? –le pregunto tímidamente, para no perturbar su hierática figura.

¡Ah, no se!, ¿no lo ibais a traer vosotros?

En ese instante, nos miramos los allí presentes (Antonio Bazuelo, el Volaor, Paco Raya y yo) y nuestros rostros mudaron, de “la su color”, al instante. Los “congojos” se nos pusieron de pajarita. El cielo se oscureció al instante, no recuerdo exactamente si se paró el sol, al igual que en aquellas murallas de Jericó. Lo cierto es que la habitación se nos vino encima, al oir esas tétricas palabras.

− Habíamos quedado con Antonio, que nos lo dejabais vosotros –le dije con voz entrecortada (¡que vá, con una voz de “acojonao”, que no me salía del cuerpo!)

Voy a ver –dijo y se marchó por el foro.

Pasado un rato, apareció con el mismo semblante, pero… ¡traía el perol! 

¡Muy bien Antonio, así se hace, le aclamamos todos! ¡Menos mal, ya nos veíamos haciendo las migas en el microhondas!

Tras el susto, nos pusimos, felices, manos a la obra o mejor dicho al perol.

Ya sabeis, primero los ajitos, luego los torreznos, el chorizo, y unos chorizitos y morcillas que habían traido Lola y Manolo Sepúlveda. Una vez terminado el proceso, llegó la hora de echar el pan el perol. Hubo una discusión filosófico-culinaria, de si echar la morcilla, que muy gentilmente habían regalado Lola y Manolo Sepúlveda (además de unos choricitos) en el mismo aceite. Como buenos curillas, sin pensarlo dos veces, establecimos nuestro pequeño “Conclave”. Unos que si, otros que no (que a la parrala le gusta el vino) Después de los correspondientes dimes y diretes, se llegó a consenso, que para ello ya había llegado nuestro prelado Paco Sánchez. 

Nos decretamos –dijo con voz solemne− que se eche la morcilla, pero que no llegue a soltar pringue para no herir, con su negro contenido, la dignidad y sabor de las migas.

Así se dijo y así se cumplió. Llegandose sin más tardar a la volcadura de las migas en el, tan ansiado y agustioso perol.

- ¡Echa pan Paco Raya, echa sin miedo!, le decía Antonio Bazuelo. Yo miraba el trasiego, atentamente. Más que un perol, parecía esa olla de los puestos de palomitas. ¡Salía pan por todas partes! En esos momentos nos acordamos de Paco Nieto y su elección de cantidad. Y como no, del perol tan pequeño. Yo, con las manos trataba de contener la vorágine, sin apenas conseguirlo.

- ¡“Para” Paco, “para”, que el perol, al ver tanta miga, ha encogido! le decía Antonio Bazuelo, Allí, como pudimos, sofocamos tanto derramamiento. Consideramos oportuno ir haciéndolas poco a poco y así se hizo. A mi me dio la impresión de estar viendo un perol al que, en lugar de migas, se le habían echado granos de maíz, de donde salían palomitas por todas partes.

Menos mal que también se solucionó este problema.

Uno (Paco Raya) asiendo el perol por sus correspondientes asas y el otro (Antonio Bazuelo) con paleta en ristre y mucha paciencia, consiguieron ir haciendo las migas, poquito a poco.

Los demás, como es menester y también frecuente, departiendo amigablemente. De vez en cuando, una miradita al perol y a seguir con la plática.

Mientras, los dos manijeros, dale que te pego a las migas. Lentamente fueron tomando su apariencia correcta. También, despacito, se fueron incorporando, no solo más comensales, sino el resto de los pedacitos de pan. Al fin, cada cosa en su sitio.

- ¡Esto ya está listo! gritó Antonio Bazuelo, con la sonrisa que le caracteriza. 

Momentos antes, habíamos dado cuenta a unas invitaciones efectuadas por Manolo Sepúlveda y por Alfonso Belmonte: el primero por su jubilación y el segundo por su Santo. Brindamos, como debe ser, a la salud de los dos y por supuesto de todos (que nos hace mucha falta)

Vítores de aclamación, sonaron en honor de los cocineros, por lo ricas que habían salido. Paco Nieto había tenido razón en sus cálculos: 200 gs. por persona. Lo que pasa es que nada nos dijo, de los centímetros a tener en cuenta. Por lo menos aprendimos, otra vez más, que las apariencias engañan. 

También descubrimos que el sol no se había apagado momentos antes. La culpa la tuvo una borrasca que se había instalado encima de Córdoba y ya no dejó de llover en todo el día.

Entre migas, buen vino, cervezas y una agradable tertulia, se nos fue pasando el tiempo. Cuando quisimos darnos cuenta, llegó la hora de cierre de la taberna. Nos alegró enormemente, la presencia de Jenny, dando ya sus buenos pasitos y de Pedro Antonio, también recuperado de su enfermedad.

Maese Sánchez impuso el solideo a los nuevos vicarianos, con el rigor, pompa y circunstancia que el acto requiere y el gozo de ver agrandada nuestra cofradía.

Hay que resaltar la excelente aceptación que tuvo la llamada, en este jueves y el elevado número de los allí reunidos. Magnífico ambiente creado entre todos. Prueba de ello es que costó trabajo abandonar el lugar.

Será, pues, hasta el próximo jueves, donde os prometo que nos lo pasaremos genial.

Hasta entonces, salvo esas quedadillas semanales, cuidaos mucho.

Nota: Añadido con posterioridad a la publicación de la Crónica:

Se ha podido observar perfectamente, que los rábanos no son algo que me gusten sobremanera. De ahí mi olvido en comentarlo. 

Para que quede constancia de que los hubo, he de indicar que nuestra perejita Lola-Manolo Sepúlveda, nos obsequiaron, además, con unos rabanitos, que el "manijero" Paco Raya, peló y preparó para su rapidisimo consumo. La palabra "rapidísimo" demuestra, de una forma palmaria, un hecho. Es que fueron vistos y no vistos. Sus señorías dieron cuenta de ellos y en "sancti amen" (otra vez eso de curillas) ¡Cómo gustaron!

Como siempre, esta crónica no quedaría tan bien sin la intervención de Pacomo, Carlitos y Rafa Vilas.

Andrés Osado Gracia
Córdoba, 26 de enero de 2018