¡Aleluya, aleluya! Los chaveas de primero nos
hemos contagiado enseguida de cuatro latinajos de los del segundo curso:
ego volo manducare, dóminus
vobis cum, in illo témpore, in diebus illis, certus rústicus nómine Nasica,
manduco me flumen de te… Unos con cierto sentido y otros completamente
absurdos. Sin embargo, aleluya proviene del griego, disciplina aún ignota para
nosotros. La hemos aprendido de oírsela a los curas. Significa alegría. Pues
eso, aleluya, por fin brilla el cielo en nuestro pequeño universo. Diciembre ha
despedido la lluvia y ha contratado un sol espléndido. Todavía la madrugada
siembra el patio de escarcha pero después del desayuno ya podemos charlar o
corretear por él, umbrío aún, antes de las clases. Y en el primer recreo ya
entra el sol desde la puerta hasta casi la mitad del patio.
A nosotros el patio nos parece
enorme, una explanada de cemento donde poder corretear, jugar al frontón, al
escondite y hasta baloncesto en ocasiones. Podemos decir que sea el centro
neurálgico de nuestra vida aquí. Por la
izquierda, hacia el norte, un alto muro lo separa del monte; contra ese muro
jugamos al frontón, y también contra él nos proyectarán los curas algunas
películas formativas cuando llegue el buen tiempo; a continuación, una salita
pequeña donde se guarda el material deportivo y
también intendencia de papelería.
De esta sala han hecho los curas responsable a Rafa Roldán Molina, “El
Cuartillas”, un chaval muy sanote, de Cabra. Algunos niños no futboleros se
concentran en esa sala durante los recreos… ¡Para leer novelas!!! Como si no
tuviéramos bastante con los libros de texto. Luego vienen cuatro wáteres con
sus puertas correspondientes; cuando seamos más mayorcitos estos wáteres podrán
contar muchas y divertidas historietas un poco pecaminosas; más arriba, de
frente, una sala de juegos con pichonchos y una mesa de ping-pong; más de
frente, hacia levante, la puerta de la capilla y la entrada principal hacia los sitios nobles. A
la derecha, hacia el sur, queda el grueso del edificio: los soportales, el
corredor paralelo, las clases, las escaleras que bajan a la sala de juegos del sótano y que suben al gran estudio y a los demás dormitorios. En las afueras tenemos un pequeño patio de tierra para jugar
al fútbol protegido del precipicio por una valla metálica, la gran piscina,
protagonista principal cuando llegue mayo, un jardín de naranjos y la huerta en
peligrosa pendiente hacia el río. Y aún con las pocas luces de mi corta edad
uno llega a preguntarse el por qué de un edificio tan enorme en sitio tan
arriesgado y peligroso, en vez de en los llanos del pozo, apenas dos kilómetros
más arriba.
Ya estoy hecho a mi nuevo hogar.
Me lo conozco casi todo, menos la parte de abajo por donde trajinan las monjas
e Isabelita. Hay niños curiosos que lo trastean todo; yo, de natural
asustadizo, soy más prudente. Y mira que sor Josefa me tiene dicho que baje
cuando quiera. Es la madre superiora, me conoce bien de cuando estuvo en el
convento de mi pueblo con las monjas del “Patrocinio de María”. Y mira qué
casualidad, ahora me la encuentro aquí. Pero
no; me siento más cómodo en mi terreno. Pasa uno los días enfrascado entre
clases y recreos, y cada vez me acuerdo menos de mi gente. Y no sé si eso es
bueno o no. Yo me siento bien.
En el recreo me agrada charlar
con mis nuevos amigos, pero me puede el vicio del ping-pong. Bajo a la sala de
juegos donde mi paisano Manuel Gámez es el as. Se me da mejor el ping-pong, con
el pichoncho me salen cebaduras en los dedos de darle tan fuerte a la ficha
grande. Bastantes veces somos pareja Manuel y yo en el ping-pong, y siempre me
echa las culpas cuando perdemos, pero es que es verdad, yo fallo mucho más que
él. Y eso que tiene una forma de coger la raqueta rarísima y complicada. Todos
lo dicen, hay que ver cómo le da a la pelota… Pero siempre le entra, oye. Para el
saque monta con las manos una coreografía muy suya y sofisticada que ya es
motivo de cuchicheo por los pasillos, “¿Habéis visto cómo saca el Gámez?” No sé
cuántos partidos llevará ganados ya, no hay quien lo eche de su sitio en la
mesa, si se va es por aburrimiento o por cansancio, no por perder. Mi primo Manolo
está pasando mucho más inadvertido. No sé, Manuel destaca en el ping-pong, yo
empiezo a ser considerado como el empollón, pero él… Es verdad que el pobre no
está teniendo suerte, se pasa muchos días en la enfermería con fiebres, y se le
pone muy mala cara. Y me da pena. En el pueblo, de monaguillos, yo tenía más
amistad con Manolo, más cercanía. Somos primos segundos, y ambos, primos
terceros de Manuel. En Palenciana todos somos familia, vaya. Manolo y yo somos
gente como más sencilla, Manuel es un poquito más engreído, bueno, cada uno es
como es. A esa edad yo era inseparable de Manolo, sobre todo en los veranos:
fumábamos cigarrillos de matalauva en la era de Pedro Miqui, nos bañábamos en
el patio enlosado de su casa con una manguera, recogíamos jazmines de su patio
y los vendíamos luego a las mocitas por la calle, unas biznagas muy bien
elaboradas con sus alfileres y todo. A la Mari Cuenca no se lo cobrábamos. Por
lo menos yo. Y ahora siento pena por él. Y un poquito de culpa, de mala
conciencia. Aquí, casi sin querer, me estoy echando nuevos amigos, es como si
me resultara más atractivo juntarme con otros nenes que con los del pueblo, al
fin y al cabo, a estos los tengo ya muy vistos, algo así. Y veo que esto mismo
le está pasando también a otros, los chaveas de Cabra, los de Fernán Núñez, o
los de Priego -un tropel- empezaron muy juntitos los primeros días, y ahora
cada cual anda con nuevos amigos. Parece algo natural.
Me parece que los curas pretenden evitar el tribalismo
pueblerino para propiciar que todos estemos con todos, y que nadie se quede
aislado y tristón. Pero somos doscientas criaturas entre los dos cursos.
Formamos pandillas, como en mi pueblo, es algo inevitable. Por mucho que
intenten agruparnos a dedo a distintos equipos de oración -“Los
amigos de Jesús”, “Los Sagrarios de Cristo”…-, los chavales nos juntamos por
afinidades personales, por el fútbol, por intimismo, por piedad o por lo que
sea que no sabemos y que pasados unos años se llamará química. Yo tengo mi
propia pandilla natural, y, además, amigos sueltos. Y luego está que me llevo
muy bien con chavales algo mayores del curso superior al nuestro, como son
Pepín y Manolo Estepa, muchachos de Benamejí, casi paisanos. Los grupos más
señalados y que conoce todo el mundo en el seminario son el de “Los Penitentes”
y el de “Los Pigmeos”, aquéllos, unos santurrones místicos que incluso han
llegado a utilizar el cilicio, dicen, y éstos, unos auténticos demonios, unas
cabras del monte. Siento curiosidad morbosa por acercarme al Nieto Vallín o a
Guisado Rosas, los líderes de “Los Pigmeos”, pero me intimidan lo huraño del
uno y la altanería del otro. El Vallín es chiquitillo, negrucillo y feo; el
Guisado, sin embargo, es alto, rubio y guapo, pero se las gasta tiesas con
cualquiera. Reconozco que soy un cobardica para estas cosas, prefiero la
seguridad de los míos. Me fío de José Pablo que ya se ha ganado el meritorio
apodo de “Cuatro mitras” porque así, con esas palabras, desafía a cualquiera
que le ponga la contraria. Me inquieta la violencia, aunque sea de broma. El
Luna, Pedro, Jesús y Jaime están casi siempre de gresca, empujándose y revolcándose
por los suelos. Parece que esa sea su forma de ser amigos, y a Salva y a mí nos ven -creo- como niños buenos, testigos inocentes de lo que pasa sin ser capaces de actuar como ellos. Y llego a tener envidia de alguien que se revuelque con Jaime. Tal es mi celo por él que
en ocasiones siento temor pensando si no será que soy marica. Debo de tener
cuidado con eso, que aquí las lenguas son muy largas. Nosotros mismos nos
cachondeamos de otros niños que ya han sido señalados con ese estigma. Yo sé de
sobra que no lo soy porque a Jaime lo veo cada noche en calzoncillos… Y ni fú
ni fá. Sin embargo, cuando atisbo, siquiera de refilón, las cachas de Isabelita
fregando los suelos se me embala el corazón y parece que el tiempo se
detuviera. Con todo, hay que reconocer que Jaime es un chaval muy guapo. Para
mi gusto, el más guapo de todo el seminario. Yo, además, lo encuentro noble y
sencillo. Me gusta compararlo con Antoñillo, mi amigo del pueblo, también un
querubín, pero éste se lo tiene más creído, en Palenciana no hay otro igual. Y
veo que los demás somos todos del montón. Sin querer, uno se mide con los de
al lado. De José Pablo admiro su fuerza y su valentía, siempre regañándome
para que no sea tan cagao y que
empuje y meta la pierna en los balones divididos, como hace él. Del Luna me
gusta su simpatía natural y su métome en todo. De Tomás, su picardía; de Jesús,
su rubio desparpajo y su flequillo; de Pepe Montes, su manera de expresarse
recalcando las palabras, yo que me atropello con ellas; de Manolo Jurado, su humilde melancolía... Con “Los Penitentes” tengo alguna
relación. Juan Ortiz, su profeta, es un chaval serio pero amistoso. Encima, el
Luna, que está en todas partes, se junta mucho con ellos. Y no deja de
sorprendernos a los más cercanos a él esta afición suya con los Penitentes,
porque todos ellos son chaveas con gustos muy distintos a los nuestros, son
nenes más sensibles y delicados.
Aparte ello, siento admiración
por un muchacho singular. A primera vista, puede esto que digo sonar a pitorreo
porque es un chaval gordo y fofo, que se ríe con todo el mundo, que lleva
siempre el babi con lamparones, y que, en lugar de jugar al fútbol, al ping-pong
o al pichoncho como todo dios en el seminario, se sienta bajo una encina, cerca
del pozo, a comerse el chorizo serrano que su madre, María Parra, le manda
semanal y religiosamente en la talega de la ropa limpia. Pero luego, el gachón
saca sobresalientes en todos los parciales y matrículas de honor en todas las
asignaturas cuando llegue junio. Increíble, oye. A ver quién es el guapo que se
ríe de un muchacho así por muy rústico que sea. Todos le admiramos. Porque el
dictado de las notas trimestrales y anuales es público, para mayor gloria de
los estudiosos y mayor escarnio de los más atrasadillos. En el gran salón de
estudio don Antonio, el prefecto, va leyendo las notas, una por una, de cada
asignatura de cada alumno, por orden alfabético. Cuando llega el turno de
Agustín Madrid Parra ya sabemos todos lo que va a decir don Antonio: sobresaliente en todo. “A ver si aprendéis los demás, so mamelucos”.
Alcornoque, mameluco: he aquí dos
sustantivos que los curas hacen de adjetivos calificativos para así nombrar
mejor a la plebe. (Continuará)
El Fili
1 de marzo de 2018