-Ave María Purísima -digo presuroso nada más hincarme de hinojos en el confesionario de la capilla.
-Sin pecado concebida -responde un cura desde lo hondo.
Al oírlo y alzar la vista me doy cuenta de mi error, ya irreparable. No era cosa de levantarme y dar media vuelta. Había que apechugar. Yo esperaba que fuese don Moisés, el cura con quien todos nos sentíamos más cómodos confesando porque apenas hacía preguntas y lo daba todo por bueno, ¡qué hombre más bondadoso! O quizás don José Delgado, el más expeditivo; o don Francisco Varo, otro de los habituales del confesionario. Pero no. Era otro. Un cura que te acurrucaba contra sí, te echaba el aliento encima y tenías que confesarte hablándole casi al oído. Todos suponéis quién. No hace falta dar nombres.
-Padre, me acuso de haber pecado contra el sexto mandamiento -era ésta la manera más eufemista que conocíamos de nombrar el pajillerismo. Corría por entonces nuestro cuarto año en los Ángeles y uno era ya un verdadero perito tanto en la ejecución del cinco contra uno, cada vez más refinada, como en la forma de expresar sub yúdice el arrepentimiento.
-¿De pensamiento o de obra?
-De las dos, padre.
-¿Y cuántas veces?
-De pensamiento... muchas; de obra, tres -yo procuraba acumular las pajillas de tres en tres o de cuatro en cuatro para no tener que andar confesando todos los días.
-¿Solo o acompañado? -Fijaros en la intención malévola. De sobra sabía él de nuestros pecados solitarios, pero lo preguntaba por si cazaba dos pájaros de un tiro descubriendo prácticas homosexuales.
-Solo, solo, claro -respondo yo con rotundidad.
-Por qué claro -insiste el confesor con maldad.
-Porque... -titubeo unos segundos-, porque esas cosas... se hacen así, a solas. Aquí no hay nenas.
-Pero hay nenes ¡verdad?
-Sí -me quedo azorado por no entender muy bien qué busca este hombre-, sí, pero... eso, ¡ni pensarlo! Sería cosa de mariquitas. Que no, que no...
-Bueno, hombre, está bien -parece quedarse satisfecho, pero sigue erre que erre-. Y cuando lo haces ¿en quién piensas? -Nótese la mala uva, como dijera nuestro amigo Manolo Jurado. ¿En quién iba yo a pensar? Pues en los muslos de Isabelita, ¡digo! Tomás el Pollo, José Pablo y un servidor besábamos los vientos por aquellas cachas tan carnosas que se le veían a Isabelita cuando fregaba las escaleras a rodillazos.
-Pues... ejem... En Isabelita -soltaba ya por fin.
-Anda, y por qué en Isabelita.
-Porque... porque está mu güena -ya de perdidos, al río.
-¿Buena dices? Buena, ¿para qué? -¿Tiene o no tiene mandanga la cosa? Hay que ser cabroncete para atosigar así a un chavea indefenso y en diáfana inferioridad.
-Para acostarse uno con ella -suelto yo a trompicones, con más miedo que vergüenza. En ese instante el cura aparta su cara hacia un lado para evitar que yo notara su risita cobarde y medio abortada.
-Bueno, por lo menos te reconozco tu franqueza y sinceridad.
Y ya me despidió con las penitencias habituales. Como dice Manolo, son cosas que vividas en su momento nos parecieron normales, pero que ahora uno cree que, salvando la distancia del tiempo y de la moralidad de antaño, si los papeles se invirtieran uno no sería capaz de ejercer tanta saña contra unos niños en flor. Que es lo que éramos.
Un abrazo para todos y que tengáis un nuevo año colmado de dicha.
El Fili.
-De las dos, padre.
-¿Y cuántas veces?
-De pensamiento... muchas; de obra, tres -yo procuraba acumular las pajillas de tres en tres o de cuatro en cuatro para no tener que andar confesando todos los días.
-¿Solo o acompañado? -Fijaros en la intención malévola. De sobra sabía él de nuestros pecados solitarios, pero lo preguntaba por si cazaba dos pájaros de un tiro descubriendo prácticas homosexuales.
-Solo, solo, claro -respondo yo con rotundidad.
-Por qué claro -insiste el confesor con maldad.
-Porque... -titubeo unos segundos-, porque esas cosas... se hacen así, a solas. Aquí no hay nenas.
-Pero hay nenes ¡verdad?
-Sí -me quedo azorado por no entender muy bien qué busca este hombre-, sí, pero... eso, ¡ni pensarlo! Sería cosa de mariquitas. Que no, que no...
-Bueno, hombre, está bien -parece quedarse satisfecho, pero sigue erre que erre-. Y cuando lo haces ¿en quién piensas? -Nótese la mala uva, como dijera nuestro amigo Manolo Jurado. ¿En quién iba yo a pensar? Pues en los muslos de Isabelita, ¡digo! Tomás el Pollo, José Pablo y un servidor besábamos los vientos por aquellas cachas tan carnosas que se le veían a Isabelita cuando fregaba las escaleras a rodillazos.
-Pues... ejem... En Isabelita -soltaba ya por fin.
-Anda, y por qué en Isabelita.
-Porque... porque está mu güena -ya de perdidos, al río.
-¿Buena dices? Buena, ¿para qué? -¿Tiene o no tiene mandanga la cosa? Hay que ser cabroncete para atosigar así a un chavea indefenso y en diáfana inferioridad.
-Para acostarse uno con ella -suelto yo a trompicones, con más miedo que vergüenza. En ese instante el cura aparta su cara hacia un lado para evitar que yo notara su risita cobarde y medio abortada.
-Bueno, por lo menos te reconozco tu franqueza y sinceridad.
Y ya me despidió con las penitencias habituales. Como dice Manolo, son cosas que vividas en su momento nos parecieron normales, pero que ahora uno cree que, salvando la distancia del tiempo y de la moralidad de antaño, si los papeles se invirtieran uno no sería capaz de ejercer tanta saña contra unos niños en flor. Que es lo que éramos.
Un abrazo para todos y que tengáis un nuevo año colmado de dicha.
El Fili.
Jugosa anécdota. Esto se pone interesante. Tu confesión, al descubierto, es muy reveladora. Ahora ya sabemos quién era más pecador: ¡el confesor!
ResponderEliminarTú pensabas en una chica apetecible. ¿En qué pensaba él?
Gracias Fili por aportar siempre con buenhumor, buena pluma y sin tapujos. Feliz año.
Pedro
Amigo José María, coincido con Pedro en como nos has enseñado el duro estilo que usaban algunos profesores para con los estudiantes.
ResponderEliminarPor mi parte recuerdo solo dos anécdotas breves de aquel tiempo en este sentido de pubertad juvenil: Una serie de dibujos de los utilizados por los sicólogos, que me mostró don Francisco, preguntándome qué veía en ellos. Le contesté que eran islas, y me ahorré mi opinión, yo ya no era un crío.
La otra anécdota que me ocurrió fue con la chica; Me dijo en un pasillo que yo era el único de todo el seminario que valía la pena mirar.
No le contesté tampoco con mi verdadera opinión, y seguí mi camino.
Aunque mis ojos igual que los vuestros, volaron en más de una ocasión hacia aquellas piernas que nos descubría cuando hacía la limpieza.
Un abrazo.
Juan Martín.
Joer, Juan Martín, qué subidón de autoestima cuando le oíste decir esas palabras. Para mí, pobre inocente y medio alelado todavía, hubieran supuesto más que un diez en Latín. Y desde luego esa noche hubiesen caído fácilmente unas cuantas pajillas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Jose Maria te felicito porvlavjocosa anécdota que nos has contado. El inclito confesor estaba muy obsesionado, otros también, por conocer la frecuencia con la que acudíamos al "desahogo personal". Lo novedoso para mi es lo morboso que era este cura, la cantidad de detalles por los que te interrogó y el desparpajo con el que le contestastes.
ResponderEliminarCreo que hasta en eso eras un privilegiado, tus pecados eran menores y encima graciosos. A cualquiera de nosotros, de los que ya estábamos "marcados", a la menor oportunidad nos habrían dado un billete gratis a disfrutar de las "Isabelitas" de nuestro pueblo, sin necesidad de terminar el curso.
Recibe un fuerte abrazo y te animo a que nos sigas divirtiendo con tus anécdotas.
Amigo José María:
ResponderEliminarNo sé si ese confesor es el mismo que yo creo y si es asi pues estoy algo confuso ya que en esas fechas yo lo suponía en San Pelagio, ¿o quizás volvió de nuevo de San Pelagio a Hornachuelos.
A tí te cogió ya más granaito pero lo que me ocurrio a mí fúe nada más comenzar el curso de 1° en 1963. ¡¡Jamás lo podré olvidar!!.
El cura fue el ínclito en quien todos pensamos. La escena se produjo en los Ángeles. Hay cosas que nunca se olvidan. Yo creo que permaneció con nosotros hasta cuarto curso y con nosotros se trasladó luego a san Pelagio. Pero de no ser así, la confesión pudo haber sucedido en segundo o tercer curso. Ya me pones en duda.
ResponderEliminarUn abrazo.
Creo que no estamos hablando del mismo confesor. El que me pilló a mi por sorpresa en mi primer curso,1963/64, también despedía un pestilente aliento a tabaco y alcohol que jamás podré oñvidar. Los minutos que duró ese martirio se me hicieron interminables.
EliminarQuisiera poder plasmar en un papel lo ocurrido, pero soy más bien torpe en esta materia.
Un abrazo.
Tu confesor es otro distinto al que me pilló a mí por sorpresa. Jamás olvidaré su pestilento olor a tabaco y alcohol. Fueron unos minutos que se me hicieron eternos.
ResponderEliminarUn abrazo.