Seminarista a diario, y motero de ocasión el fin de semana
Cavilaciones de un estudiante al final del recorrido
Pienso que el único hilo conductor que nos queda a quienes fuimos seminaristas en Córdoba después de cincuenta años, son los recuerdos comunes que tenemos de aquella etapa de juventud, participando en comunidad tanto en Sta. Mª de los Ángeles como en el Seminario de S. Pelagio.
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Puede que alguien aun recuerde aquella moto |
En el curso 1969/70 estando ya en S. Pelagio estudiando, mi padre me compró un ciclomotor Ducati de 48 cc. con el que iba a casa para llevar la ropa sucia el fin de semana, pues hasta entonces era él quién la iba a buscar.
La moto fue el segundo regalo importante que recibí siendo seminarista, y del que guardo un grato recuerdo. El primer regalo fue un par de botas reglamentarias de fútbol en los Ángeles.
En S. Pelagio yo había cumplido ya los dieciocho años, y me pude sacar el permiso de conducir ciclomotores. Con el consentimiento de la superioridad, guardaba la moto durante toda la semana en el pasillo que había junto al comedor, camino de la sala de profesores. Era una moto Ducati roja con ventilador adosado al cilindro, que a mí me parecía una Harley Davidson, la tenía en gran estima.
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Entrada al Instituto Séneca |
En S. Pelagio nuestras vidas de estudiantes, tomaron un giro bien distinto a los esquemas estrictos que vivimos en Hornachuelos. Diré solo una diferencia impensable con respecto a los años anteriores en el Seminario Menor: "El de asistir a las clases como alumnos oficiales, en el Instituto de Enseñanza Media Séneca de Córdoba hasta terminar el COU, sin el control permanente de nuestros superiores."
Nosotros recibíamos en el Seminario la formación complementaria religiosa en los actos de comunidad diarios, donde se nos hablaba de la importancia de la Fe cristiana, del sentido pastoral del Ministerio Sacerdotal, y del consuelo de la Oración.
Todo desde nuestra humilde condición humana ante Dios, y como un soporte espiritual para todas las personas.
Empezábamos a notar en nuestras vidas no obstante, una libertad desconocida después de estar sometidos a la estricta observancia de la disciplina espartana de los Ángeles.
En S. Pelagio éramos menos alumnos por curso, pero nuestra amistad y conjunción iba en aumento.
Formábamos todos un grupo muy bien avenido, aunque es verdad que siempre había un espacio reservado para las amistades.
Las camaretas de estudio individuales que teníamos, eran la personal privacidad de la vida propia, ya que el diseño de nuestras actividades diarias giraban en torno a la gestión particular de nuestro estudio, los horarios de las clases dentro del Instituto, y los actos religiosos en el Seminario.
Como decía; cada fin de semana después de misa recogía mis cosas y mis apuntes, metía la ropa sucia en la talega, y me iba hasta la planta baja donde tenía la moto aparcada en el pasillo.
Al salir, pasaba por el puente romano en dirección a la carretera de la campiña.
La monotonía acompasada del motor y el discurrir tranquilo me dejaban tiempo para evaluar el momento que vivía en el Seminario.
Me veía a mí mismo ante la disyuntiva de elegir entre la vida religiosa y la vida seglar común y corriente.
El contacto semanal con la familia y con los amigos y amigas del pueblo, desde la madurez de la edad que ya teníamos todos, así me lo hacía ver.
Aquella situación de dudas, me dio que pensar sobre la importancia que tenía el Seminario y el objetivo final de mi recorrido, la vida personal de celibato viviendo en solitario en una parroquia como futuro sacerdote, enseñando la doctrina del Evangelio al servicio de la Iglesia Católica.
Me fijaba en las figuras de los párrocos que conocía, envejeciendo en soledad, ejerciendo su función pastoral en sus parroquias sin una familia propia. Viendo a la gente de su edad hombres y mujeres pasarles de largo, cumpliendo con sus destinos de adultos según su libre albedrío, casados la gran mayoría y formando sus propias familias, buscando la continuidad de la vida en los hijos.
Aquella idea de vida de celibato, por un voto de obediencia impuesto por la jerarquía de la Iglesia, me dejaba un poco triste y confuso.
Sin dudar de los fundamentos cristianos asimilados, como eran la Fe en Dios Creador, y la comprensión de la misión difusora de la Palabra del Evangelio. Yo me preguntaba: ¿Por qué debían de ser célibes y solteros de forma imperativa los curas católicos, si los seres humanos hemos sido creados por Dios como iguales; hombres y mujeres en familia, y complementarios unos de otros al 50% desde el mismo origen de los tiempos?
Una condición humana que estaba escrita en nuestro ADN.
En aquellos recorridos semanales por la carretera de la campiña meditaba en como sería mi vida de sacerdote, vestido con la sotana de cura en una Iglesia de pueblo.
En una ocasión, un ciclista en plan Bahamontes en competición consigo mismo, y con la cabeza agachada mirando el suelo, se enfiló directo hacia mí en la carretera a la salida de Córdoba.
Al frenar sobre la gavilla del arcén apartándome para evitar el choque, patinaron las ruedas de la moto de tal manera, que cuando quise darme cuenta ya estaba tumbado en la cuneta entre los cardos.
Por suerte no había salientes, ni arquetas o piedras que me dañaran, solo encontré hierbajos y tierra.
Ni siquiera se paró el ciclista para ver lo que me había pasado, o puede que ni siquiera se enterara de las consecuencias de sus actos.
Afortunadamente para mí, solo se me raspó un poco el grueso chaquetón de paño, pues las hierbas y jaramagos amortiguaron el porrazo de la moto y el mío propio.
Quité las brozas enganchadas en las ruedas, ya que solo se arañó algo la pintura del guardabarros y seguí mi camino con aquella experiencia imprevista apuntada para el futuro en el cuaderno de bitácora de un incipiente aprendiz de motero.
Hay gente que va ciega por el mundo o así lo parece, y hay que ser precavidos. Va en ello nuestra propia integridad física, o nuestra propia vida con todo nuestro posible futuro.
Reincorporado a la distribución diaria con todos los demás compañeros, asistí a los actos de la noche de recogimiento en la capilla, como era lo habitual.
Al día siguiente después del desayuno, con mis libros y los apuntes bajo el brazo, me fui para el Instituto Séneca con el resto de los demás compañeros.
Sintonizando de nuevo con los temas de las asignaturas del día, y con los profesores del instituto.
Pasábamos por delante del Alcázar de los Reyes Cristianos, caminando en grupos reducidos, y charlando amigablemente como siempre entre nosotros.
Acompañados por aquel aroma de azahar único de los naranjos cordobeses, que inundaba el aire.
Aquel poso me sirvió de soporte para crecer después dentro de unos buenos fundamentos, y de un gran respeto por todas las demás personas desde la Fe y el Credo Cristiano recibido. Siempre con el deber de sentirnos agradecidos y ejercer la vida conscientes y solidarios en medio de un entorno en movimiento constante, en un mundo múltiple y variado, creado desde mucho antes del advenimiento del Cristianismo.
En grupo comentábamos estas situaciones de las dudas, y asumíamos cada cual las diferentes opciones de la elección inminente, pues el siguiente paso que nos quedaba era marchar a Sevilla al Seminario Mayor de S. Telmo.
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Acto de Jura de Bandera |
No obstante, antes de finalizar el curso 71/72, me encontré con una sorpresa inesperada e impensable para los seminaristas, algo que me cambió de forma radical aquella situación de dudas en mi vida de estudiante, pareciendo que el destino se encargaba de relevarme del hecho de tener que decidir por mi cuenta.
Ocurrió, que fui llamado a filas por el ejército y citado sin dilación alguna ante la comandancia militar de Córdoba como soldado de reemplazo, cosa que cumplí al pie de la letra, dejando el Seminario y de asistir a las clases en el Instituto.
Seguí en contacto con los superiores, intentando terminar el curso desde los apuntes que me hacía llegar un buen amigo y compañero llamado Bermúdez, al que le agradezco muy sinceramente aquel gesto solidario que tuvo hacia mí.
Gracias a aquellos apuntes y al estudio en ratos libres, pude preparar algo las asignaturas y examinarme fuera de cupo, al no tener los suficientes días lectivos.
Y así, yendo muy justito de fuerzas académicas pude acabar el COU.
Aun recuerdo en el Instituto Séneca aquel examen final, ante la insigne profesora y catedrática de literatura, Dª. Mª Luisa Revuelta.
Me presenté a ella vestido de soldado, tratándola con la misma deferencia con la que trataba a los oficiales militares. Una vez terminado el examen me hizo una serie de observaciones sobre mis respuestas.
Escuché sus palabras en pie, firme y en silencio, sin interrumpirla ni justificar mis carencias en el examen. Después de recalcarme con unos breves comentarios lo endeble de mis respuestas, se me quedó mirando muy fijamente como dudando, o esperando una justificación por mi parte que yo no hice, pues preferí continuar callado.
Entonces me dijo muy seria que tenía aprobado el examen.
Aquella fue mi última visita al Instituto Séneca de Córdoba como alumno.
Finalizado el COU, me involucré de lleno en el cumplimiento de mis deberes como soldado en Sevilla, dejando de lado la opción de acudir a estudiar al Seminario de san Telmo, como en un principio me aconsejó que solicitara don Gaspar.
Consideré que aquella etapa era una magnífica oportunidad para vivir la vida real desde otra óptica.
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Carros Medios de combate M-47 Patton |
En el ejército había otro concepto de la disciplina y la responsabilidad, en donde me sentí bien integrado desde el principio. Yo tuve suerte tanto con los mandos bajo cuyas órdenes serví, como con mis compañeros. Y aparte de algún susto en maniobras que no viene al caso, se puede decir que en el ejército no lo pasé mal. Allí pude terminar el COU y me orienté hacia el camino a seguir.
En una ocasión vinieron a visitarme al Batallón de Carros Medios unos cuantos compañeros del Seminario de san Telmo, acompañados de un superior muy joven y desconocido para mí.
Termino este escrito con una anécdota ocurrida en aquella visita.
Quise hablarles de aquella vida a los compañeros y al joven superior, comentando un hecho real vivido allí sin mayor alcance, con unas chicas amigas de un cabo primero del Batallón, que me ofreció la posibilidad de pasar una tarde con ellos. Quizás agradecido, por la iniciativa que tuve de llevarle de urgencia al hospital militar en un jeep, un día que sufrió un accidente un poco serio.
El superior me preguntó a mí disimuladamente en un a parte, si yo necesitaba confesarme.
Contestándole tranquilamente, que no era necesario.
Noté enseguida en ellos una reacción muy incómoda de absoluta sorpresa, ante aquel comentario sobre las chicas.
Percibí una distancia enorme entre nosotros, pero no con ellos, sino con la diferente mentalidad de ver la realidad a la que pertenecíamos. Éramos dos mundos distintos en direcciones divergentes.
Entonces muy prudentemente desistieron de entrar en el tema, y al cabo de un rato de saludos y comentarios sobre las actividades diarias que realizaba en la mili, se excusaron y se despidieron amablemente, dando la visita por concluida.
Aquel detalle sin importancia con los compañeros sumado a otros ya vividos, me descubrió aun más claramente la separación tan tremenda que había entre el mundo que yo quería vivir y veía a mi alrededor, formado por hombres y mujeres comunes y corrientes viviendo sus vidas, y el cerrado esquema idealizado del Seminario.
Siendo de esta manera como decidí orientarme hacia la vida seglar, al no verme yo desde la madurez de los veintiún años, dentro de aquel mundo de aislado celibato.
Un tema que me había resultado hasta entonces muy difícil de abordar, después de todos los años de estudio, sin tener dudas de conciencia.
Preferí dejar el Seminario antes de seguir más adelante en aquel recorrido personal, al que no le veía un final claro para mí a lo largo de toda la vida. No sin antes comunicar por escrito con todo el dolor de corazón a nuestro querido rector don Gaspar Bustos, mi firme determinación de dejar el Centro de forma definitiva.
Con agrado recibí su respuesta de tener las puertas abiertas, si pasado un tiempo decidía volver.
No obstante los años pasados, aun sigo recordando con gran afecto todos aquellos cursos vividos como estudiante seminarista, recibiendo aquella formación sobre la comprensión del mensaje de la Palabra, y la compasión desde la Fe hacia mis semejantes basada en todas las enseñanzas de Cristo, y recogida en las lecturas del Evangelio.
Reconociendo de todas maneras los beneficios que obtuve en el Seminario, y que sin duda redundaron a la larga en mi forma de ser como ciudadano. Repercutiendo positivamente en mi familia, en la mujer y en los hijos, así como en el resultado global de toda mi actividad profesional a lo largo de la vida.
Hoy ya jubilado y abuelo, como muchos de mis antiguos compañeros de estudio, participo desde aquí de aquellas reflexiones después de cincuenta años.
Sin que a ninguno de los que pasamos por aquellos centros se nos haya olvidado nunca, que en nuestra juventud estuvimos estudiando en los Ángeles y en san Pelagio como alumnos seminaristas.
Allí recogimos los primeros esquemas, que conformaron luego todo el formato principal de nuestras hechuras individuales como personas adultas, traducidos particularmente después por cada cual a lo largo de los años.
Al menos a mí, así me lo parece.
Juan Martín