miércoles, 30 de marzo de 2016

El valor de los ejercicios espirituales

En la línea felizmente iniciada por el "Niño de los Ángeles" de rememorar para todos hechos y anécdotas de aquellos tiempos felices, hoy quiero relataros un acontecimiento que pudo ser serio pero que finalmente quedó sólo en una escaramuza.

Los protagonistas fuimos José Antonio Mérida Montoro ( a quien Dios seguro tiene en su gloria) y un servidor.

La cosa debió de ocurrir en la primavera del 65 durante uno de aquellos memorables partidos de fútbol en el campo grande. Un partido de tantos, que no era de Sierra-Campiña, ni nos jugábamos otra cosa que la honrilla.

Ya sabéis de sobra cómo era el Mérida, un muchacho atlético, fuerte, de patricia belleza, bien proporcionado y duro de roer. Era mi modelo de aquello del mens sana in córpore sano. Su flequillo trigueño y su mirada azul clara, sin embargo, endulzaban un mucho su sobriedad en el semblante. Pero, sobre todo, era un chaval noble y cabal.

Jugábamos en contra; él con un equipo, y yo con el otro. Los dos, centrocampistas, marcándonos mutuamente, con lo que nos pasamos todo el partido con empujones, pataditas y codazos disimulados por hacerse cada uno con cada balón suelto. Naturalmente, yo llevaba todas las de perder. A su lado yo era un esmirriado; tenía mucha clase para la época y buena visión de juego, pero era muy enclenque y cobarde, apenas metía la pierna, y en los balones altos, en vez de saltar y estorbar, me encogía. En fin, que José Antonio se los llevaba todos. Hasta que José Pablo (el "Cuatro Mitras") se hartó y se encaró conmigo conminándome a que fuera más valiente, "Qué coño pasa aquí, eh Filiberto; mete la pierna, joer ya, que pase el balón, pero no el tío..." Y cosas así. Tanto me calentó que en uno de esos lances no disputé el balón limpiamente, sino que le puse una zancadilla traicionera a un Mérida embalado que salió rodando por los suelos.

Pudo haberse hecho mucho daño, y yo mismo me asusté un montón creyendo que se hubiese partido algún hueso. Pero enseguida nos dimos cuenta de que no. Sin apenas dar tiempo a recuperarnos del susto por lo aparatoso de su caída, se levantó del suelo como impulsado por un resorte, y, con los ojos fuera de sus órbitas, se me vino encima como una estampida. Ahora sí que me asusté de verdad. Fuera de sí, me cogió por la pechera queriéndome levantar a pulso y con su puño derecho ya preparado para hundirlo en mis hocicos. Yo, sintiéndome plenamente culpable y entregado a mi suerte, no ofrecí ninguna resistencia. De todas formas hubiera resultado inútil ante aquella fiereza. Ya me veía mareado en el suelo y con la nariz rota y ensangrentada.

En ese segundo de aceptación de mi sentencia me encontraba cuando, de pronto y sin saber cómo ni por qué, José Antonio recuperó el temple, su cara palideció, los ojos volvieron a sus huecos, sus manos se relajaron, me soltó y en lugar del puñetazo esperado y merecido me tendió su mano diciéndome algo así como Joer Fili, ten cuidado que me has podido hacer mucho daño.

Luego, bajando al seminario por la carretera a la usanza antigua de ir caminando enlazados los brazos por los hombros, me fue confesando su secreto. Y me dijo que en ese momento de tensión máxima pudo finalmente controlarse porque estábamos recién salidos de los ejercicios espirituales y tenía muy presente todo lo que Jesucristo sufrió por nosotros, y que esa patada mía la ofrecía por el sufrimiento de nuestro Señor. Yo acepté sus razones, naturalmente, y me dije para mis adentros que menos mal. Y aprendí en ese mi primer año de seminario lo útiles que pueden llegar a ser los ejercicios espirituales.

Antes y después de este incidente siempre nos hemos llevado muy bien. Y en san Pelagio también. Yo creo que sin ser amigos nos hemos tenido simpatía mutua. Yo he admirado su fortaleza física y su nobleza. Él consideraba en mí la capacidad de estudio y mi simpatía. Creo.

Un gran chaval, un buen hombre. De los tantos que ya se nos han ido...

José Mª Rivera Cívico

martes, 29 de marzo de 2016

EL LAVABO

CRONICAS DE LOS ANGELES
(Por Antonio Gómez Ramírez)
Córdoba, 29 de marzo de 2.016

(Como dice nuestro querido FILI, la historia no es como sucedió, sino como uno la recuerda. El acontecimiento que se relata sucedió realmente y aunque los detalles estén un poco novelados –el protagonista puede esclarecerlos- es totalmente verídico el suceso)

Continuo con este periplo de relatos y aventuras, vividas en aquellos días felices de los -en este caso trece años-, con el  propósito, ya expresado en anteriores ocasiones, de recuperar la memoria y narrar con mi prosa nada ortodoxa aquellos acontecimientos que me impactaron y de los que aún queda reflejo nítido en mis células grises. Como ya también os dije en otra ocasión, he seleccionado solo aquellos que supusieron motivo de alegría, jocosidad o curiosidad. Los malos momentos no pienso revivirlos, ya que al menos para mí,  no merece la pena recordarlos.

Eran más de las doce de la noche, cuando en el dormitorio comunal “Santa María de los Ángeles, aquel que estaba en la segunda planta del edificio situado a la izquierda de la Capilla entrando, y que era donde tenía mi aposento, se oyó un estruendo enorme, con ruido de cascotes rotos, y que sorprendiéndonos en el primer sueño, nos puso a todos en desbandada general, unos con pijama, otros en calzoncillos, pero todos corriendo y atropellándonos por las estrechas escaleras.

Pensé mientras corría, que una de las piedras del farallón que domina el escaso llano, donde se ubican las dependencias del Seminario, se había desprendido y había impactado contra las paredes del dormitorio. El susto fue enorme.

Cuando todo se apaciguó y viendo que no sucedía nada, unos pocos, quizás los más atrevidos, dimos media vuelta y comprobamos que la integridad del edificio no sufría daños, pero al llegar al dormitorio, a la zona donde estaban los lavabos alineados, vimos algo moverse y que estaba cubierto de cascotes de porcelana blanca, y allí encontramos al amigo Belmonte doliéndose y retorciéndose en el suelo.

Al preguntarle que le había pasado, Alfonso nos respondió, que como no tenía sueño, estaba haciendo “sport” por la habitación (no se olvide la luz tenue que se tenía toda la noche encendida casi a ras de suelo) y que había decidido también efectuar saltos y que no encontró mejor lugar para saltar que hacerlo sobre los lavabos de uno en uno. Todo salía bien, hasta que llegó a uno,  cuya sujeción estaría debilitada y cedió y con él el infortunado Belmonte.

El alboroto y el cachondeo posterior fueron de vértigo, ya que después del susto pasado, la adrenalina subió hasta tal punto, que nadie durmió en toda la noche. Los curas no se enteraron de casi nada, ya que solo vieron los desperfectos al otro día. Téngase en cuenta que las habitaciones las tenían en el edificio de enfrente, separado por el patio y la Capilla.

No sé si Belmonte fue castigado por su hazaña o no, él podrá explicarlo.

Desde entonces y para conmemorar el acontecimiento, unos pocos sacamos un dicho, que a ritmo de Sevillanas decía “!Salta Belmonte y olé, rompe un lavabo!”.

(Alfonso, si lees estas líneas quiero darte las gracias de todo corazón, ya que por ser uno de los más espigados y por tu carácter servicial y predisposición, los curas te encargaron, en no pocas ocasiones, el cuidado de los que por gripe o resfriados, se quedaban en la cama y fuiste el hermano mayor para ellos. Recuerdo que aquellas tareas las cumpliste hasta en San Pelagio. Gracias de nuevo y un fuerte abrazo.)


Hasta la próxima. Un abrazo y suerte pata todos.

miércoles, 9 de marzo de 2016

EL DUQUE DE RIVAS, CENTENARIO

CRONICAS DE LOS ANGELES

(Por Antonio Gómez Ramírez)

Aunque esta crónica no debería salir hasta pasado un tiempo, más que nada por guardar un cierto orden temporal, he decidido publicarla, a tenor de los acontecimientos culturales, que se están celebrando en Córdoba, con motivo del 150 aniversario de la muerte de D. Angel de Saavedra, Duque de Rivas.

Y viene a cuento, porque el día 21 de Junio de 1.965, se celebraron los juegos florales (no sé por qué llaman juegos florales a los homenajes de personajes literarios), de la celebración del centenario del ilustre poeta y dramaturgo cordobés.


La historia comienza dos días antes, en el Seminario:

Estábamos en el estudio, en un esfuerzo último por preparar los exámenes finales (era ya casi fin de curso), cuando sentí que alguien por detrás tocaba mi hombro, volví la cara, y cual no fue mi sorpresa, al encontrarme con el hierático D. Antonio Jiménez Carrillo, con sus gafas oscuras y expresión agria (como siempre). D. Antonio, sin más explicaciones, me dijo “acompáñame al despacho de D. Gaspar”.

Como podéis imaginar, la llamada me produjo un desasosiego enorme, ya que las visitas al despacho de D. Gaspar nunca presagiaban nada bueno, a la luz de experiencias anteriores, propias y ajenas.

En el trayecto que iba del estudio al despacho, en silencio, repasé y repensé que habría hecho para tal llamada. No encontré ningún motivo punible en los días inmediatos anteriores, por lo que la incertidumbre y el nerviosismo se apoderaron de mí y me temblaban hasta las agujas del reloj.

Una vez en el despacho de D. Gaspar, encontré a este, relajado y medio sonriente (imagino que sabía por lo que estaba pasando) y con voz parsimoniosa empezó a explicar el motivo de la llamada. La explicación que me dio fue de que,  con motivo de la celebración del centenario de la muerte del Duque de Rivas, se había recibido en el Seminario una invitación, cursada por las esferas culturales encargadas de la organización del evento, en el sentido de que los niños del Seminario, como moradores actuales de los lugares, donde el Duque desarrolló la trama de su más importante obra, “D. Álvaro o la fuerza del sino”, participáramos de alguna manera en los actos a celebrar el día 21.

D. Gaspar me dijo, que habían aceptado la invitación y que yo con otros 5 compañeros habíamos sido elegidos para asistir a la celebración, y que me habían elegido para que en el acto de homenaje, yo leyera el panfleto que a tal fin él mismo había redactado.

Me entregó el papel, con la recomendación de que lo leyera una y mil veces para no fallar en el momento del acto. Evidentemente como no era muy extenso, de tanto leerlo, me lo aprendí de memoria.

El día señalado, nos trasladaron a Córdoba, primero a San Pelagio, donde nos pusimos la sotana y una becas con borla blanca (distintivo de los latinos) y a pié, acompañados por D. Gaspar y D. Antonio, nos dirigimos al lugar del acto, que no era sino delante de la estatua que el Duque tiene en los jardines del paseo de la Victoria. Al llegar ya había mucha gente y nos colocaron en primera fila. Cuando nos tocó el turno de intervención pasamos a colocarnos debajo del pedestal de la estatua y frente a los allí congregados procedí a leer (mejor a recitar) el escrito que me había entregado D. Gaspar. Sudaba la gota gorda, ya que al sol de Junio en Córdoba, se unían los nervios y la sotana.

Yo que fui un niño camaleónico en el Seminario y que nunca destaqué especialmente en nada, aunque era aplicadito (9 de media) y en conducta mi nota era siempre de 7 u 8, no me explico todavía como se fijaron en mí para tal evento, habiendo otros que se suponía de más agrado de las “autoridades”. (A lo mejor D. Carlos Samaniego nos da la explicación)

Este hecho hizo subir mi autoestima y a pensar lo del Evangelio: “Que los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”. Si alguno de los que leéis estas líneas fuisteis de los que me acompañaron, manifestarlo a los efectos oportunos.

Os transcribo integro, el texto de D. Gaspar y un facsímil de la noticia en el ABC de aquella época:

“Las más patéticas escenas de su D.  Álvaro, las sitúa el Duque de Rivas en los parajes y lugares que rodean al antiguo Monasterio de los Ángeles, hoy convertido en Seminario Menor de Santa María de los Ángeles.

Parajes y lugares que por su lejanía y singularidad, se presentaban ante el mundo, como misteriosos y trágicos, por las leyendas de los sucesos que sobre los mismos circulaban.

El Duque de Rivas, aprovechando aquellas leyendas y lugares,  ya que por el estilo literario de  su obra teatral (romanticismo) eran el espacio y la trama ideal para desarrollar la acción de su obra más famosa,  Don Álvaro o la Fuerza del Sino.

Entre aquellos lugares cabe destacar el propio Monasterio, la cueva del Ermitaño y  el más trágico de todos: el Salto del Fraile.

Los Seminaristas del Seminario Menor de Santa María de los Ángeles, habitantes hoy de aquellos lugares, queremos honrar a tan insigne autor en el centenario de su muerte y unirnos al resto de los que conmemoran tal evento”.


Hasta la próxima. Un Abrazo.

martes, 8 de marzo de 2016

La morcilla holandesa

Al hilo de las crónicas de los Ángeles, felizmente iniciada por el amigo Antonio Gómez Ramírez, me gustaría recordar hoy con vosotros las excelencias culinarias que pudimos disfrutar en los primeros años de seminario.

Antes de nada, admitamos sin ambages que muchos de nosotros éramos "demasiado delicados para pobres" -coletilla preferida por mi madre cuando me veía aborrecer la olla de coles y garbanzos-, que teníamos un paladar demasiado exquisito. Es posible. Desde luego, en mi caso era así. Antes de los Ángeles, en mi pueblo, mi "menú" lo componían el hoyo de aceite, el turrolate, "la canne membrillo", los tomates fritos, las papas fritas con huevos, y el potaje de habichuelas -éste con sus terribles y ventoleras consecuencias.

Naturalmente, había gente para todo, había chaveas que devoraban lo suyo y lo de los vecinos, muchachos a los que cualquier cosa les venía de peras. No necesito dar nombres porque todos recordamos al "Añoro", al "Cuartillas", a Expósito, a Paco Sánchez, al "Bronco Ley", al "Cañuelo"... Pero, la verdad, al común de los mortales la comida en los primeros años de los Ángeles nos sabía simplemente insulsa cuando no a perros muertos.

Dos viandas concretas se llevaban la palma, a saber, el queso de cerdo y la morcilla. 

Nunca antes había visto yo el llamado queso de cerdo. A primera vista era repugnante, rodajas de una carne híbrida de distintos e ignotos orígenes, caleidoscópica la podríamos llamar, adornadas en sus perímetros por unos pelos negros, cortos y gruesos como púas. No valía cerrar los ojos ni taparse la nariz, aún así el sabor me resultaba nauseabundo. Con todo, la estrecha vigilancia visual de don Francisco Varo, siempre a "likindoi", me obligaba a engullirla muy poquito a poco, a trocitos centimétricos, como dando tiempo para que otro compañero hambriento me la sustrajera a traición. ¡Ahhh, qué asquito!

En la morcilla, creo, había consenso universal. Aquello no había Dios que le metiera el diente. Normalmente venía despachurrada en el plato, negra zahína, maloliente y asquerosa. Así la recuerdo. La gente disimulaba con estrategias variopintas para no llevársela a la boca. Lo más normal era esparcirla con el cuchillo y el tenedor por todo el plato, así perdía volumen y parecía que te la habías comido. Esa maniobra tenía el inconveniente de que don Eduardo o don Francisco te dijeran que no era suficiente, que había que apurarla. De manera que lo más contundente y seguro era aprovechar la mínima distracción del cura para coger el trozo entero, liarlo con pericia con un trozo de papel -una hoja de una libreta ya previamente preparada-, y esconderlo rápido en el bolsillo del babi. "Así me gusta -se acercaba luego satisfecho al plato don Francisco- todo, todo". Luego, en el recreo, de manera furtiva, nos acercábamos al borde del camino que baja hasta la Cruz y lanzábamos los paquetes amorcillados cerro abajo, porfiando a ver quién alejaba más. En ocasiones nos acompañaba Bartolo, el ayudante de Matías, quien, con la ayuda de su honda, tenía medio monte minado de la munición que nosotros le proporcionábamos.

A tal punto llegó el rechazo generalizado a la morcilla por parte de la chavalería que un día, en el comedor, don Eduardo nos lanzó una verdadera arenga, un alegato muy bien preparado sobre las bondades de aquel manjar. Y nos dijo no comprender qué estaba pasando con la morcilla cuando era un alimento muy completo, rico en proteínas, en oligoelementos, en hierro, en ácido fólico y en vitaminas B12, B1 y B6, y, por tanto, muy conveniente para jóvenes en crecimiento y estudiantes, como éramos nosotros todos.
Y añadió que no se trataba, además, de cualquier morcilla, no. Se trataba -nos afirmó con total seriedad- de una morcilla de origen holandés, que venía importada de Holanda, nada menos. Supongo que para impresionarnos.

La morcilla holandesa, la nombramos desde entonces. Pero el tratamiento dispensado siguió siendo el mismo. Hasta que tuvieron que claudicar los curas.

Creo que desde el curso 1966-67 en adelante no volvió a aparecer por los platos aquel repugnante manjar. Y nuestras madres lo agradecieron un montón al no recibir los babis para el lavado con tantos lamparones de grasa en los bolsillos.

Un saludo.
José Mª Rivera Cívico

lunes, 7 de marzo de 2016

Los tiempos del Catón

Muy cercanos a los tiempos del Catón, Córdoba y su provincia eran  “in partes due divisas”, La Campiña y La Sierra. El Guadalquivir, nuestro río grande, serpentea la divisoria, lo que quedaba a su izquierda era campiña y su margen derecha era la sierra. Incluso en la propia capital. Existían entonces, desde luego, la Sub bética y los valles del Guadalquivir, del Guadiato y de los Pedroches pero quedaban inmersos aquélla en la Campiña y éstos en la  Sierra por mucho que la gente de los Pedroches se resistieran. Y casi como conceptos o realidades antagónicas, la una, la Campiña, cultivada y moderna; la otra, La Sierra, ruda y arcaica. No deja de ser curiosa la manera binaria que gasta la mente de las criaturas del Señor para entender el mundo, siempre juntando al uno con su contrario: cielo y tierra, tierra y mar, bueno y malo, campo y ciudad, rico y pobre, hombre y mujer, Madrid y Barsa, PP y PSOE…  Sierra y Campiña.

Era, sin embargo, chocante para aquellas infantiles seseras que Añora, por ejemplo, o Pozoblanco o Dos Torres, horizontales infinitas de dehesa, fuesen de la Sierra, y que Cabra, Carcabuey o Priego, rodeados de montes por doquier, fuesen de la Campiña. Cosas de los curas, que todo lo complican. A Filiberto lo asignaron como de la Campiña porque su pueblo, Palenciana, que por entonces no salía en los mapas –ni ahora tampoco-, era cercano a Benamejí. Y quedó muy conforme porque así formaría parte del equipo de Jaime, de José Pablo y, al año siguiente, también de Joaquinillo Baena. 

Los curas procuraban alimentar  una sana rivalidad Sierra-Campiña en el terreno académico y, desde luego, en el deportivo. Los equipos de “Cesta y Punto”, de baloncesto y de fútbol, en las competiciones serias del fin de trimestre, de curso o cuando por mayo venían los padres a la fiesta de la familia, competían La Sierra contra La Campiña. Un clásico, como se dice ahora.

Después de la Liturgia y del Latín, el fútbol era la cosa más importante en el seminario de los Ángeles -a mucha distancia del ping-pong o del pichoncho-, de manera que no se podía considerar baladí si uno era de la Sierra o de la Campiña. No es menos cierto que había entonces, también, un nutrido grupo de imparciales, indiferentes, a quienes el fútbol ni fu ni fa. Eran muchachos por lo general más cultivados, caso de los hermanos Bosch Valero, Ricardo Goñi, Diego Ruiz Alcubillas,  Hilario Orta o Manuel del Pino, entre otros; o bien de chaveas muy dedicados a la meditación y al "secretismo"con la naturaleza, como era el caso de "Los Penitentes"; o simplemente, el de otros -"El Pollo", Antonio Luna, Agustín Madrid o Pepe Ruz-, que habían nacido con el pie torcido (tuerce botas). Creo que las victorias y las derrotas se repartían casi por igual, los equipos eran bastante parejos, y, además, don Lorenzo, el árbitro, favorecía al que más conviniera ese año o ese partido concreto. Recuerdo que en la Sierra destacaban Contreras, Rebollo, Jesús Cantarero, Barbero... y que a Luis Enrique, su portero, le tirábamos siempre que se podía por arriba porque era un renacuajo. En la Campiña, los mejores eran Joaquín Baena, José Pablo, "El Bronco", Jaime, nuestro portero de siempre, Costa y yo mismo, coño.   La Campiña era mejor en el Cesta y Punto, un concurso académico por equipos, pero eso no tenía tanto caché entre los chaveas. El premio del campeonato del fútbol era el subidón en la autoestima, la enorme consideración entre coleguillas, la gloria. La recompensa por ganar Cesta y Punto era una excursión a san Calixto, fíjate qué diferencia.

Campiña y Sierra ha sido uno de los elementos geográficos, sociales, culturales y, sobre todo, vivenciales que ha cincelado el molde de la personalidad de aquellos jovencitos.

Aparte de la cantidad de partidos oficiales Sierra-Campiña que se pudieron celebrar en aquel seminario durante todos los años de permanencia de estos muchachos, en sucesivos ciclos (1963-1972), hubo un partido único y memorable, creo que en la primavera del 68:  Hornachuelos F.C. – Seminario de los Ángeles. De aquel partido tan singular (me parece que acabó 1-1, con gol nuestro de Joaquín Baena)), me gustaría recibir información más cercana y veraz por parte de sus protagonistas (José Pablo, Antonio Estepa, Contreras, Joaquín Baena, Barbero, Juan Martín…). Lo mismo que de otras tantas vicisitudes de los partidos Sierra- Campiña. Con todo ello, me será mucho más fácil intentar novelar aquellos momentos mágicos e irrepetibles.


Un abrazo para todos.
José Mª Rivera Cívico

jueves, 3 de marzo de 2016

LA VELADA

CRONICAS DE LOS ANGELES

(Por Antonio Gómez Ramírez)


En aquella época era tan exiguo y tan endogámico nuestro transcurrir del tiempo, que cualquier cosa, por banal que fuera, llamaba poderosamente nuestra atención y nos sacaba de la monotonía de la vida rígida y enclaustrada que llevábamos. De ahí que los curas aplicando cierta inteligencia organizaran una velada, aprovechando el buen tiempo de los días finales de la primavera de 1964.

En aquellas veladas, aparte de los “discursitos” de las “autoridades”, se nos enseñaban canciones y alguno de los niños actuaba mostrando sus habilidades, ora cantando (Vilas te tengo reservado un capítulo), ora tocando algún instrumento o simplemente leyendo una poesía.

Recuerdo la velada, a mediados de Mayo de 1964, en la que todos juntos, en el patio,  en el que ya la superficie disponible  era un poco más grande (las obras avanzaban), se organizó la “fiesta”.

Era una tarde-noche transparente, de cielo limpio, estrellas relucientes como nunca, ambiente aromatizado por los efluvios de tomillos, romeros, jaras y azahar de los naranjos de la huerta de bancales…, que nos traia una ligera brisa que acrecentaba el placer de estar allí, junto con el resto de compañeros y esperar el devenir de las actuaciones.  Ayudaba a crear ambiente, la escasa iluminación artificial que procedía de los porches y soportales.

Los que estuvisteis allí, cerrad un  momento los ojos y tratad de recordar aquella noche y los momentos que se vivieron. Los que no estuvisteis, imaginad la escena en aquella noche idílica.

Después de los discursos, las canciones y otros actos, como plato final, apareció nuestro compañero Adame Rodríguez y para sorpresa de todos, se dispuso a dar un concierto de armónica, instrumento que, inicialmente, me pareció bastante precario para prestarle atención, fundamentalmente porque entre la mano que lo guía y la boca, ni se ve.

Pero cuando Adame (aunque no era Navidad) entonó las melodías tan dulces de “Noche de Paz, Noche de Amor”, lo hizo de forma tan sublime, sentida y magistral, que a todos (al menos a mí y a los que tenía más cerca) aquella música nos envolvió y nos hizo elevarnos a las alturas, en un viaje a las estrellas que parecía infinito, tan liviano me sentía, que parecía que volaba y el tiempo se detenía. Aquella música la recuerdo tan bien, que todavía hoy, cuando escribo estas letras, la oigo tan cerca, que me produce un escalofrío solo el pensar las sensaciones que me produjo.

Cuando Adame terminó la interpretación, había un silencio tan profundo y tan espeso, que durante unos largos segundos nos tuvo inmovilizados. Un cura inició el aplauso, y fue como el chasquido de los dedos del hipnotizador, para despertar al hipnotizado. El aplauso que recibió Adame a continuación fue frenético, inacabable, estruendoso y entusiasta.

Amigos y hermanos, el “nirvana” no lo sintieron ni los “hippies”,  ni los budistas, el NIRVANA (Sí con mayúsculas) se sintió en su máxima expresión, una noche mágica de finales de la primavera del año 1964, en el patio del Seminario Menor de Santa María de los Ángeles. Yo doy fe de ello.


Hasta la próxima. Un abrazo. 

martes, 1 de marzo de 2016

LA PISTA DEL BARRANCO

CRONICAS DE LOS ANGELES

(Por Antonio Gómez Ramírez)


Aquel invierno del 63-64, en el que las obras del Seminario condicionaban el espacio del patio, era un espectáculo vernos salir al recreo y apelotonados en el aprisco, en que las vallas convertían el poco espacio disponible, intentábamos con poca fortuna dar rienda suelta a nuestra vitalidad infantil, con juegos imposibles.

Las “autoridades” conscientes del problema, decidieron sacarnos del lugar los sábados y domingos, y nos daban cierta libertad fuera del recinto, en los límites geográficos del castillete del palo de banderas y la fuente de los tres caños. Además si hacía buen tiempo, normalmente por la tarde, nos llevaban a los llanos del pozo a jugar al futbol.

Fue en esta época, cuando se empezaron a formar las tribus o pandillas entre las que destacó sobremanera la auto denominada “Los Pigmeos”, aprovechando la libertad de los espacios semisalvajes por los que se podía deambular. Pero esta historia no va de tribus, sino del ingenio e inventiva que desarrollaron aquellos NIÑOS, de Santa María de los Ángeles, para dar rienda suelta a su necesidad de jugar y sentirse libres del aprisco.

El castillete del palo de banderas era una construcción ruinosa, en forma de torreón y coronado por una cruz. Estaba enclavado en un risco, que por un lado lindaba con la mal llamada carretera y por el resto con los desniveles propios de la sierra, es decir, con barranqueras. Una de estas barranqueras, la más próxima a la carretera era la usada por los albañiles para depositar los escombros de la obra: restos de arena, yesos y pequeñas gravas, etc. (téngase en cuenta que estaban construyendo, no derribando).

La barranquera en sí,  tenía una pendiente muy pronunciada de aproximadamente 20 o 25 metros y terminaba en un arroyo de escorrentías, desde donde arrancaba la subida hacia el monte de enfrente. Con el vaciado de los escombros y por sus características, con el tiempo y la lluvia se formó una superficie, que determinada por las propias características físicas de los sedimentos,  era bastante lisa y  tan resbaladiza como la nieve.

A algunos, a los más atrevidos y más fuertes físicamente (“Silillos”, Belmonte, Palacios y otros cuantos que no recuerdo), se les ocurrió la idea de que aquella superficie era aprovechable para deslizarse sobre ella, siempre que se dispusiera del vehículo adecuado. Puestos manos a la obra, se las ingeniaron para conseguir un gran tablón de los que usan los albañiles para los andamios, y clavándoles unas tablas más pequeñas, cruzadas sobre el mismo, por tramos,  para apoyar los pies,  consiguieron construir un vehículo deslizante para varios viajeros. A continuación con troncos y barro fabricaron un tope, al borde del arroyo de la escorrentía, a modo de los topes de final de las vías del tren, y ya estaba todo preparado para el viaje.

El viaje consistía en montarse en el tablón y deslizarse, a lomos del mismo, por la pendiente de la barranquera. Como les pareció en los primeros ensayos, que la velocidad de bajada no era suficientemente rápida, alguien sugirió que el viajero de cabeza, portara una bolsa con agua con un agujero, para que de esa manera se fuera dejando un rastro de líquido delante del tablón y así hacer más resbaladiza, aún, la superficie por dónde el artilugio se deslizaba. Con este sistema y después de varias pasadas,  se consiguió una velocidad de deslizamiento endiablada y peligrosa, pero que no era óbice para que todos los que andábamos por allí quisiéramos participar del viaje.

Cuando me tocó el turno, conseguí un asiento más o menos en el centro del tablón. La técnica del viaje exigía mantener los pies apoyados fuertemente sobre las tablas de la cruceta y el cuerpo un poco echado hacia atrás. Y esto era así, para evitar salir despedido cuando el tablón interrumpía bruscamente el deslizamiento, al chocar con el tope al final de la pista de la barranquera.

Con la emoción del viaje, “olvidé las normas de seguridad” y al llegar al tope, salí despedido por encima de los que me precedían y terminé aterrizando, -mejor “arriozando”-  por suerte de “culo”, en el arroyo de la escorrentía, que por ser la época de lluvias, llevaba bastante agua.

Empapado y con frío, aguanté a que la ropa se secara en una “recacha” al sol, viendo como otros “valientes” corrían la misma suerte que yo.  Todos procuramos que los curas no se enteraran de los percances, ya que además de la mojada, nos podía caer la merecida bronca -esta vez sí-  y el correspondiente castigo.

Hasta la próxima. Un abrazo.