En la línea felizmente iniciada por el "Niño de los Ángeles" de rememorar para todos hechos y anécdotas de aquellos tiempos felices, hoy quiero relataros un acontecimiento que pudo ser serio pero que finalmente quedó sólo en una escaramuza.
Los protagonistas fuimos José Antonio Mérida Montoro ( a quien Dios seguro tiene en su gloria) y un servidor.
La cosa debió de ocurrir en la primavera del 65 durante uno de aquellos memorables partidos de fútbol en el campo grande. Un partido de tantos, que no era de Sierra-Campiña, ni nos jugábamos otra cosa que la honrilla.
Ya sabéis de sobra cómo era el Mérida, un muchacho atlético, fuerte, de patricia belleza, bien proporcionado y duro de roer. Era mi modelo de aquello del mens sana in córpore sano. Su flequillo trigueño y su mirada azul clara, sin embargo, endulzaban un mucho su sobriedad en el semblante. Pero, sobre todo, era un chaval noble y cabal.
Jugábamos en contra; él con un equipo, y yo con el otro. Los dos, centrocampistas, marcándonos mutuamente, con lo que nos pasamos todo el partido con empujones, pataditas y codazos disimulados por hacerse cada uno con cada balón suelto. Naturalmente, yo llevaba todas las de perder. A su lado yo era un esmirriado; tenía mucha clase para la época y buena visión de juego, pero era muy enclenque y cobarde, apenas metía la pierna, y en los balones altos, en vez de saltar y estorbar, me encogía. En fin, que José Antonio se los llevaba todos. Hasta que José Pablo (el "Cuatro Mitras") se hartó y se encaró conmigo conminándome a que fuera más valiente, "Qué coño pasa aquí, eh Filiberto; mete la pierna, joer ya, que pase el balón, pero no el tío..." Y cosas así. Tanto me calentó que en uno de esos lances no disputé el balón limpiamente, sino que le puse una zancadilla traicionera a un Mérida embalado que salió rodando por los suelos.
Pudo haberse hecho mucho daño, y yo mismo me asusté un montón creyendo que se hubiese partido algún hueso. Pero enseguida nos dimos cuenta de que no. Sin apenas dar tiempo a recuperarnos del susto por lo aparatoso de su caída, se levantó del suelo como impulsado por un resorte, y, con los ojos fuera de sus órbitas, se me vino encima como una estampida. Ahora sí que me asusté de verdad. Fuera de sí, me cogió por la pechera queriéndome levantar a pulso y con su puño derecho ya preparado para hundirlo en mis hocicos. Yo, sintiéndome plenamente culpable y entregado a mi suerte, no ofrecí ninguna resistencia. De todas formas hubiera resultado inútil ante aquella fiereza. Ya me veía mareado en el suelo y con la nariz rota y ensangrentada.
En ese segundo de aceptación de mi sentencia me encontraba cuando, de pronto y sin saber cómo ni por qué, José Antonio recuperó el temple, su cara palideció, los ojos volvieron a sus huecos, sus manos se relajaron, me soltó y en lugar del puñetazo esperado y merecido me tendió su mano diciéndome algo así como Joer Fili, ten cuidado que me has podido hacer mucho daño.
Luego, bajando al seminario por la carretera a la usanza antigua de ir caminando enlazados los brazos por los hombros, me fue confesando su secreto. Y me dijo que en ese momento de tensión máxima pudo finalmente controlarse porque estábamos recién salidos de los ejercicios espirituales y tenía muy presente todo lo que Jesucristo sufrió por nosotros, y que esa patada mía la ofrecía por el sufrimiento de nuestro Señor. Yo acepté sus razones, naturalmente, y me dije para mis adentros que menos mal. Y aprendí en ese mi primer año de seminario lo útiles que pueden llegar a ser los ejercicios espirituales.
Antes y después de este incidente siempre nos hemos llevado muy bien. Y en san Pelagio también. Yo creo que sin ser amigos nos hemos tenido simpatía mutua. Yo he admirado su fortaleza física y su nobleza. Él consideraba en mí la capacidad de estudio y mi simpatía. Creo.
Un gran chaval, un buen hombre. De los tantos que ya se nos han ido...
José Mª Rivera Cívico
José Mª Rivera Cívico