martes, 1 de marzo de 2016

LA PISTA DEL BARRANCO

CRONICAS DE LOS ANGELES

(Por Antonio Gómez Ramírez)


Aquel invierno del 63-64, en el que las obras del Seminario condicionaban el espacio del patio, era un espectáculo vernos salir al recreo y apelotonados en el aprisco, en que las vallas convertían el poco espacio disponible, intentábamos con poca fortuna dar rienda suelta a nuestra vitalidad infantil, con juegos imposibles.

Las “autoridades” conscientes del problema, decidieron sacarnos del lugar los sábados y domingos, y nos daban cierta libertad fuera del recinto, en los límites geográficos del castillete del palo de banderas y la fuente de los tres caños. Además si hacía buen tiempo, normalmente por la tarde, nos llevaban a los llanos del pozo a jugar al futbol.

Fue en esta época, cuando se empezaron a formar las tribus o pandillas entre las que destacó sobremanera la auto denominada “Los Pigmeos”, aprovechando la libertad de los espacios semisalvajes por los que se podía deambular. Pero esta historia no va de tribus, sino del ingenio e inventiva que desarrollaron aquellos NIÑOS, de Santa María de los Ángeles, para dar rienda suelta a su necesidad de jugar y sentirse libres del aprisco.

El castillete del palo de banderas era una construcción ruinosa, en forma de torreón y coronado por una cruz. Estaba enclavado en un risco, que por un lado lindaba con la mal llamada carretera y por el resto con los desniveles propios de la sierra, es decir, con barranqueras. Una de estas barranqueras, la más próxima a la carretera era la usada por los albañiles para depositar los escombros de la obra: restos de arena, yesos y pequeñas gravas, etc. (téngase en cuenta que estaban construyendo, no derribando).

La barranquera en sí,  tenía una pendiente muy pronunciada de aproximadamente 20 o 25 metros y terminaba en un arroyo de escorrentías, desde donde arrancaba la subida hacia el monte de enfrente. Con el vaciado de los escombros y por sus características, con el tiempo y la lluvia se formó una superficie, que determinada por las propias características físicas de los sedimentos,  era bastante lisa y  tan resbaladiza como la nieve.

A algunos, a los más atrevidos y más fuertes físicamente (“Silillos”, Belmonte, Palacios y otros cuantos que no recuerdo), se les ocurrió la idea de que aquella superficie era aprovechable para deslizarse sobre ella, siempre que se dispusiera del vehículo adecuado. Puestos manos a la obra, se las ingeniaron para conseguir un gran tablón de los que usan los albañiles para los andamios, y clavándoles unas tablas más pequeñas, cruzadas sobre el mismo, por tramos,  para apoyar los pies,  consiguieron construir un vehículo deslizante para varios viajeros. A continuación con troncos y barro fabricaron un tope, al borde del arroyo de la escorrentía, a modo de los topes de final de las vías del tren, y ya estaba todo preparado para el viaje.

El viaje consistía en montarse en el tablón y deslizarse, a lomos del mismo, por la pendiente de la barranquera. Como les pareció en los primeros ensayos, que la velocidad de bajada no era suficientemente rápida, alguien sugirió que el viajero de cabeza, portara una bolsa con agua con un agujero, para que de esa manera se fuera dejando un rastro de líquido delante del tablón y así hacer más resbaladiza, aún, la superficie por dónde el artilugio se deslizaba. Con este sistema y después de varias pasadas,  se consiguió una velocidad de deslizamiento endiablada y peligrosa, pero que no era óbice para que todos los que andábamos por allí quisiéramos participar del viaje.

Cuando me tocó el turno, conseguí un asiento más o menos en el centro del tablón. La técnica del viaje exigía mantener los pies apoyados fuertemente sobre las tablas de la cruceta y el cuerpo un poco echado hacia atrás. Y esto era así, para evitar salir despedido cuando el tablón interrumpía bruscamente el deslizamiento, al chocar con el tope al final de la pista de la barranquera.

Con la emoción del viaje, “olvidé las normas de seguridad” y al llegar al tope, salí despedido por encima de los que me precedían y terminé aterrizando, -mejor “arriozando”-  por suerte de “culo”, en el arroyo de la escorrentía, que por ser la época de lluvias, llevaba bastante agua.

Empapado y con frío, aguanté a que la ropa se secara en una “recacha” al sol, viendo como otros “valientes” corrían la misma suerte que yo.  Todos procuramos que los curas no se enteraran de los percances, ya que además de la mojada, nos podía caer la merecida bronca -esta vez sí-  y el correspondiente castigo.

Hasta la próxima. Un abrazo.

9 comentarios:

  1. Buen relato Antonio, recuerdo ese deslizador, yo también me caí. Un abrazo

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  2. Jajaja, buena descripción de las barbaridades que hacíamos.
    yo recuerdo bajar a to trapo, pero sin tablón, con Palacios que por cierto le importaba un bledo tener la pata escayolá para bajar el terraplén.
    Gracias Antonio

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  3. Buen relato, Antonio. Quiero recordar que el tablón, era el de encofrar y ya tenía algunos travesaños calvados. Pero básicamente, era así

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  4. Lo recuerdo y tambien tirarme con el resbalador, magnifico Antonio, estos relatos nos hacen recordar.

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  5. Otra nueva pieza del Puzzle. La descripción perfecta. Yo recuerdo que o bien tenia mucho volumen (no me refiero al del artilugio sino al mio) o no me atreví a subirme. Jamás me he subido en cacharros que pudieran causarme un daño salvo en situaciones estrictamente necesarias. Gracias, Antonio.
    POCO RAYA

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  7. Yo recuerdo de tirarme por allí con cortezas de eucalipto, haciendo de trineos que incluso llegamos a tener marcados surcos en el suelo. Esa bajada y la subida a la montaña de enfrente que hacíamos carreras a ver quien llegaba antes

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  8. Otro cajoncito más, que has sabido abrir perfectamente, de nuestro "aparador de los recuerdos". Gracias Antonio.

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