Conversaciones intrascendentes en tercera persona
Juan Martín
Como todo el mundo recordará, a veces en el Seminario Menor un profesor iba con un grupo reducido de alumnos alrededor comentando temas de clase, de las actividades diarias, o de cualquier asunto que se suscitara a lo largo del paseo, ya fuera en el camino hacia el campo de fútbol, durante los recreos o cuando se salía de excursión. Era común ver a un profesor rodeado de alumnos fuera de clase.
Los recuerdos que tengo en la memoria sobre estas situaciones de algunas charlas y confidencias, me sitúan al principio en Hornachuelos y luego en San Pelagio.
Sería el curso 1968/69. Recuerdo que a veces un profesor del pueblo, que ahora dudo si su nombre era D. Gabriel o D. Manuel, mantenía largas conversaciones paseando con D. Gaspar por la soleada zona baja de acceso, que iba desde la entrada lateral hasta las escaleras de la enfermería, mientras les llegaba la hora de dar la clase.
Fue después de uno de estos paseos cuando D. Gaspar se me acercó en el patio a la hora del recreo, y se puso a hablar conmigo. Cosa que en principio me preocupó un poco.
Me esperaba un toque de atención por alguna falta cometida, pero después de algunos comentarios superficiales, recuerdo que me preguntó don Gaspar: ¿Qué razones podría esgrimir yo como argumento para bautizar a un bebé, cuyos padres no habían bautizado por algún motivo o razón particular?
Aquella pregunta me cogió por sorpresa, pero como era en teoría sobre un caso imaginado, lo tomé como un tema normal de clase e intenté dar una respuesta.
Le dije a don Gaspar algo así como: Que bautizar a un recién nacido se debía plantear a los padres como un bien espiritual para el bebé desde la Fe de la Iglesia Católica, otorgando a una criatura indefensa sin capacidad de decidir y sin voluntad propia, el amparo de la Iglesia.
Que tanto en el plano espiritual como en el terrenal, el bautizo no tendría ninguna repercusión negativa para el recién nacido, sino solo beneficios. Dejando abierta la libertad de elección personal para que cuando el bebé fuera mayor decidiera por sí mismo. D. Gaspar aceptó mi comentario sin dar su opinión, y recuerdo que solo me dijo: Filósofo tenemos. Quedando así zanjada la cuestión, se despidió con una media sonrisa y continuó caminando hacia la sala de profesores.
En aquellos corros de chavales en el patio junto a un profesor, recuerdo otra anécdota de confrontación dialéctica con don Emilio Pavón.
La conversación giraba en torno a las otras confesiones religiosas, que el profesor pintaba como muy erradas y permisivas en lo tocante a unas ideas banalizadas de libertinaje y de pecado.
Yo recuerdo que le dije a don Emilio algo así: Que sin conocer en profundidad las otras religiones, por lo que había leído sobre ellas pensaba que no podía ser de esa manera. Que me había parecido entender que también tenían un gran respeto por una Divinidad Creadora, por el sentido de la honradez, el sentido de la responsabilidad, la compasión y el arrepentimiento de las malas acciones.
Que eran diferentes credos por las diferencias culturales de los pueblos, y por los lejanos lugares geográficos en que se daban.
Visto que el tema se salía del molde, D. Emilio cortó la discusión de inmediato y pasó a otro asunto, quedando en suspenso aquella diatriba sobre la superioridad ética de una religión sobre otra.
La otra anécdota curiosa que recuerdo en este sentido de diálogo con los profesores fuera de clase, me ocurrió ya en el Seminario de S. Pelagio, sería el curso 1970/71. Don Martín Cabello que era nuestro rector, era un hombre amable y de hablar mesurado.
Una tarde me preguntó si le quería acompañar para hacer unas fotos en el patio grande del Alcázar de los Reyes Cristianos, cerca del Seminario. Y por supuesto que acepté sin dudar.
En el estanque grande discurría el agua, que se precipitaba en pequeñas cascadas sobre las hojas de los nenúfares.
D. Martín me explicó mientras hacía fotos, la técnica fotográfica del encuadre, la importancia de la incidencia de la luz, y la regulación de la velocidad de disparo de la cámara en función de la toma. Sin embargo, en un momento determinado, me hizo una pregunta que me dejó sorprendido.
Me preguntó: ¿Cuál era mi opinión sobre una dura sanción a algunos compañeros mayores de Filosofía, por oponerse totalmente a él como rector, y mantener en grupo una actitud de claro enfrentamiento con la línea disciplinaria marcada en el Seminario?
Aquello era caja o faja. O se avenían y acataban su dirección y jerarquía como rector y garante de las normas del Centro, o podían hacer las maletas y ser expulsados del Seminario.
Me quedé de piedra ante aquella cuestión.
Entre titubeos por mi parte acerté a decir algo así como: Que una de las premisas principales que hay que aceptar al ser ordenados sacerdotes, es el voto de obediencia a la jerarquía de la Iglesia en materia de Fe y disciplina, y que esa premisa también podría ser válida para las otras órdenes inferiores del diaconado que aspiraban al sacerdocio.
Que la jerarquía de la Iglesia en este caso estaba representada por él mismo como rector del Seminario, y que lo prudente sería darles una oportunidad de reparación y meditación a los compañeros implicados, para que quien quisiera reflexionar y corregir su actitud discrepante pudiera hacerlo, antes de enfrentarse a la expulsión y tirar por la borda sus estudios y la futura ordenación sacerdotal.
Me contestó don Martín, que me agradecía mi opinión y la comprensión del problema suscitado con los compañeros, que eso era precisamente lo que tenía pensado hacer, y que le había resultado muy gratificante el haber podido compartir conmigo aquella preocupación que tenía. Terminadas las fotos volvimos al Seminario charlando de otras cosas intrascendentes.
Creo que la mayoría de todos aquellos compañeros mayores abandonaron el Seminario.
Aquel asunto complicado también le debió de pasar factura a don Martín como rector, pues acabó siendo relevado del puesto. En su lugar entró nuestro anterior rector en los Ángeles, don Gaspar Bustos.
En nuestro curso el trato con la mayoría de los profesores era franco, sin contar las confidencias con el tutor espiritual, que en mi caso era don Lorenzo. A él le contaba mis dudas, y las pequeñas aventuras que vivía con el grupo de amigos y amigas del pueblo a los que veía cada semana, y en donde ya empecé a tontear con alguna chica.
He querido compartir estos comentarios, para mostrar desde mi opinión personal la otra faceta del diálogo y la conjunción constante de los profesores con los alumnos, algo que por parte de algunos de nuestros superiores y formadores iba más allá de la simple chanza, del acogotar con el sentido de la culpabilidad, o de fastidiar con la humillación.
Sabido es que cada persona es un mundo, y que el Seminario era un centro muy selectivo con el alumnado, en donde cada profesor ejercía su función docente de forma particular, pues ellos no eran profesores titulados de carrera, que yo sepa.
Algunos eran más amables y cercanos, y otros eran más ariscos o complicados, igual que pasaba con los profesores de otros centros escolares que conocí. También pasa ahora en la vida real, en el seno de las familias, en la vida profesional, y en cualquier empresa.
La vida en el Seminario había que entenderla dentro del esquema encorsetado de aquella época de los años sesenta, donde los profesores eran sacerdotes diocesanos que intentaban cumplir el cometido de la evaluación permanente, buscando solo un perfil determinado en los alumnos de incipiente vocación, que se preparaban para ser en un futuro sacerdotes de la Iglesia Católica.
No resolviendo siempre su función de la forma más acertada, como ya se ha comentado por parte de algunos compañeros.
Era aquella una etapa dura en blanco y negro, sin segundas alternativas para los alumnos seminaristas que no pasaban la evaluación de aquellos superiores, y que dejaban cada año el Centro.
Unos alumnos eran expulsados, y otros se marchaban por su cuenta al no coincidir personalmente con aquellos esquemas excesivamente estrictos, en los que se intentaba comprimir la personalidad individual y el sentir natural de cada cual como muchachos muy jóvenes venidos de sus pueblos, en unos formatos psicológicos excesivamente idealizados o estandarizados.
Yo lo viví desde la óptica de ser un alumno algo mayor con respecto a la media de edad, que además antes había pasado por otros centros de formación como fueron un colegio Salesiano en Córdoba y otro centro de Maestría Industrial en Cataluña.
Aquellos esquemas del Seminario yo los veía como unas formas de enseñanza particulares, pero no como algo que me tenía que marcar personalmente. Para mí los profesores no eran la voz de Dios, sus exigencias docentes yo solo las veía como unas formas de disciplina en el Seminario.
Desde luego he de dejar claro, que todo lo comentado hasta aquí es solo mi particular punto de vista.
Lo vivido junto a mis compañeros, y sobre lo que yo pude apreciar en primera persona en aquel entonces, puede que fuera algo diferente para mí, por mi condición de contar ya con una experiencia formativa en otros centros, y con otros profesores ajenos al Seminario.
No obstante he de decir aquí, que quiero hacer constar el reconocimiento a la gran labor formadora de todos aquellos profesores, a pesar de que desde su identidad de sacerdotes diocesanos se veían en la obligación de formarnos a su manera, y de seleccionarnos según el criterio impartido por la jerarquía eclesiástica, para que los alumnos que pasaban se ajustaran al formato de selección establecido.
En mi caso, creo que me quedó solo el mensaje más importante de todos los aprendidos; el respeto hacia los demás sin perder mi identidad, y la curiosidad por deducir siempre a partir del entorno del mundo en el que vivía, que traté de entender desde la observación y la reflexión.
Deduciendo para mí las causas y las razones que originaban y promovían todo lo que éramos, procurando ser imparcial con quienes me rodeaban, ya fueran alumnos o profesores.
Todo ello desde unos planteamientos libremente aceptados de la moral Católica, y también desde unos fundamentos espirituales luego pulidos por la experiencia a lo largo de los años, agarrando solo lo que he considerado fundamental.
Aquellas hechuras docentes no obstante, fueron las bases sobre las que crecí luego como persona en el ámbito familiar y en el profesional, y que aun hoy me permiten relativizar bastante los sinsabores que a veces nos encontramos en la vida de forma inesperada.
Buscando rentabilizar el hecho extraordinario de convivir conscientemente como persona, compartiendo con todas las demás criaturas el entorno común en el que existimos.
Algo que también creo, que bien les pudo pasar en mayor o menor medida, a todos los compañeros que pasaron como yo, por los diferentes cursos del Seminario con unos u otros profesores.
Con mayor o menor fortuna, pues éramos más de doscientos alumnos contando todos los cursos. Y a pesar de los errores que se pudieran cometer o sufrir, o los casos lamentables que afectaron a algunos compañeros, aquellos años de formación en el Seminario desde el estudio y la estricta disciplina, creo que nos aportaron más beneficios que perjuicios.
La resultante final que deduzco como denominador común después de todos aquellos años de estudio, fue muy positiva de cara a unos muchachos en general que llegamos de nuestros pueblos, con orígenes muy diferentes, y que allí nos pulimos y uniformamos.
Muchachos, que luego nos hicimos adultos y personas responsables en la sociedad y en la familia, sin olvidar seguramente nunca aquel poso de fundamentos, de disciplina, de estudio y de respeto.
Un sembrado de principios en un recorrido de largo alcance, con la prolongación de nuestras vidas en los hijos que llegaron, y luego posiblemente en los nietos.
Quedando la etapa del Seminario como una cimentación lejana de juventud, pero fundamental para el desarrollo de nuestra manera de entender la vida como ciudadanos, que nos dura hasta el hoy mismo.
Al menos yo eso creo, y esa es mi opinión.
Saludos.