A PARTIR DE ENTONCES, EN SU LUGAR, SERIA UNA CAMPANA
(Ellos, nuestros padres, siempre
estaban detrás)
La madrugada del 3 al 4 de
noviembre de 1963 no pude apenas dormir. Era como esa noche de Reyes Magos,
interminable, enigmática, donde la emoción hace volar la mente en un incansable
ir y venir: león enjaulado en un constante movimiento acompasado.
Al final, el sueño pudo más que
mis nervios.
La voz de mi madre, me sacaba de
ese estado (mis compañeros, aquellos que la vida en el campo y el contacto con
los animales, les había enseñado muchas
cosas, en relación con su comportamiento, me enseñaron que esos momentos son
los llamados “sueños de la burra”. ¡Cuánto sabían sobre los entresijos de la
vida animal!)
–¡Despierta, Andrés, es hora de
levantarse!
Como un resorte, salte de la
cama: esa voz ya no sonaría en mi oído para decirme que era la hora de
levantarse. En su lugar, una repentina y estridente campana, ¡sí... si…! de esas
grandes de campanario, se convertiría en la encargada de usurparme del lado de
Morfeo (o de la burra…)
–Buenos días, mamá.
–Buenos días, hijo.
… Los dos, después de un beso de
buenos días, volvimos a nuestros
quehaceres, sin apenas cruzar unas palabras. Los nervios, nos tenían atrapados.
Mi padre, haciéndose “el longui”, trataba también de hacerse el fuerte, aunque
su cara denotaba perfectamente su interior. Un sentimiento de alegría, contrastado con el
de pena, se había apoderado de mí.
–Andrés,
ha llegado la hora de marchar, aún nos queda una caminata –dijo mi padre.
Rápidamente, terminé con los
últimos preparativos. Había llegado el momento del ¡hasta luego!: una situación
que, a partir de entonces, se convirtió en algo habitual y no por ello más deseada.
La despedida de mi madre fue desgarradora: ella me tomó entre sus brazos y
empezó a llorar amargamente, mis lágrimas también dejaron la marca en su hombro. Pasado algún tiempo, supe el motivo de una
parte de esas lágrimas: tenía miedo a cómo me comportaría ante la comida, era
un niño “milindres” y poco dado a comer; no obstante pronto se disipó ese
malestar al enterarse de mi cambio repentino. (Recordar aquel hecho de las
lentejas y cómo el compañero las tuvo para el desayuno, el almuerzo y la cena,
fue suficiente acicate como para dejarme de tonterías)
–¡Vamos Tere, ya mismo estará
otra vez aquí! –dijo mi padre con voz entrecortada.
Mi
padre y yo, nos pusimos en camino. Apenas si cruzamos dos palabras durante todo
el trayecto. ¡Cuánto costó esa despedida!
–¡Mira, Andrés, ya están ahí
todos tus compañeros y los autocares que os llevarán a Santa María de los Ángeles!
Efectivamente, nada más entrar
en la calle Amador de los Ríos vimos una gran cantidad de personas que
colapsaban toda la acera del Seminario. No recuerdo en número de autocares. Yo
permanecí junto a mi padre hasta la hora del otro hasta luego. Enseguida me
reencontré con Rafael Raya y Antonio Martínez (“los tres margaritos”, nombre
dado por obra y gracia de Pedro Antonio, a modo jovial y sin ánimo de ofensa) Tras
oír mi nombre, en boca de uno de los superiores, que estaba colocado junto a la
puerta del autocar, me subí y tomé asiento, no sin antes despedirme de mi padre
con otro largo abrazo. Una tensa espera, cruzada de miradas, tristes miradas, a
través de la ventanilla. Pronto lo perdí de vista, pues rápidamente giró el
autocar por “el Triunfo” en dirección de Hornachuelos.
Al llegar a Almodóvar, el
autocar empezó a girar de un lado para otro, en las poquitas curvas de la
carretera, suficientes como para que vomitara, por la ventanilla, todo lo que
contenía mi estómago: poca cosa, pues apenas cené y desayuné. Yo se lo achaqué
al nerviosismo, pero en sucesivos viajes comprobé que eso de las curvas no lo
toleraba mi organismo. Afortunadamente, el trayecto, no fue muy largo, pero sí
el suficiente para mi cuerpo, pués quedó resentido para el resto del día.
El autobús se adentró hasta
donde pudo, por un paraje de encinas, alcornoques y jaras. Recuerdo que llovía
cuando nos bajamos. Justo al lado, había colocado un camión. Si, un camión… de
esos que se utilizaban en las obras. Nos subimos a él todos, no se el número
exacto. Enseguida nos cubrieron con una lona, para resguardarnos de la lluvia y nos pusimos
en marcha. ¿Dónde nos llevaban? ¡No veíamos el camino!
Tras un rato, no muy lago, y en
un profundo silencio, según nos habían ordenado, el camión se detuvo. Al
descorrerse la lona, se nos presentó ante nuestros ojos un gran edificio, aún
en construcción.
¡Habíamos llegado al Seminario Menor “Santa
María de los Ángeles”!
Lo que allí viví, es motivo de
otro relato.
Andrés Osado Grácia
Córdoba, 22 de febrero de 2016
Joder yo no recordaba lo del camion, desde luego teneis memoria de elefante, fantastico Andres, un abrazo
ResponderEliminarNo recuerdo muchas cosas, pero lo del camion me ha quedado muy presente. Gracias
EliminarAsombroso relato tocayo, lo mismo relatas unas copas que unos sentimientos, grande para la escritura. Un abrazo
ResponderEliminarCuando se tiene frente a unos amigos así, todo se hace más fácil.
EliminarEntre todos, Andres estamos construyendo una parte de nuestra infancia, gracias por este emotivo "lienzo" que nos has pintado de tu/nuestra vida. Un abrazo
ResponderEliminarUna piecesita más para el dibujo.
EliminarPrecioso relato que, seguro, será parte importante de ese Gran Puzzle que entre todos vamos construyendo como no retazo de nuestra memoria. Gracias, Andrés.
ResponderEliminarPaco Raya
A ver si llegamos a reconstruirla completa, entre todos
Eliminar...y dijo: En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
ResponderEliminarEl maestro Osado ha cumplido hoy ampliamente con el precepto y con ello nos ha llevado al reino de los sueños. El de los recuerdos más infantiles y puros.
Gracias maestro por continuar la senda de hilvanar nuestros recuerdos y llevarnos al cielo donde nace el arco iris.
Grandes son tus ojos y más tu corazón.
EliminarEfectivamente interesante el relato, Andrés. Yo recuerdo perfectamente el camión, Barreiros, amarillo. Pero recuerdo haber salido de la calle La Bodega. Donde estaban las cocheras de Transportes San Sebastián
ResponderEliminarEfectivamente interesante el relato, Andrés. Yo recuerdo perfectamente el camión, Barreiros, amarillo. Pero recuerdo haber salido de la calle La Bodega. Donde estaban las cocheras de Transportes San Sebastián
ResponderEliminar¿Por qué se me habrá metido esa situación, en la calle del Seminario y no en la Bodega. Será cuestión que Paco César y Pepe López no lo expliquen. Es que además lo estoy viendo, pero cuando has hecho la salvedad, pienso que tienes toda la razón.
EliminarBuena introducción Andrés, breve pero sabrosa.
ResponderEliminarGracias.
Antonio Crespo y yo, salímos juntos desde F. Núñez directos al seminario, en un seat 1400 negro conducido por Perico el de la Serranita.
ResponderEliminar¡Que grandes sois los fe Fernán-Núñez! Por fuera y por dentro.
EliminarAndrés Osado: Enhorabuena por tu memoria y por la maestría de tu pluma.
ResponderEliminarHe sido un pequeño animador de los recuerdos plasmados en este blog, pero ahora esto se ha animado y promete mucho más contigo,con Antonio Gómez, con Jose Maria Rivera....y espero que otros también participen.
Un abrazo.
Manolo Jurado.
De eso se trata y por eso se confeccionó el blog, amigo Manolo. Ya mismo llegamos al millar en entradas.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUn recuerdo emocionado que nos llega hondo a quienes vivimos situaciones similares, y el reconocimiento de una gran memoria que se completa con una exposición magnífica.
ResponderEliminarMis felicitaciones Sr. Andrés, por el retrato magistral de aquel niño que deja su familia camino del Seminario Menor Sta. Mª de los Ángeles.
Y el detalle de la foto del campanario que tantas veces oímos.
En hora buena por el relato.
Un saludo.
Juan Martín.