CRÓNICAS DE LOS ANGELES
Por Antonio Gómez Ramírez
(A mi amigo Juan Antonio García García “El
Perón”)
Tal como os prometí pondré a la
luz recuerdos de los años pasados en Los Ángeles. Como soy un empedernido
conservador de hechos alegres, jocosos y curiosos –los malos momentos suelo
apartarlos, aunque no los olvido- hoy me permito escribir sobre unos
acontecimientos ocurridos a los pocos días de estar en el corralito de la obra
del Seminario. (A los de mi curso, os acordáis de las vallas?).
Sucedió a los tres o cuatro días,
de llegar a los Ángeles:
Era la hora de la cena y como
establecía el reglamento nos pusieron en fila y fuimos desfilando hacia el
comedor. Recuerdo que me sentaba en una mesa larga –como todas- entrando a mano
derecha y que a mi espalda había una pared. Tenía a mi derecha, a Juan Antonio García García (q.e.p.d) y a mi
izquierda me parece que estaba Antonio Medrán Ruiz (de Dos Torres).
Juan Antonio García García,
natural de Almedinilla, (al que apodamos
“El Perón”, por su manía de tocarse la barbilla, diciendo que tenía mucha pera
–interprétese como suerte-) era el Clásico “rural” integral, nacido y
criado en el cortijo de la huerta de sus padres. Era delgado, un poco cargado
de hombros, con pelos tiesos medio rubios, cara alargada, nariz prominente y
piernas un poco arqueadas. Pero también era el ser más sencillo, transparente y
leal, que se podía encontrar. Le encantaba subirse a los árboles, recorrer el
campo, coger espárragos y todo lo que le suponía revivir su ambiente. Los
libros le gustaban menos. Los más “civilizados” tuvimos que enseñarle a usar el
WC, ya que según nos dijo una vez, defecar en ese artilugio era como hacerlo
desde un árbol –le encantaba- ya que
se subía encima y en cuclillas sobre la taza, el hombre hacía sus necesidades.
Hubo que explicarle que la taza era para sentarse y no para subirse, cosa que
fue totalmente novedosa para él.
Pero sigamos con lo de la cena.
Como estaba dispuesto, unos pocos
compañeros nombrados por la Autoridad, eran los encargados de servir a los
demás. Desde el torno del montacargas iban subiendo las viandas que ellos en
grandes bandejas de madera, se encargaban de repartir, con la orden de que
todos debían comer y si no avisar a los curas.
Esa noche el primer plato era sopa amarilla, (la sopa amarilla era,
caldo, algo de aceite, algo de vinagre y tortilla de huevo, machacada y
disuelta, de ahí su color amarillo) que no tenía mal sabor. Juan Antonio,
después de sorber el primer plato del caldo (se
lo bebió en el mismo plato, cual dornillo campestre), parece que le gustó y
pidió que le acercaran la sopera y comenzó a engullir cazo tras cazo, hasta que
no le cabía más. Como es de suponer se le infló la barriga (y digo barriga, porque decir vientre en este caso no describe la
situación) hasta tal punto, que el hombre se puso fatigoso y blanco.
Como los niños tenemos tan mala
idea, al de al lado, no se le ocurrió otra cosa que darle un toque en aquella
panza más que llena. Nunca lo hubiera hecho. Juan Antonio empezó a echar por su
boca tal cantidad de líquido, que exagerando, era como la multiplicación del
pan y los peces, se podían haber llenado dos soperas. Era peor que el niño del
chiste de los garbanzos.
Evidentemente todos los que
estábamos al lado pillamos nuestra parte de lluvia y la mesa era un río amarillo.
Alarmadas por el revuelo y el
jolgorio, las autoridades se hicieron presentes y examinado el panorama, a los
regados nos mandaron a lavarnos y cambiarnos de ropa, a mi querido Juan Antonio
le dieron un paseo a la luz de la Luna y posteriormente un “leve” castigo de 15
minutos en cruz, delante del majestuoso despacho del Sr. Rector.
A partir de ese día Juan Antonio
y los que estábamos próximos veíamos la sopa amarilla y nos confabulamos para
engañar al repartidor y devolverla a la sopera.
Otro día os contaré otras
historias, que aunque un poco noveladas, son totalmente auténticas, mientras
tanto un Abrazo y suerte para todos.
Muy buen relato y como siempre magnifica la memoria. Un abrazo y continua con los relatos querido Antonio
ResponderEliminarTE LO PROMETO RAFAEL, ESTO PARA MÍ ES COMO REENCONTRAR EL TESORO
EliminarANTONIO
Muy buen relato y como siempre magnifica la memoria. Un abrazo y continua con los relatos querido Antonio
ResponderEliminarGracias d. Antonio por tus relatos por entregas, así resulta más ameno y divertido de leer.
ResponderEliminarun abrazo.
GRACIAS PACO. SI TE HAS DIVERTIDO HE LOGRADO EL OBJETIVO
EliminarANTONIO
Que bueno. Jejeje
ResponderEliminarPOR TU RISA CREO QUE HE LOGRADO LO QUE ME PROPONIA, HACER LLEGAR LO DIVERTIDO Y DEJAR LOS MALOS MOMENTOS
EliminarANTONIO
Me ha encantado el relato, yo ingresé en el seminario en el otoño del 64 y aquel paraje ya no estaba asilvestrado así que, supongo, para vosotros debió de ser una aventura por partida doble: estar en un sitio nuevo y a medio construir. me ha gustado recuperar esa palabra que utilizas "dornillo", en mi pueblo era un utensilio corriente, yo creo que mi hermana y mi cuñado tienen uno en Irun y lo utilizan, mi madre hacía el gazpacho en uno de ellos. Gracias por el relato Antonio.
ResponderEliminarSe me viene un pregunta a las mientes que no se la he hecho antes a nadie ¿vosotros en primero estuvisteis solos, porque creo recordar que Los Ángeles se inauguro como seminario unos años antes del 63?
EFECTIVAMENTE ESTUVIMOS SOLOS. POR LAS OBRAS NO CABIA NADIE MÁS. GRACIAS POR TUS COMENTARIOS
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarYa estoy esperando, con impaciencia, el próximo relato. Gracias amigo Antonio.
ResponderEliminarGRACIAS A TÍ AMIGO ANDRES.
EliminarAgradable recuerdo de aquellos comienzos, a mi me resulta vagamente familiar aquel gesto de pasarse los dedos por la barba como un signo refinado de exclusividad, suerte o categoría.
ResponderEliminarYo llegué en el curso 1966/67.
Sin embargo Sr. Antonio he de pedir disculpas por no poder definir con mas detalle ni las caras ni los nombres, pero aquella sopa y aquellas mesas largas en las que hemos comido muchos si que las recuerdo.
Entre aquellos muros se nos fue quedando a todos nosotros un poso de equilibrio interno, al socaire de aquellos actos sencillos de la actividad diaria.
Desde la distribución del día a golpe de campana, el rezo, el estudio, o la convivencia en las clases con los profesores-tutores y con compañeros de todos los pueblos de la provincia.
Algo que como la sopa, se nos tradujo en un sentir sano y perdurable en nuestro ser, en el recuerdo y en nuestro carácter.
Creo sinceramente que los que pasamos por aquel centro, recogimos una impronta que nos sigue perdurando aunque hayan pasado ya cincuenta años.
Muchas gracias por traernos revividos aquellos años.
Un saludo entrañable.
Juan Martín.
Juan, gracias por tu comentario. Poco a poco iré haciendo entregas de lo que tengo recopilado.
EliminarAntonio