CRÓNICAS DE LOS ÁNGELES
Cuando salí de mi pueblo, Priego de Córdoba, con 12
años, camino del Seminario, iba con la ilusión del niño ávido de lo nuevo y con
la incertidumbre e inseguridad del que se sabe fuera del castillo protector de
la familia. El viaje, primero a Córdoba y posteriormente a Hornachuelos, fue todo un acontecimiento para mí, ya que
por aquel entonces (1963) era el desplazamiento más largo jamás realizado en
mis 12 añitos de vida.
Recuerdo perfectamente, con esta memoria fotográfica de la que mi cerebro está dotado, la gran impresión que recibí cuando el Autobús (Alsina Graells) enfiló el Puente Romano y vi el río Guadalquivir desde la altura de mi asiento y un poco más lejos, las siluetas de las construcciones antiguas
(Mezquita, Puerta del Puente,
Palacio del Obispo y la de la que sería al final y a la postre, mi futura casa:
el Seminario de San Pelagio). Las sensaciones que recibí son inenarrables. En
primer lugar me impresionó la grandeza de los edificios, la anchura del río, el
puente, la cantidad de gente que deambulaba por la calle, y claro, yo
acostumbrado al corralito del pueblo, me sentía tan pequeño, que me aplasté
contra el asiento hasta llegar a los muelles que había debajo del skay.Recuerdo perfectamente, con esta memoria fotográfica de la que mi cerebro está dotado, la gran impresión que recibí cuando el Autobús (Alsina Graells) enfiló el Puente Romano y vi el río Guadalquivir desde la altura de mi asiento y un poco más lejos, las siluetas de las construcciones antiguas
Pasado ese primer momento de
sorpresa y de impresión, y llegados a la estación de autobuses (entonces
ubicada en la Avd. del Gran Capitán, junto al extinto teatro/cine Duque de
Rivas), recibí la segunda impresión del “cateto”: la Ciudad (edificios,
bullicio, calles anchas, coches, bares, locales…) y un largo etc. de
sensaciones, que a lo largo de la caminata, maleta y talega incluidas, desde la
Avenida Gran Capitán a la Calle Amador de los Ríos, me fueron dando el empuje
suficiente para empezar la nueva vida que me esperaba.
Una vez allí, en San Pelagio, me
sentí como la hormiga que va al hormiguero, hormiga por el sentimiento de
pequeñez, y hormiguero porque era tal el número de niños que íbamos llegando,
que verdaderamente parecía un reguero de hormigas que el hormiguero (Seminario)
se iba tragando.
Ya dentro, cubiertas las
curiosidades del edificio, por la inspección curiosa realizada por aquellos
pasillos anchos, largos, inacabables, con puertas a derecha e izquierda;
aquellos patios amplios, aporticados,
con rasgos de usarse para el fútbol, con porterías pintadas en la pared; el
comedor enorme; la sorpresa de encontrarme una Iglesia dentro de un edificio,
en fin una serie de sensaciones tan nuevas que iban haciendo que mi miedo fuera
pasando poco a poco, por mor de la curiosidad.
Una vez que las autoridades
(léase curas) constataron que estábamos todos, nos pusieron en fila y se
procedió a nuestra clasificación para embarcarnos en los autobuses renqueantes,
contratados a la Empresa San Sebastián, para llevarnos camino de Hornachuelos,
en busca de la que sería nuestra casa durante dos años: Santa María de los Ángeles.
El viaje en el autobús, iniciado
en silencio, fue cambiando, al poco de arrancar, al bullicio propio de la edad de los viajeros. Conforme íbamos avanzando por la carretera de
Palma del Río, el paso por el Castillo de Almodóvar (la carretera antigua bordeaba
el monte donde está enclavado), fue un acontecimiento memorable, ya que nadie
esperaba ver un castillo de verdad y tan bien conservado. Aún recuerdo la cara
de sorpresa de los que tenía cerca y que imagino la mía sería igual. Así a medida que el autobús rodaba, se nos
presentaban los fértiles y llanos terrenos de la vega del Guadalquivir, con sus
plantaciones de naranjos y las huertas preparadas para las hortalizas, todo de
un verde exuberante, solo roto por el color chillón de las naranjas, que por
esa fecha ya estaban madurando. Acostumbrado como estaba en mi pueblo, a ver
nada más que olivos, montes, cerros “pelaos” y campiña seca, aquello me indujo
a pensar (fantasía infantil) que me llevaban a un jardín infinito, donde todo
sería como en aquellos campos alegres.
Pronto salí de aquellos
pensamientos, ya que cuando el autobús giró a la derecha para coger el desvío
de Hornachuelos, el paisaje empezó a
cambiar, primero con la vista de la presa del pueblo, recibí una enorme
impresión: no había visto tanta agua junta en mi vida, y segundo porque pasado
el pueblo, enfilamos una “carreterucha” estrecha, mal asfaltada y serpenteando
entre montes, con una flora desordenada, que apenas dejaba ver el suelo.
El viaje por dicha carretera
provocaba bastantes sobresaltos a cada curva, ya que el autobús parecía que no
cabía y daba la impresión de que en las curvas viajabas fuera de la vía y que
el estómago se te salía por la boca. Por fin, y después de muchos saltos por
los baches, en un viraje abrupto a la
izquierda, dónde había un castillete en ruinas con una cruz (que después
supimos se denominaba “palo de banderas” y que fue famoso por las aventuras que
allí se desarrollaron y que dejaré para otros capítulos), apareció ante nuestra
vista el edificio del Seminario Menor Santa María de los Ángeles.
Por ahora, aquí tenéis la primera
entrega.
Un abrazo a todos.
Antonio Gómez Ramírez
Gracias d. Antonio por compartir tu relato y experiencias de tu gran primer viaje.
ResponderEliminarDe trocitos, esta vez el tuyo, vamos reconstruyendo, o mejor dicho sacando nuevamente a la luz, nuestras experiencias vividas.
ResponderEliminarMe ha encantado por la gran cantidad de magníficos detalles, que por simples (en aquellos momentos impactantes), no dejan de ser grandes. Gracias
Esperaré con impaciencia las próximas entregas. ¡Inmejorable comienzo! Gracias, Antonio, por revivir en nosotros aquellos inolvidables años. Un abrazo.
ResponderEliminarRelato maravilloso amigo Antonio
ResponderEliminarSr. Antonio, magnífica la forma de traernos a la mente aquel trozo de vida, que para muchos de los críos que pasamos por allí nos dejó una huella indeleble y aun viva.
ResponderEliminarImpactantes las palabras y también las imágenes.
Como nos pasa a muchas personas con el paso de los años se van borrando las fisonomías, pero se quedan las vivencias compartidas.
Gracias por el acierto de ponernos delante y de forma tan magistral aquel recuerdo de nuestra infancia.
Un saludo entrañable.
Juan Martín.
Buenos recuerdos y magnifica memoria amigo Gomez, he disfrutado con tu relato y espero seguir disfrutando en lo sucesivo. Gracias amigo
ResponderEliminarAntonio creo que todos los que llegábamos de los pueblos, vivimos las misma emociones que tú. Por un momento mis recuerdos afloran en mi pensamiento y con tu relato los he vuelto a revivir.
ResponderEliminarGracias.
Un abrazo, Paco Polo
Antonio Gómez: Enhorabuena por este extraordinario comienzo de tus crónicas de los Ángeles.
ResponderEliminarSeguro que con esa memoria fotográfica, nos harás disfrutar con tu lectura y con revivir muchos recuerdos que están dormidos en nuestra mente.
Un abrazo.
Manolo Jurado.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEstupendo relato, Antonio. Los del 64 nos encontramos el seminario ya terminado y nos gusta que nos contéis la situación original.
EliminarPrometo competir contigo en rememorar aquellas tiernas vivencias.
Un abrazo
Emotivo y extraordinario relato, muy vívido, casi todos pasamos por ese mismo carrusel emocional Antonio, gracias por este pedazo de vida.
ResponderEliminarUn abrazo.
Emotivo y extraordinario relato, muy vívido, casi todos pasamos por ese mismo carrusel emocional Antonio, gracias por este pedazo de vida.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias por contribuir tan magistralmente a la formalización del Gran Puzzle de nuestra común identidad de seminaristas. Enhorabuena por esas vivencias que desde ya son de todos nosotros.
ResponderEliminarPoco Raya.