Don Manuel Cuenca, profesor de
música y de educación física, está realizando un “casting” entre los nuevos,
los recién llegados, para completar el coro y la rondalla que ya se iniciara en
el curso anterior. Tiene medio armada la
rondalla, unos quince chaveas que, casi de un día para otro, puntean las
bandurrias como si no hubieran hecho otra cosa en sus vidas. Admirable. Entre
ellos, Paco Carrillo, José Castro o Paco Contreras, unos prendas de cuidado. José María –aún no
le ha llegado la hora del Filiberto- se ha apuntado. No al de la rondalla, sus
manazas lo hacen incompatible con sostener algo tan delicado. Imposible del
todo. Se ha apuntado al coro. Eso es otra cosa. Se gusta a sí mismo cantando,
cree que lo hace bien y está animado. No va a tener problema alguno, piensa
para sus adentros. Como a casi todos los niños que va conociendo, le resulta
admirable la voz de ángel que adorna al solista, un tal Rafael Vilas, del curso
anterior. De monaguillo, en la iglesia del pueblo cantaba divinamente el Tantum
ergo y el Pange lingua. Hay que apuntarse a las cosas, alistarse en algo, si
no, te aburres y nadie te conoce. En un sitio tan perdido donde conviven
doscientas criaturitas tienes que hacerte notar, destacar en alguna cosa. Y más
él, un niño acobardado y acomplejado por sentirse más cateto de pueblo que
ninguno otro y por sus piernas enclenques, de alambre. Su paisano Manuel Gámez Rivera, por ejemplo, ya
es un as en el ping-pong. Y lo nombran y todo en los corrillos del recreo.
Hay cola. Desde la capilla hasta el patio principal,
casi hasta la sala de juegos. Por lo menos veinte chaveas, calcula. Hace frío y
puede llover, los críos se pegan unos a otros con lo que la cola se acorta.
Todos ellos igualados por el babi color canela si no fuera por el larguirucho
de Pablo Márquez que les saca dos cuartas. Según avanza la cola, va escuchando
la prueba en otros niños, parece fácil. Don Manuel, sentado al piano de la
iglesia, da unas primeras notas del Salve Regina o del Tantum Ergo, y el aspirante las repite cantando. Y, sobre la marcha, lo aprueba o lo
catea. A Tomás Madueño (el Pollo), al Bermúdez y al Luna, por ejemplo, ya se
los ha cepillado sobre la marcha, quién ha visto presentarse a esto teniendo un
oído enfrente del otro… Otros niños, Antonio Roldán, el Prieto (de Pedro Abad),
Jaime o Mejías Valenzuela han pasado sin problemas. José Pablo va tres o cuatro
por delante de él en la fila. No lo pierde de vista, no es que tenga muy buena
voz, lo ha oído ya varias veces en las misas cantadas de los domingos. Y le
sale algún que otro gallo. Pero le parece un niño bueno. Hasta ahora ha sido de
los pocos que ha mostrado cercanía con él. Tendrán que pasar muchos años,
muchos, y aún así no olvidará el calor humano de la primera noche. No hace
tanto, tres semanas quizás. Se siente reconfortado cuando ve que su amigo se
vuelve hacia él y aprieta el puño como dándole ánimo. Ya le va a tocar el turno
a José Pablo. Lo hace regular. Ha carraspeado a lo primero, un poquito, los
nervios. Y luego se ha liado con las notas. De vuelta, pasa a su vera.
-¿Cómo se ha escuchao?
-Bien -le contesta José María por
cortesía, más que otra cosa.
-Pos yo creo que me ha suspendido
-responde el otro-. Ánimo, te espero en el patio.
Pudo haber un algo de crueldad
espartana en las primeras noches de estos muchachos en el seminario. Todavía
colea en muchos de ellos la amarga sensación de abandono. La murria le llaman.
No es para menos. Como la mayoría, niños de once años, José María no ha salido
de su casa hasta ahora. De muy niño, recuerda un viaje a la casa de su chacha
Josefa en Córdoba capital y luego, ya con seis añitos, claro, dos días de
estancia en una posada de Cabra, cuando se operó de anginas. Y ahora, de
pronto, de un momento a otro, la soledad más absoluta. Rodeado de críos por
todas partes, sí, pero solo. Todos solos. Desde la gran explanada de la entrada
van desapareciendo, la primera tarde, todos los coches y furgonetas, uno tras
otro, detrás de la primera curva de la carretera, a escasos veinte metros.
Mientras tus padres hablan y se despiden de don Gaspar estás ahí, asido con
fuerza a la mano de tu padre, todavía no se van a ir –piensas-, es muy de día…
Pero cuando pierdes de vista al último coche… Es una sensación rara, nunca
antes experimentada, de frío interior, de desamparo, de miedo, de… ¿y ahora,
qué?. Estás en medio de la nada. Todo lo que te rodea es monte, riscos y
precipicios. Y los árboles, en vez de olivos acostumbrados, son algarrobos,
acebuches y chaparros. Amargura desoladora. Muchos buscan amparo en sus propios
paisanos -los de Priego son legión-, se forman corrillos en el patio, otros se pegan a don Gaspar, a don
Eduardo o a don Moisés, curas estos dos últimos que, entraditos en carnes,
parecen hacer mejor el papel de padres. Otros, sollozan en solitario. ¡Quién va
a tener ganas de cenar esta noche? Nadie. Sin embargo, a José María la
inseguridad le abre el estómago. Se trincó su plato de sopa amarilla y una
tortilla francesa inflada artificialmente con maicena, le faltó pan y se lo
distrajo a otro niño de al lado.
-Me da igual –le dice el otro-,
no tengo hambre.
-¿Tú de dónde eres? –se decide
José María.
-De Cabra –responde el niño.
-¡Anda, de Cabra! Ahí van los
niños de mi pueblo a examinarse de Ingreso al instituto.
-Ya, claro, de muchos pueblos
vienen. ¿Cuál es tu pueblo?
-Palennssiana.
-¿Y eso por dónde cae? No lo
había escuchao nunca.
-¿Tú has ido a Málaga alguna vez?
-Sí, un par de veces, con mis
padres. A Benalmádena.
-Pos cuando pasas por el
Tejar… ¿tú sabes dónde está el Tejar?
-Me parece que sí, un sitio que
tiene un bar en la misma carretera que se come mu bien.
-Eso es, el bar de Reina. Pues de
ahí mismo sale una carreterilla que lleva a mi pueblo.
-Tan cerca y no lo conocía, oyes.
-Ya, pero es que es mu chico mi
pueblo.
-Yo me llamo Jaime –zanja ya el
tema y muy educadamente le alarga la mano. José María entonces, notándose la
suya pringosa de haber rebañado con los dedos el plato de la tortilla, se la
seca rápido con su servilleta y le devuelve, cortés, el saludo.
-¡Ah, cucha, es verdad, y yo José
María.
Él aún no lo sabe tiene la virtud de caerle bien a la gente, al primer contacto. Hay
algo en sus gestos burdos, en su rusticidad, en su mirada franca, en su
inocencia, que parece imantar la voluntad de los demás.
El compañero de mesa que está
sentado enfrente, un niño serio y de facciones nobles, ha seguido la charla en
silencio. Al fin, se arranca
-Yo me llamo José Pablo, y soy de
Fuente Tójar, mu cerquita de Priego. Me parece que estamos juntos también en el
dormitorio.
Y José María se extraña de la
cantidad de pueblecitos y aldeas que hay por toda Córdoba de los que nunca
había oído nombrar. ¡Fuente Tójar!
Luego, en el dormitorio de san
Tarsicio, sus camas, en efecto, resultan ser vecinas. No es casualidad. O sí. Quizás
los curas hayan distribuido a los chaveas en razón de la primera letra de sus
primeros apellidos. Jaime es Pérez , José Pablo también es Pérez y José María
es Rivera. Los de la P y los de la R caen juntos en el refectorio, en las
clases, en el estudio y en los dormitorios. Su madre le ha dejado el armario y el baúl lo
mejor ordenado que ha podido a sabiendas de su desdén por todo lo que significa
decoro y limpieza, para que lo tenga todo a mano. Pero él ahora, al tener que acostarse, se siente raro debiéndose desnudar delante de tantos niños en ese
dormitorio de camas corridas. Aunque parezca que cada uno va a lo suyo y que
nadie se fija en nadie, él se siente observado. Jaime por abajo y José Pablo
por arriba, sus vecinos que lo flanquean, tienen unos muslos la mar de
robustos. A él le da vergüenza enseñar sus canillas de nada.
-Puedes abrir la puerta del
armario si así te sientes más cómodo para desnudarte. Te tapa casi entero –le
adelanta Jaime-. Si yo abro también la mía y el compañero de tu lado, la suya,
nadie te verá.
Y así fue como José María se
enfundó de pijama la primera vez en su vida.
-¿No te duermes? A lo mejor te da
miedo la oscuridad… –le cuchichea José Pablo notándolo suspiroso.
Hace ya un buen rato que don
Antonio Jiménez Carrillo, el prefecto, se ha paseado por el dormitorio, parece
haber ido contando, uno a uno, cada mochuelo en su olivo, a los chaveas, les ha
advertido con voz firme la necesidad de guardar silencio, les ha dado las
buenas noches y ha dejado la habitación completamente a oscuras.
-No, ¡qué va! –miente sin
convicción-, es que… me acuerdo mucho de mi casa.
Por probar a quedarse dormido ha
ido repasando mentalmente las letanías nocturnas acostumbradas de su abuela
Josefa, iba ya por la R cuando Jaime lo ha interrumpido, regina angelorum,
refugium pecatorum, salus infirmorum… Pero la Virgen, esta primera noche, no se
apiada de su miedo.
-Si queréis –se rodea Jaime en la
cama hacia ellos- nos contamos cosas de nuestras familias. Hasta que nos
durmamos.
-Vale.
De esta manera, José María se
enteró de que Jaime tenía un porte de hermanos, más que él aún, siete, y que el
más chico había nacido enfermo. Y pensó en qué suerte tenía él porque de los
suyos, todos estaban buenos, hasta el Frasquito, el último, un renacuajo de sólo cinco meses. Y supo ya también dónde estaba Fuente Tójar, un pueblecito que
debía ser muy parecido a Palenciana, por lo que contaba José Pablo.
Distraído con ese recuerdo
agradecido de su primera noche en san Tarsicio, se le echa su turno de ensayo
encima sin apenas darse cuenta. Cuando quiere acordar tiene ya a don Manuel
tecleándole las notas.
Don Manuel es un cura muy
apreciado por la chavalería. Parece un muchacho grande y alto, de cara chupada
y ojos muy expresivos, algo saltones, que suele ocultar con sus gafas de sol
casi perennes. Está muy delgado, tanto que pareciera que le guste la comida del
seminario menos aún que a los alumnos, que ya es decir. Juega con ellos al
fútbol en el patio de cemento arremangándose la sotana hasta por encima de las
rodillas, cosa que les hace mucha gracia. Hace poco, en uno de los recreos, se
trastabilló y se dio un cachiporrazo, qué cosa más extraña, un cura por los
suelos. Pero no se hizo nada.
-Venga José María, tú eres José
María ¡no?
-Sí.
-Pues venga.
Sin que él se diera cuenta, hace
ya un rato que don Manuel ha cambiado las notas musicales. Ya no es el Tantum Ergo, ahora le tatarea "Estrella de los mares". Lo suficiente para que José María titubee, tosa un par de veces antes de arrancar,
le salga un gallo en la primera nota alta… luego consigue entonarse pero con una voz
quebrada por su propia inseguridad. Sabe ya que no pasa, seguro que no.
-Me ha dicho don Eduardo que lo
tuyo es el Latín –intenta consolarlo el cura-. No te preocupes. Lo haces bien,
pero en tu tono de voz ya me sobra gente.
Total, que lo cateó también.
“Me apuntaré al fútbol”, se anima
enseguida.
Fuera ha empezado a llover.
José Pablo se ha quedado en la salida al patio a esperarlo.
-¿Qué tal?
-Psss… Mal. Hasta me ha salido un
gallo. Me ha cateao, ya está.
-No pasa ná, cantamos desde
abajo, en la capilla. A nuestro aire. -Y luego, echándole el brazo por los
hombros, en plan compadre, le espeta:
-No te preocupes, nos apuntamos
al fútbol. Te he visto ya jugar, eres mu rápido y regateas mu bien. Pero me
parece que eres un poco cagueta…
-Los dos somos de la Campiña ¿no?
-Ya lo creo. Y el Jaime también. Y Guisado, y Ruiz Roldán, y Montes Cubero, y Ramírez, y el Paco Gálvez...
-¿Y Estepa Romero, ese defensa grandote?
-Ese también. Creo que es de La Rambla... O de Montalbán, no estoy seguro. De por ahí. Vamos a formar un equipaso, verás.
-Estupendo.
El patio está desconocidamente vacío. Se ha acabado la
cola para la música. De cuando en cuando, algún valiente, cubriéndose con los
brazos la cabeza, lo cruza desde los soportales para alcanzar los wáteres en la
pared de enfrente. Escasos seis o siete metros y llega pingando. Llueve a mares
en la sierra y los chaveas se entretienen apelotonados en los soportales
apostando quién será el siguiente en empaparse, empujándose unos a otros, haciendo
el ganso, como es su obligación. Empieza a rugir el monte de por arriba, la
enorme piedra siempre amenazante, y en el suelo hierven saltarinas y juguetonas
las burbujas de los chuzos de agua. Es noviembre, el mes de las primeras
lluvias.
José Mª Rivera Cívico
27 de febrero de 2016