El tiempo pasa volando
Queridos amigos vicarianos, los que habéis seguido mis relatos en el blog, (este es el noveno), habréis notado un ir y venir en el tiempo. De Santamaría a San Pelagio y también a la inversa. Como en un bucle temporal, intento volver al inicio de todo, pero desde luego, sin pretender cambiar el rumbo de los acontecimientos. Eso es imposible.
Tampoco ha sido algo premeditado, me ha salido de esta manera y he contado las vivencias en ambos Centros según han surgido desde mi memoria. Me ha parecido que podían interesar a muchos de vosotros y las he querido compartir.
El sábado 12 de mayo de este año 2018, hicimos una visita muy especial. Después de 50 años justos, volví a entrar en nuestra antigua y añorada “casa”. Muchos sentimientos y nostalgias afloraron ya desde el principio de la excursión, al ir bajando por el camino desde los llanos del pozo y, sobre todo, en la última curva, divisando el edificio blanco que nos acogió a muchos de nosotros durante cuatro años, los del final de nuestra niñez y primera adolescencia.
Todo esto lo plasmó magistralmente nuestro amigo José María Rivera, el “Fili” como a él le gusta que le llamemos, en su inmejorable crónica “Regreso a los santos lugares”.
No voy a insistir en el magnífico día de convivencia, en lo corto que se nos hizo el tiempo ni en las tremendas ganas de volver que nos quedaron.
También es muy complicado expresar sobre el papel la cantidad de recuerdos, sensaciones y reflexiones que pasaron por mi mente en aquel día y en los días siguientes, sobre todo cuando ordenaba el archivo de fotos y vídeos que entre todos realizamos y compartimos.
Una vez visitadas y fotografiadas todas las dependencias del ala derecha del edificio, comencé a descender las escaleras que me llevarían a la gran zona de recreo. Avanzaba por el camino que nos conducía a la sala de juegos. A mi izquierda un muro con la pintura muy ajada, (en su día era blanca), de algo más de un metro, tenía como misión protegernos del precipicio de la ladera de la montaña, completamente llena de un espeso matorral que descendía hasta la misma orilla del río.
Mi cabeza de niño se asoma por allí con gran curiosidad, intenta calibrar el peligro real que supone iniciar una bajada por aquella interminable pendiente. Luego, mi mirada se concentra en el enorme árbol que, a sólo unos metros, emerge entre la espesura. El almez está floreciendo con hojas lanceoladas y muy verdes. Nunca lo había visto antes de llegar aquí, pues este árbol no existe en el campo de mi pueblo. Seguro que para el otoño ya tendrá almesas, unos pequeños frutos que en su madurez son de color negro. Almesas que desde el curso anterior, en primero, habían empezado a formar parte de mi dieta para compensar las comidas que no me gustaban. Sí, son pequeñas y con mucho hueso, pero están dulces y aportan un buen alimento. Pienso: “Qué pena que no haya almesas durante todo el año...”
Doy unos pasos hacia adelante y me encuentro situado frente a la primera entrada de la sala de juegos. Estoy esperando turno para jugar al pichoncho, que se me da bien. Me gusta más el ping-pong, pero la mesa está muy solicitada y los dos futbolines también. Es domingo y a las diez y media, apenas hemos acabado de desayunar, hemos salido todos corriendo escaleras abajo, aunque sólo los más rápidos han conseguido ocupar los primeros puestos en todos los juegos disponibles; los demás a pedir turno. Por mi parte no hay prisas, tengo por delante tres largas horas de recreo para disfrutar jugando y paseando.
Muchas veces tengo la sensación de que el tiempo pasa lentamente, demasiado despacio. Los días son largos, los contabilizo y los tacho con una cruz en el calendario; los meses me parecen interminables. En un horizonte muy lejano queda el fin de curso y las ansiadas vacaciones.
Apoyo mis codos en el blanco muro. Mis ojos se posan en el río, sus aguas mansas rezuman tranquilidad, son el mejor ejemplo de que el tiempo se ha detenido.
En la otra orilla del Bembézar, por el camino estrecho y entrecortado por los múltiples salientes de la montaña, vislumbro un rebaño de cabras avanzando lentamente. En la parte trasera un pastor y un pequeño zagal, quizás su hijo, cierran la comitiva. Los observo desde la distancia y poco a poco una sensación de LIBERTAD invade mi espíritu.
Un camino por recorrer, múltiples destinos a los que llegar, sin barreras, sin obligaciones, sin toques de campana, sin pitidos de silbato, sin “palmadas” para llamar la atención, sin horarios rigurosos. Me parece un sueño, pero es real. Existe otro mundo muy diferente al que yo estoy viviendo. No sé muy bien cuál es el mejor, pero otros ya han decidido por mí y es el que tengo que seguir para hacerme un hombre de provecho en el futuro.
Este semestre de 1.966 está siendo especialmente duro. Atrás quedan los acontecimientos de amargo sabor por el trato con Don José Delgado y las dos entrevistas en el despacho de Don Gaspar. Establecimos una tregua pero mis sentimientos continúan a flor de piel. Por todo esto, he dado un gran bajón de rendimiento en los estudios y así lo reflejan las malas notas cosechadas en este último control trimestral. Deseo con toda mi alma que el largo semestre termine cuanto antes, que las vacaciones de verano dejen en el olvido los malos momentos y que cicatricen todas las heridas abiertas.
Me uno a la comitiva del rebaño de cabras. Ahora, caminando por aquel sendero, respirando el aire fresco de la umbría de la montaña, me siento liberado de todas mis obligaciones y preocupaciones. Es como abrirme a un nuevo horizonte, a una nueva vida. No quiero regresar.
Casi de inmediato unos sentimientos de “mala conciencia” arruinan mi caminata pastoril. No tengo derecho a albergar estos pensamientos de evasión. Nadie me ha obligado a iniciar unos estudios en el Seminario. Es más, un par de meses atrás tuve la oportunidad de volverme a casa. No atesoré entonces la suficiente fuerza para tomar esa decisión, pesaron mucho más las circunstancias y el qué dirán.
No estoy siendo justo con mis ensoñaciones. Además, qué podrá pensar ese zagal al que pretendo acompañar con el rebaño. Eso, qué pensará ese chico. Qué preguntas rondarán por su mente al contemplar desde la otra orilla, un edificio blanco, enorme y solitario en esta falda de la montaña.
Ya le habrán contado que en este edificio, chicos como él, estudiamos para ser sacerdotes algún día. Intento adivinar sus pensamientos: “Qué suerte tienen esos chavales al poder seguir estudiando”. “Yo he tenido que faltar muchos días a la escuela para ayudar a mi padre”. “Me hubiera gustado que me diesen la oportunidad de entrar en un lugar como ese”. “Ellos seguro que son hijos de padres ricos”. “¿Pero realmente estarán más cerca de Dios? ¿Habrán conseguido hablar con Él?”
De repente una voz me saca de mis pensamientos.
-¡¡Manolo, Manolo, que ya nos toca jugar, ven rápido que perdemos turno!! -es mi amigo Manuel Rafael, formamos muy buena pareja de pichoncho.
-¡¡Ya voy, ya voy!! -le contesto.
Me giré sobre mis talones, con unos pasos rápidos crucé el camino y con la mano empujé la puerta, pero la puerta no se abrió. Lo intenté de nuevo sin éxito. “No puede ser... si sólo han pasado unos segundos... si acabo de oír su voz...”Miré a través del cristal y todo estaba muy oscuro. Instintivamente avancé unos pasos y me situé delante del ventanal grande enrejado. No había luz, era como si de golpe se hubiesen marchado todos... Me acerqué más al cristal y pude contemplar un dibujo en la pared: un seminarista con sotana chutando con fuerza un balón de fútbol. Ni rastro de nuestras mesas de juegos. En su lugar un sin fin de herramientas y materiales de obra.
Eché mano a la máquina de fotos, miré a través del objetivo y desistí de disparar. No merecía la pena, la sala de juegos no se parecía a la que tengo registrada en mis recuerdos. Sentí una pequeña frustración.
Quise seguir avanzando por el camino, al levantar la mirada me di cuenta que unos metros más adelante había un cortado con mallas de alambre y dos grandes perros vigilantes me impedían el paso.
Me volví sobre mis pasos mientras trataba de darme ánimos:
-“Venga Manolo que todavía te quedan muchas estancias por visitar, la capilla, el comedor, el despacho de Don Antonio Pedro Llamas, los dormitorios en los que estuviste... son muchos los recuerdos por refrescar y realmente el tiempo pasa volando...”
Me han dado pie para escribir este relato los recientes comentarios en el blog de Andrés Osado, Pedro Calle y Pacocesar, que me invitaban a confeccionar un croquis y poner nombres a las distintas dependencias del Seminario de Hornachuelos.
Asumí el compromiso de reordenar las fotos del reportaje que hice aquel día, poner nombre a los dormitorios que aún recordaba y compartirlo con todos vosotros. Estoy en ello y a punto de terminarlo.
Seguro que encontraréis errores y olvidos. Estaré encantado de que me ayudéis a subsanarlos y con mucho gusto haré las rectificaciones oportunas.
Gracias por vuestra paciencia y comprensión. En estas fechas: Salud, Paz y Bien.
Un fuerte abrazo para todos y cada uno de vosotros.
Móstoles, 20 de Diciembre del 2018.
Manuel Jurado.