EL SEMINARIO MENOR
Invitación al internado
Cuando tenía doce años y un par de meses mi padre me habló, por primera vez en mi vida de tú a tú para pedirme un favor. Primero me dijo que mi tío Constantino había conseguido una beca de estudios para mí en el seminario de Córdoba. Luego me explicó que si estudiaba bajo la protección de mis tíos él podría atender mejor a los gastos de estudios de mis hermanos. Y finalmente añadió algo que me tocó el corazón llenándome de orgullo:
-Piénsatelo. Si no quieres ir a estudiar al seminario, me lo dices. Seguiremos adelante lo mejor que podamos. Tú no tienes que preocuparte por eso.
Iba a decirle que sí con entusiasmo, ya que me sentí importante contribuyendo en las necesidades familiares, cuando insistió en que debía pensármelo. Esta vez me tenía en cuenta y rectificaba su decisión anterior conmigo, cuando me envió a Villaharta durante un curso sin consultarme, cuando tenía siete años.
-No me contestes ahora, mejor esta tarde después de pensártelo bien.
Ni un solo momento dudé en aceptar la propuesta. Estuve deseando decir que sí a mi padre todo el tiempo, cosa que en realidad ya había hecho. Por la tarde le dije con toda la suficiencia de un niño de mi edad:
-Iré al seminario, papá. Me portaré bien y estudiaré como en los Misioneros.
-Gracias Pedrito, siempre te lo tendré en cuenta –me contestó el buenazo de mi padre, Siro.
Con mis tíos Constantino y Rosario, mis primas Teresa y Carmen y mis hermanos Maribel, Eduardo y Gema en el salón de la casa parroquial de Montoro |
Ingreso en el seminario
Mi tío me llevó a Córdoba y allí nos recogió un autobús a todos los “pichones”, que, un poco cohibidos, emprendíamos la aventura de ser estudiantes internos. Después de marcharse mi tío, un vendedor ambulante pasó ofreciendo diversos artículos mientras esperábamos que llegaran los seminaristas rezagados. Le compré un cortaúñas previsoramente, con el dinerillo que me dieron mis padres. Durante el trayecto en autobús me mareé y nada más bajarnos, en la explanada del Pozo, donde jugaríamos tantos domingos, vomité.
Ya en el edificio, hoy semiderruido y abandonado desde 1971, los curas nos llevaron a una sala dormitorio de unas cincuenta camas. Las distribuyeron entre los recién llegados y nos indicaron que guardáramos la ropa en nuestros respectivos armarios roperos empotrados en el muro o pared junto a la cama. Así lo hice y a continuación intenté desmañadamente hacer mi cama con las sábanas y mantas que traía de casa. Una madre, que había traído en su propio coche a su hijo, se compadeció de mi torpeza y me enseñó a hacer la cama correctamente. Le di las gracias.
Enseguida nos convocaron para que el rector, D. Gaspar, nos diera conjuntamente con la bienvenida los horarios y normas. Aquella amable madre se esfumó dejando a su hijo en la misma situación que quedábamos todos: solo, aislado del mundanal ruido, en un gran edificio perdido en medio de la serranía de Hornachuelos del macizo de Sierra Morena, y a cargo de unos 14 curas.
El edificio ocupa una explanada a medio camino entre las cumbres, donde solía pastorear algún rebaño de cabras, y el río Bembézar, afluente del Guadalquivir en la provincia de Córdoba. Además de arbustos, cabras y encinas, yo descubrí pronto los espárragos que crecían en la zona de la sierra situada sobre el edificio del seminario. Me los iba comiendo sobre la marcha a modo de aperitivo. En el campo de fútbol, los no futboleros, entre los que me encontraba, nos entreteníamos apedreando encinas para agenciarnos suculentas y sabrosas bellotas; haciendo presas en los regueros de agua que se formaban cuando llovía; y observando los diversos insectos de agua de las charcas. Descubrí también los arbustos de madroños, aunque apenas probé los frutos pues maduraban cuando estábamos de vacaciones en verano.
Me destinaron a primer curso aunque me correspondía pasar a tercero. El objetivo era que comenzara el primer curso de latín y de solfeo y evitar mi desfase en ambas asignaturas. Fue un curso sin dificultades y mis profesores decidieron pasarme directamente a tercero el curso siguiente.
Escarceos literarios y un premio con ayuda de mi tío
D. Gaspar Bustos Álvarez entregando el premio |
Cuando preparé un trabajo en las vacaciones de Semana Santa sobre los milagros de Jesucristo, (o de las parábolas, no estoy seguro), recogidas en los cuatro evangelios, mi tío Emiliano me ayudó a mejorar el tema. Aquello me valió el segundo premio, (el primero creo que lo ganó José Ruz), y una foto recibiéndo la Biblia de bolsillo de manos de Don Gaspar, el rector. La Biblia acabé regalándosela a mi sobrino Adrián.
También me retocó mi primer soneto, que ejecuté siguiendo el modelo de Lope de Vega “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?” El profesor de lengua, (que ya no era D. Francisco Javier), prácticamente lo despreció, por lo que no volví a molestarle con más poesías. Pero a mi tío Emiliano le presenté un poema en prosa que comenzaba: “He subido esta tarde a la terraza…” que me calificó de Juan Ramoniano. No volví a manifestar mi creatividad literaria hasta Preu para demostrar a la profesora de literatura que en el examen sobre el romanticismo no me había copiado. Yo me había comprado un librito de poesía romántica y en el examen me había explayado con la documentación del prólogo. Sobrepasé los límites de las preguntas pretenciosamente por lo que la profesora me suspendió sin más. Cuando leí un trabajo en clase que nos había encargado el día anterior me dijo:
-¿Quién te lo ha hecho?
-Nadie. Lo he hecho yo solo.
-Sí, como el examen –me contestó con sorna.
Cuando nos puso un ejercicio en clase fui el único que alzó la mano para leerlo. Entonces puso especial atención a mis palabras queriendo salir de dudas sobre mi honestidad. Con un circunloquio atrevido resolví el ejercicio rematando el tema en la última frase. No dijo nada pero milagrosamente el suspenso se convirtió en un ocho, que mantuvo como nota final.
Mi prestigio literario en el curso de preu quedó establecido sin discusión.
Celos
Al poco de llegar al seminario menor un alumno de cuarto me pidió que colaborase en la revista aceptando una entrevista. Aquello no tenía más transcendencia que señalarme como el único seminarista que provenía de otra provincia. Pero años después, cuando cursaba sexto, paseando por el centro de Córdoba con un par de compañeros, nos encontramos casualmente con el seminarista entrevistador. Hacía dos años que había abandonado el seminario. Se interesó por mí con amabilidad e incluso familiaridad. Cuando nos despedimos mis compañeros estaban celosos.
-Ha pasado de nosotros como si no nos conociera. No entiendo por qué sólo ha querido hablar contigo –expresó uno de ellos.
-Seguramente le caí bien cuando me entrevistó mi primer año en el seminario. Desde aquella ocasión hasta hoy no había hablado nunca con él.
Probablemente se fijó alguna vez en mí, estando en el patio o en el comedor, sin que yo lo advirtiera. Es posible que le llamara la atención un curioso evento del que fui protagonista a mi pesar en el comedor. Inesperada e inexplicablemente un día me llegó una caja de pasteles que, según me dijeron los curas, me habían mandado mis padres. Los curas me entregaron el paquete en el comedor delante de todos. Al descubrirse el contenido surgieron voces ansiosas de todas las mesas pidiéndome un pastel. No pude hacer otra cosa que distribuirlos entre los compañeros que me rodeaban, dejando solamente uno para mí. Los afortunados disfrutaron del postre más codiciado en aquellos lares mientras yo pensaba en lo “graciosos” que habían sido los curas mortificando mi egoísmo impíamente. Reconozco que comérmelos a escondidas era mi deseo más ferviente.
Cuando las circunstancias nos distinguen favorablemente suele surgir inexorable la oportuna corrección. ¡Alabado sea el Señor!
Afición poética
En la clase de lengua las lecciones comenzaban con una poesía corta introductoria. El profesor, D. Francisco Javier, nos pidió que la aprendiéramos de memoria para declamarla al día siguiente. Yo no dejé escapar la oportunidad. Al comenzar cada clase, el profesor solicitaba un voluntario. Siempre salía yo a recitar la poesía con desenvoltura, exhibiendo mi inclinación poética. El profesor sabía que los demás alumnos no se tomarían la molestia de memorizarla. Al pedir voluntarios siempre me miraba a mí.
Con sotana y beca en la casa de Montoro |
En primer curso acudíamos a misa con la sotana. También nos la pusimos todos los seminaristas cuando el obispo nos hizo una visita. Mi profesor de lengua me dio una poesía para que la aprendiera de memoria y se la recitara al obispo. Así lo hice. En la película española “Alegre juventud” de Mariano Ozores se recitan las dos primeras estrofas que os transcribiré, por si os suenan.
Dulcísimo recuerdo de mi vida, bendice a los que vamos a partir... ¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida, recibe tú mi adiós de despedida, y acuérdate de mí!
¡Lejos de aquestos tutelares muros, los compañeros de mi edad feliz no serán a tu amor jamás perjuros; conservarán sus corazones puros; se acordarán de ti! …
P. Julio Alarcón
El obispo me dio la mano para que le besara el anillo, me felicitó y me comentó casi al oído que tenía en alta estima a mi tío Constantino, el cual había promovido varias construcciones sociales en El Vacar, pedanía de Villaharta y en Montoro.
Por aquel entonces nos pusieron una vacuna contra la viruela a todos los seminaristas. Una o dos veces al año llegaba un peluquero para trasquilar a toda la manada.
Nos hicieron una prueba individual, acompañados al piano, para elegir los componentes del coro. Desafiné cosa mala sin comprender muy bien qué me había pasado. ¡Y yo que me creía un excelente ruiseñor! Además no me sabía aún el “Adeste fidele” que tocaba en el órgano D. Manuel. Eliminado.
Un cura bonachón, D. Moises, se entrevistó conmigo. Hasta entonces desconocía la figura del consejero espiritual o “padre espiritual”. Me toco la vena sensible al preguntarme si echaba de menos a mis padres y hermanos. No me pude contener y lloré como un bendito.
Curita por imperativo económico
Con roquete en la terraza de la casa de Montoro |
Durante una comida un colega y yo nos bebimos dos vasos de vinagre, que no era demasiado fuerte y debía contener cierta dosis de alcohol. Al salir del comedor un poco chispas nos detuvo Don Gaspar.
-¿Os pasa algo? –inquirió sorprendido al ver nuestra chispeante alegría.
-No, no nos pasa nada –le contesté tan pancho, dejándole intrigado.
En las pruebas de inteligencia que nos hicieron a todos los seminaristas quedé el tercero en coeficiente intelectual. Con mejor coeficiente intelectual que yo destacaron Juan Pedro Beteta y José Ruz Estepa. Como reconocimiento, los curas me otorgaron el liderazgo de un grupo de estudio formado por cinco compañeros. Mi sistema de trabajo consistía en salir a una terraza y estudiar paseando mientras nos daba el aire. Reproducía las clases de religión en los Misioneros, que tanto me gustaron, cuando el profe nos llevaba a una pinada.
Incorporación tardía
Un día antes de mi reincorporación a las clases del tercer trimestre del 1968 sufrí un dolor persistente localizado en la parte izquierda del pecho. El médico diagnosticó enfriamiento muscular o pequeño reúma que no precisaba de medicación. La vuelta al seminario, dos días después, me correspondía hacerla sin el auxilio del autobús que nos recogía en Córdoba habitualmente.
Llegué hasta la estación del tren en Hornachuelos sin problemas. Calculé que me tocaba caminar unos catorce km. Cuando llevaba andados dos o tres km. pasó un coche. El conductor debía ser el chófer y el acompañante el dueño. Me miraron pero finalmente siguieron adelante. Un km. más adelante encontré el coche estacionado a la entrada de una finca colindante con la carretera. El dueño se disculpó alegando que pensó que no valía la pena adelantar mi trayecto apenas unos metros. Algún kilómetro después un coche que venía en dirección contraria se paró y me recogió. Era un cura del seminario, (tal vez D. Manuel), acompañado de dos seminaristas de un curso superior al mío. Dicho curso acaparaba la pista de voleibol, fútbol, etc. en los recreos. Le expliqué al cura mi situación y él me explicó a mí que iban a depositar y recoger el correo. Cuando llegamos a la altura del otro coche paramos un momento y el hombre habló con el cura, pues se conocían bien, volviéndose a disculpar por no haberme llevado. Tras la visita a la oficina de correos, finalmente llegamos al seminario, donde me incorporé a las clases con absoluta normalidad. Lógicamente, a mis compañeros de mesa en el comedor, entre los que se encontraba Antonio Roldán, les expliqué el motivo de mi retraso.
Excursiones
El pantano del Bembézar
Un día primaveral salimos de excursión siguiendo el curso del río a contracorriente por una pista forestal. Prácticamente fuimos todos los alumnos y profesores caminando en pequeños grupos como si se tratara de una etapa del Camino de Santiago. Vimos un cervatillo que había bajado a beber en el río escapando ladera arriba con gran agilidad al vernos. Como no conocíamos aquellos parajes los quince quilómetros hasta el lugar se nos hicieron cortos. Nos asentamos en una zona del río ancha y poco caudalosa. Allí nos entretuvimos descalzos y descansamos del largo paseo. Nos trajeron la comida en una furgoneta. Tras distribuirnos los bocadillos y la fruta nos avisaron que en una hora íbamos a realizar el regreso por la margen contraria del río. Disfrutando de la caminata, de vuelta alcanzamos la presa después de pasar frente al edificio del seminario por la pista forestal paralela al Bembézar. Cuando llegamos al seminario quisimos saber cuántos kilómetros habíamos andado. Se nos dijo que unos cuarenta.
Yo disfruté a lo grande pues mi pasión por el senderismo y el montañismo debe estar en mis genes. El camino de Santiago lo he recorrido completo dos veces desde Roncesvalles a Fisterra.
Otras excursiones
1.- Al pueblo, al castillo y al embalse de Almodóvar del Río. Mi colega jugador de tute, José Antonio Naz, era de allí y pudo saludar a su familia cuando pasamos ante la puerta de su casa.
2.- Al pintoresco río con cascada y poza donde aprendí a nadar (flotar). En él capturé una serpiente de agua que me llevé de vuelta al seminario en un bote. La solté en el llano del pozo y se revolvió contra mí. De un solo golpe con una vara la quebré cuando estaba atacándome, erecta y visiblemente cabreada. Otro baldón en mi relación con los animales.
3.- A una zona donde el río era bastante ancho. Con una barquita de remos alcanzábamos la otra ribera, en turnos por parejas, y regresábamos al punto de embarque.
José Antonio, Francisco y yo en los jardines del palacio de Salinas |
4.- Al palacio del marqués de Salinas en la aldea de San Calixto, donde me llevaron con mis compañeros y amigos Francisco Delgado y José Antonio Naz, por ganar un concurso de cesta y puntos. Además del concurso acumulamos puntos con trabajos manuales, como mi hórreo de palillos.
5.- A Écija por motivo de los exámenes y recuperaciones en septiembre. Dimos tantos paseos por sus calles, parques y plazas que aún la recuerdo con detalle. El último septiembre a los repetidores nos permitieron subir a algunos campanarios de sus numerosas torres eclesiales. Cuando nuestro autobús se aproximaba a la ciudad solíamos contar las torres góticas que sobresalían por doquier. En una plaza céntrica había un mosaico romano bien conservado. Siempre hacía calor, aunque no tanto como reza el eslogan: “Écija, la sartén de Andalucía”.
6.- La excursión a Córdoba en cuarto curso me negué a efectuarla ante el asombro de mis profesores. Pensé que en unos meses, en el siguiente curso me hartaría de ver la ciudad. Dos de ellos se ofrecieron a pagarme los gastos de la excursión pensando que me negaba a realizarla por falta de dinero. D. Francisco Javier, además de ofrecerse a pagarme la excursión, me dejó un libro del Readest Rigest. Pasé el día deambulando por el seminario y alrededores, tirando el balón a la canasta y leyendo. Fue un poco aburrido pasar el día sólo. Cuando uno es rarito, pasan cosas así.
7.- A Sevilla estando ya en sexto curso. Con algunos compañeros visité la Catedral, (aunque no me animé a subir a la Giralda), la plaza de España, los jardines del parque de María Luisa…
Ya he dicho antes que las excursiones, como a tantos otros estudiantes, me proporcionaban los momentos de mayor disfrute y alegría. A lo largo de 37 años de profesor no he dejado de realizar con mis alumnos cuantas excursiones me ha sido posible. Os aseguro que un montón, más que cualquier otro profesor o profesora que conozca.
SOLEDAD EN EL TEMPLO de MONTORO
Un día ya lejano, siendo yo adolescente, mi tío Constantino casaba a una pareja en la histórica iglesia de San Bartolomé.
En un pueblo de Córdoba -con su puente Romano sobre el Guadalquivir, que circunda y lava los pies de la ciudad- una pareja escuchaba en silencio el ritual que les unía ante los hombres.
Pero no había nadie que los acompañara. La ceremonia en el templo suntuoso semejaba, más que una boda, una tristísima confesión.
Al ver la pobre escena, sin premeditación, tras pasar circunspecto junto al Crucificado, orlado en la leyenda de que un día habló, lloró sangre… -no recuerdo ya bien que me dijeron que había hecho-, me senté ante el órgano e improvisando sin desmayo, destrocé varias veces seguidas la Marcha Nupcial.
Yo me esforzaba, sin embargo, en que sonara solemne y melodiosa. Luego, me alcé del taburete y me marché sin más.
Cuando volví a la casa, donde vivía con mi abuela Antonina y mis tíos Rosario y Constantino, -la casa parroquial-, mi tío me llamó y puso en mi mano unas monedas.
-Toma Pedrito, los recién casados me han dado esta propina para ti.
Después de tantos años, el recuerdo del desacato cometido, y la tristeza de una boda tan solitaria, hacen que me pregunte qué significa ser humano y sienta ganas de llorar.
Pedro Calle Ballesteros
Alicante, 15 de julio de 2016
Muy interesante tu relato Pedro, soy del curso 63-64
ResponderEliminarInteresante relato que he leído con mucha atención. Saludos Paco Nieto, curso 63/64
ResponderEliminarPrecisión y arte en la redacción, se nota bien que es un trozo de tu/nuestras vidas. Francisco Cesar del curso 64/65.Un cordial saludo desde Donostia.
ResponderEliminarMagnifico relato y muy interesante Pedro, no te conozco soy Rafael Raya del curso 63/64
ResponderEliminarYa
EliminarPedro Calle, magnífico relato el que has compartido con nosotros, nos has traído un trozo de nostalgia revivida con tus sentidas palabras.
ResponderEliminarTodo lo que significó para nosotros aquel Seminario no se nos olvidará nunca, te lo dice un montoreño bautizado en S. Bartolomé.
Un abrazo.
Juan Martín.
Un relato tan natural y enternecedor como este reanian el recuerdo y le dan enrgia para seguir creciendo. Gracias y un fuerte abrazo. Andrés Osado (63-64)
ResponderEliminarGracias, Pedro, por haberme hecho conocedor de este blog.
ResponderEliminarMe agradó mucho volverte a escuchar después de tanto tiempo.
Un cordial abrazo.
Antonio Roldán.