Libros y Peros
Recuerdo que un día, en San Pelagio, de no sé
qué año, hicimos una larga fila, de esas a
las que estábamos acostumbrados. Iba desde la acera de la calle hasta la
biblioteca. Allí nos esperaba un camión, de los más grandes de entonces. El
conductor descubrió una gran lona y a aparecieron, como si de una carga de
arena se tratara, un sinfín de libros enmarañados. Una vez dentro fue sacando
uno a uno y pasándoselos al primero de la fila y de este al siguiente,
emprendiendo así su largo trayecto hacia el sacrosanto lugar de reposo, la Biblioteca.
Como en el océano, la diversidad de libros era evidente: desde el más pequeño
hasta ese grandullón que costaba trabajo pasarlo al compañero de al lado; desde
el más nuevo hasta el más viejo (que no roto) de esos que luego aprendí a
llamarlos incunables.
Mientras pasaba “la mercancía” me vino a la
mente una situación muy parecida. Esta vez era distinto el entorno, aunque casi
similar la situación: la puerta era la del seminario Santa María de los Ángeles;
la larga fila iba desde esta puerta hasta la Cocina (otro sacrosanto lugar del
que, en ocasiones, salían no tan felices
bendiciones) el camión también era de los grandes pero su carga distinta.
Lo que empezó a pasar por nuestras manos fueron nada más y nada menos que unos
peros de mediano tamaño (sé que no se llamaban peros, tienen otro nombre. Antes
y ahora los llamaba y llamo así) Lo que en aquel momento se convirtió en una
situación jocosa, pasó, con el tiempo, a provocar cierto desasosiego, por no
decir repugnancia, cada vez que notábamos su presencia. Hubo peros en todas las
comidas e incluso en alguna merienda. Pronto el color de los mismos empezó a cambiar
en tonalidad y manchitas (en vez de incunables se transformaron en
incomestibles) Yo ya veía peros hasta en la pizarra. Al igual que los chorizos,
aquellos de los que ha escrito nuestro compañero Antonio Gómez Ramírez, muchos
pasaron a formar parte asidua en el alimento de los peces de nuestro río, amigo
y compañero de viaje, Bembézar.
¿De dónde habría sacado Francisco de Paula,
magnífico Administrador, tan apreciada carga? ¿Qué alma caritativa tuvo la
feliz ocurrencia de donar o poner, a bajo precio, aquel manjar de dioses?
Otra vez volví a mi realidad y me vi pasando
libros, uno tras otro. ¡Afortunadamente, esta vez, no llegarían a formar parte
de nuestro alimento corporal, aunque sí del intelectual y moral!
¡Aleluya!
Andrés Osado
Córdoba, 24 de julio de 2016
✌✌✌✌✌👏👏👏👏👏👏 Andresito gran narrador.
ResponderEliminarDe brocha gorda.
EliminarDe brocha gorda.
EliminarAmigo Andrés tu estilo literario mejora por días,todos los recuerdos extraordinarios.
ResponderEliminarUn día de estos aprenderé...
EliminarUn saludo diego cuantos recuerdos
EliminarUn saludo diego cuantos recuerdos,me suena mucho tu nombre pero ahora no te pongo cara
EliminarJuan morello
Tocayo, además de memoria, gran facilidad de pluma.
ResponderEliminarMe ves con buenos ojos, como siempre.
EliminarMagnifico relato, no esperaba menos de ti Andres, divertido, siempre participamos, a través de ti, de esa otra vida que compartimos, yo lo de San Pelagio no y de lo otro, los de los peros (en muchos sitios de Andalucía los llamábamos así) no tengo recuerdo; estoy llegando a la certeza de que aunque participamos de la misma experiencia vital cada uno la vivió a su modo y manera y así cada nueva interpretación de esa experiencia nos enriquece, un abrazo y persiste en enriquecernos.
ResponderEliminar¡Qué tramposo es nuestro cerebro!
EliminarQuerido Andrés, me acuerdo perfectamente de los libros que trajo el camión por cuenta de D. Manuel Nieto Cumplido. Incluso me arañe las manos con algunos cantos metálicos que los protegían. Verdaderamente eres un genio del relato. Una Abrazo. Antonio Gómez
ResponderEliminarPor lo menos nos libramos de unas cuantas clases. Otro para ti
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