CRONICAS DE LOS
ANGELES
(Aunque anuncié, que hasta después del verano no
tomaría de nuevo mis crónicas de los Ángeles, he decidido publicar esta del
“lagarto”, porque ya estaba prácticamente escrita cuando hice tal anuncio).
Corría el verano de 1.965, último
año de estancia en los Ángeles de los del 63, en que en aquellas vacaciones que pasábamos en el Seminario de
verano (al menos yo, no tenía posibilidad
de otras) en que la piscina y otros eventos lúdicos, con disciplina un tanto
relajada, nos permitían disfrutar del estío en unas condiciones que de otra
manera era imposible. Y así de estas cuitas sucedió esta aventura que os
relato.
Manuel Calvo Ortiz y yo, paisanos
y amigos en el pueblo, compartíamos una afición que era la de cazar pajarillos
con las escopetillas de plomos (hoy seriamos anatema y declarados poco menos
que delincuentes), pero en aquella época las cosas eran de otra manera y había
una permisividad que hoy no existe. Salíamos al campo muy temprano en verano y
después de unas largas caminatas por lo huertos y orillas de las acequias de
riego, volvíamos al pueblo con el producto de la pericia en los disparos. Junto
con otro chico, no seminarista, al que apodábamos el “taxi” (no sé porqué)
competíamos por ver quién cazaba más e incluso a veces apostábamos por
determinar quien pagaba el rato de juego al billar (otra de nuestras
aficiones), en la “posá” de nuestro querido Manolo Vida (el padre tenía este
negocio, además de otros de chucherías y similares).
Aquel verano Manolo Calvo y yo,
decidimos llevarnos nuestros instrumentos de caza a los Ángeles, pensando, como
así fue, que tendríamos oportu-nidad de practicar nuestra afición con piezas más
grandes, como oropéndolas, tórtolas y otros volátiles, que al ser de mayor
tamaño nos propor-cionaban más emoción.
Manolo encontró un lugar, bajo la
huerta vertical y cerca de la orilla del río, que era un sitio, que por su
posición, era magnifico y pegó muchos tiros con más o menos fortuna.
Atraído por las piezas que por la
tarde/noche el tío traía, le dije de acompañarlo al otro día, para ver si tenía
más suerte que en el lugar donde yo me apostaba. Evidentemente me dijo que el
lugar era pequeño y que para dos escopetas lo único que haríamos seria
molestarnos ambos.
Entonces tomé la decisión de
buscar otro lugar, y en vez de bajar hacía el río, tomé la carretera en
dirección a los campos de fútbol y de allí por la ruta que iba al Guazulema, para
intentar tener más suerte y más piezas a las que disparar.
Cuando sobrepasé los campos del fútbol, a unos quinientos metros más allá, encontré un alcornoque inmenso, con
unas ramas colosales. En una de las ramas que cruzaban sobre la vereda, divisé,
en una oquedad de la madera, una figura triangular que asomaba por el hueco.
Creí que era la cabeza de un pájaro resguardándose de los calores de la tarde.
Cargué la escopeta, apunté cuidadosamente y disparé. Al hacer impacto el plomo
de diávolo que utilizaba, sentí un chasquido opaco, como sordo y a continuación
cayó a mis pies un goterón de sangre que me sorprendió. Menos mal que me retiré
de la vertical de la rama, porque a continuación y a cámara lenta empezó a
deslizarse hasta el suelo, el lagarto más verde y grande que he visto en mi
vida. El susto y el miedo que pasé fueron tales, que salí de allí pitando a
toda prisa. No me pesaba ni la escopeta, ni el calor, ni el monte. No sé cuanto
rato estuve corriendo.
Un poco más sereno y sabiendo que
el bicho estaba muerto, ya que le había acertado en el centro de la cabeza, a
la vuelta, intenté localizarlo, pero no estaba, las alimañas o los buitres ya
lo habrían encontrado y dado buena cuenta de él.
De modo que volví al Seminario,
como cazador frustrado, esperando el cachondeo de Manolo y de los otros. No
volví a salir con la escopeta ningún otro día. Es más creo que no volví a salir
ni en el pueblo. Mi afición a la caza terminó allí y en aquel momento.
Hoy lamento haber matado aquel
ejemplar soberbio, que sin duda hubiera permitido que su especie se perpetuara
con los mejores genes posibles.
Hasta después del verano, salud y
suerte para todos
Un abrazo
Antonio Gómez Ramírez
Estupendo relato y como siempre prodigiosa memoria amigo Antonio
ResponderEliminarRafa gracias por tu comentario
EliminarSigue deleitándonos con tus historias Antonio.
ResponderEliminarMe alegra que te gusten mis historias, Un abrazo, Andres
EliminarFelicidades por esta magnífica crónica.
ResponderEliminarUn abrazo.
Que suerte con escopetillas y todo. Yo lo que utilicé fue el tirachinas. Magnifico relato Antonio, ya abuelo. Un abrazo
ResponderEliminarAntiguamente, todo lo aquello que desafortunadamente se cruzaba en nuestro camino, corría el riesgo de no volver a hacerlo. Menos mal que eso ya paso, como muy bien dices. Magnífica puesta en común.Un abrazo.
ResponderEliminarGracias por el relato, poco a poco nos vamos reconstruyendo con estos retazos de nuestras vidas, un abrazo y a seguir con esa labor.
ResponderEliminarRecuerdo sólo algunas cosas. Ha pasado tanto tiempo
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